Olla de pozole

Dic 23 • destacamos, Ficciones, principales • 4867 Views • No hay comentarios en Olla de pozole

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Los aromas de un buen platillo, asociados al terruño, siempre son la mejor bienvenida que puede recibir un comensal, aun en contra de todas las calamidades, como la muerte de la abuela

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POR AVE BARRERA

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Nosotros no celebramos la Navidad. Mi mamá dice que eso a Jehová no le gusta porque es mentira que Jesús naciera en diciembre, y también son mentira los Tres Reyes Magos porque no eran tres, ni eran reyes ni eran magos, sino un grupo de astrólogos espías de un rey malo que andaban buscando a Jesús recién nacido para matarlo. De todas maneras, cada año vamos al pueblo de mi mamá para la fiesta que hacen en casa de mi abuelita. No es Navidad, sino un convivio para aprovechar que son vacaciones y muchos de la familia están allá: sirven pozole, ponen música, cuelgan globos y hasta dan regalos como en las fiestas de las otras familias, sólo que las envolturas no deben ser navideñas.

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Este año apenas estábamos empacando cuando llamó mi tío Ricardo. De inmediato reconocí su voz pasguata y ese acento cantado que tienen en el norte. Me pidió que le pasara a mi mamá. Yo le llevé el teléfono y me quedé en el cuarto porque quería enterarme. A la mejor se cancelaba el viaje y entonces aprovechaba para decirle a mi mamá que me dejara ir al campamento con mis amigos de la escuela. Mi mamá lo saludó y se quedó escuchando. Asintió un par de veces y de pronto su cara cambió, gritó ¡¿Qué?! con la voz muy espantada y se le cayó la botellita de perfume que llevaba en la mano. Yo corrí a levantarlo para ver si se había roto, porque a mí me gusta mucho ese perfume y cada que puedo le robo un poquito. La botella estaba entera, pero la tapa y el aspersor habían rodado debajo de la cama. Me agaché para sacarlos. Sentí el peso de mi mamá aplastando los resortes y luego oí que mi mamá estaba llorando. Salí de debajo de la cama y me quedé con las rodillas en el suelo, muy quieta. Santiago se acercó y cuando vio llorar a mi mamá se lanzó a abrazarla y lloró con ella colgado de su hombro, aunque ni siquiera sabía lo que pasaba.

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Mi mamá se calmó para poder hablar y dijo sí. Sí. No. Gracias tío. No, ahorita ya íbamos para allá, ya tenemos los boletos. No, nosotros llegamos en taxi, no se apure. Sí. Está bien. Adiós. Yo también, tío. Adiós. Dejó el teléfono en la cama, se tapó la cara con las manos y se puso a llorar como nunca había visto llorar a nadie. O sí. Era así como llorábamos nosotros de niños. Abrazamos muy fuerte a mi mamá y ella también nos abrazó y cuando pudo hablar nos dijo con voz temblorosa: su abuelita se murió. Mi mamá se murió, le dio un infarto, dijo, y volvió a soltar el llanto.

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El resto de los arreglos mi mamá los hizo en automático. Cerró las maletas, metió en su bolsa algunas cosas para comer en el camino, cerró las llaves del gas y puso los candados en las ventanas, pero cuando amarró la caja de la olla express volvió a llorar. Acabábamos de comprar la olla esa mañana y ahora estiraba el mecate con rabia murmurando ya que caso tiene, de no haber sido por esta mugrosa olla yo ahorita ya estuviera allá, yo hubiera hecho todo para que mi mami no se cansara, pero ese condenado Pepe, le dije que necesitaba el aguinaldo antes, le dije, y apretaba los nudos como si se estuviera amarrando el corazón.

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Mi mamá esta vez no nos ayudó, ni nos recordó cosa por cosa lo que teníamos que llevar. Tal vez fue por eso que olvidé meter mi ropa en la maleta. Llevaba unos libros de la escuela, los regalos para mis primos, un suéter que me gusta, el perfume al que le arreglé la tapa; pero la ropa, doblada y todo, se quedó encima de la cama, aunque de eso no me di cuenta sino después. En el camino me fui dormida casi todo el rato. Santiago se sentó con mi mamá, y yo iba del otro lado del pasillo, con los audífonos puestos para no oír sus sollozos.

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Cuando llegamos, mi mamá nos dijo: vayan a ver a su nana, yo ahorita tengo que ir con mi tío Ricardo a hacer arreglos. Abrió la puerta, nos dejó en la sala junto con las maletas y se fue. El olor a pozole inundaba la casa de mi abuelita. Al pasar por la cocina vimos que por todas partes había cazuelas, montañas de aguacates, limones, chiles, cebollas a medio picar; la lechuga remojada en una palangana grande y sobre la mesa cuatro cuencos de vidrio con pedazos de cerdo y de pollo. Santiago levantó la tapa de la olla más grande que estaba en el suelo y asomó la nariz al caldo anaranjado. Sentí ganas de vomitar y salí rápido al patio del lavadero, que antes sí era patio con plantas y todo, pero luego lo techaron con láminas y cubrieron el suelo con cemento.

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Al fondo está el cuarto de mi nana, que en realidad es mi bisabuela, pero mi mamá le dice “mi nana” porque así es como se usa aquí y nosotros la imitamos. Santiago tocó y ella dijo pase. Nomás de vernos, mi nana se soltó a llorar, como siempre que llegamos, y como siempre que nos vamos, sólo que ahora sí tenía motivo. Estaba acostada bocarriba. Como es muy gorda, parecía una gran montaña de masa desparramada. Santiago trepó a la cama y la abrazó y la llenó de besos. Yo nada más la abracé poquito y me senté en el catre de al lado, que era donde antes dormía mi abuela. La cama de mi nana no me gusta porque está inclinada del lado donde van los pies. La subieron en unos ladrillos porque mi nana dice que así le circula mejor la sangre de las piernas, aunque no debe servirle mucho, porque de todas maneras las tiene llenas de bolas moradas y de serpientes azules y de ramas rojas, igual que mi abuelita, igual que mi mamá, aunque mi mamá tiene menos. Tal vez mi mamá también un día tenga que ponerle ladrillos a su cama y ya no vamos a poder dormir con ella, porque se siente que la sangre punza en la cabeza. Mi nana ya debe estar acostumbrada, porque se la lleva acostada ahí.

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Las veces anteriores que íbamos de vacaciones, oíamos que mi nana gritaba a cada rato ¡Martina! ¡Martina, ven para acá!, y como mi abuelita estaba ocupada, uno de nosotros tenía que ir a ver qué quería: el cómodo, una medicina o el libro del Texto diario, que ella leía y volvía a leer. Todo el tiempo había que estar llevándole cosas, cumpliendo sus órdenes: Martina, pásame mis lentes; Martina, bájale al cooler, has de querer que me dé una pulmonía; mira Martina, no me le vayas a echar mucha sal a la sopa que la arruinas como siempre. Mi abuelita, cuando oía Martina esto o Martina lo otro, respondía con voz cansada: mande ma, o sí, ma, ya lo hice, o ya ma, no seas enfadosa.

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Cuando mi nana terminó de llorar nos dijo que una madre jamás debería ver morir a sus hijos: fíjate, mijo, que cuando tu tía Mary estaba mala, yo le pedía a Jehová que mejor me muriera yo en lugar de ella. ¿Y ahora, Martina? Dios mío de mi vida, Jehová de los Ejércitos, abundante eres en bondad amorosa, dijo con voz quebrada, pero tranquila. Parecía que se le había olvidado la muerte de mi abuela, porque le pidió a Santiago que le leyera el texto del día y a mí me dijo: a ver si te cambias esas faldas, ¿no?, están muy rabonas y eso a Jehová no le gusta. Yo le contesté: pero tengo mallas. Qué mallas ni qué ocho cuartos, te me cambias, que ya van a venir los hermanos. Entonces me acordé que no había echado los pantalones a la maleta y mejor me quedé acostada oyendo cómo Santiago leía el texto de la Biblia y el comentario, que me pareció muy tonto porque decía que las mujeres deben ser sumisas y los hijos deben obedecer a los padres en todo.

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Santiago terminó de leer y mi nana dijo mija, ve y asómate a ver si no se está tirando el agua del lavadero. Yo me asomé al patio y volví y le dije que no. Entonces nos contó: ¿Van a creer que Martina siempre me dejaba la llave abierta? Hasta cuando se murió dejó abierta la llave. Llevaba rato oyendo correr el agua, yo le gritaba y le gritaba para que viniera a cerrarla, pero nada, hasta que como pude me levanté y fuí arrastrándome a ver. Ya sabía yo que algo malo había pasado, lo presentía, mira, mijo, una cosa aquí –decía mi nana clavándose la mano en el pecho–. Sabía, yo sabía –se sobaba sus chichis grandes como globos llenos de agua–, y cuando voy saliendo que veo a la pobre Martina, echada de bruces encima de los rábanos, parada, porque ni muerta se iba a querer sentar. Oímos que había regresado mi mamá y fuimos con ella. Cuando cruzamos el patio los dos volteamos a ver el agua quieta de la pila donde se reflejaban el cielo y las ondas de las láminas del tejado.

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Mi mamá y el tío Ricardo movieron los muebles de la sala para que cupiera el ataúd de un lado, y del otro lado las bancas que estaban bajando de una camioneta. Metieron el ataúd, aunque como iba cerrado y con un arreglo de flores encima yo no sentí feo ni nada. Era como si la caja estuviera vacía y mi abuelita siguiera apurada preparando las cosas para el pozole, porque los invitados empezaron a llegar. Era muy fácil distinguir quién era hermano, quien era de la familia y a los que venían del rancho. Los de la religión vestían mocasines gastados, traje brilloso, vestidos a media pierna hechos con tela de Parisina. Nuestros tíos y primos usaban pantalón de mezclilla y tenis, como la gente normal. Los del rancho olían a sudor de tortilla y de tierra, llevaban la cara quemada o el sombrero amarillo de tanto sol; las mujeres tenían seca la piel de las piernas y a los hombres se les salían las uñas mugrosas por la punta de los huaraches.

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Santiago y yo queríamos ir a la plazuela con nuestros primos para que nos prestaran su scooter y nos enseñaran a andar en patineta, pero mi mamá no nos dejó porque iban a dar el discurso. Mi tío Ricardo había ido a bañarse y regresó de traje. Conectaron el sistema de sonido y anunciaron que iba empezar el discurso. Todos se quedaron muy serios, quietos en su lugar. Llevaron a mi nana en su silla de ruedas para que oyera y mi mamá se quedó recargada en el marco de la puerta de la cocina.

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Mi tío habló en el micrófono acerca de lo bondadosa que había sido mi abuelita con la gente. Dijo que había sido una mujer servicial porque ayudaba más allá de sus propias fuerzas. Contó cómo había cuidado a mi tía Josefina cuando ya no quiso moverse y ella le cambiaba los pañales, también a la tía Lupita que se murió porque ya no recordaba nada, también a mi tía Mary que estuvo tres años en cama hasta que se murió de un tumor que tenía en el cerebro, también al esposo de mi nana, el abuelo Manuel, que se murió de tanto fumar, y a mi nana y a la Yaya cuando se rompió la pierna y a tantos más que pasaban con hambre por la casa y ella les daba de comer en silencio, porque era una mujer abnegada y modesta, como le gusta a Jehová. Luego leyó unos textos de la Biblia donde decía que mi abuelita iba a resucitar en el Paraíso, y cuando terminó pusieron una canción y los hermanos empezaron a cantar. A mí me daba vergüenza cuando cantaban y cuando hacían oración, todos con la cabeza inclinada y los ojos cerrados, por eso me metí a la cocina y vi que mi mamá había puesto a calentar la olla de pozole, había rebanado la lechuga y los rábanos y los limones y había puesto platitos con orégano y chile de árbol.

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Después de que murmuraron amén, las hermanas comenzaron a repartir platos a los invitados, que comían llorando, con los ojos escurridos y la nariz muy roja. Lloraban y decían que nunca más iban a comer un pozole tan bueno como ése que preparaba mi abuelita. Raspaban el fondo del plato y pedían que les sirvieran más, sorbiéndose los mocos o tallándose la nariz con la servilleta manchada de chile guajillo. Mi mamá me preguntó ¿no vas a comer? Yo sacudí la cabeza. ¿Ni un poquito?, ándale, puro caldito con pollo. Le dije que no y ya no me volvió a insistir. Mi nana, luego de terminar con el tercer plato, pidió que la llevaran a su cuarto. Los demás invitados también dejaron su plato arrimado en una esquina y se fueron. Se escucharon risas y hasta oí a alguien decir que panza llena, corazón contento. Las hermanas ayudaron a mi mamá a limpiar y cuando terminaron nos quedamos solas.

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Yo estaba en la mecedora del patio, jugando con el celular, mientras mi mamá lavaba la olla; vaciaba en el lavadero la espuma color anaranjado, tallaba por dentro con el estropajo y le echaba jicarazos de agua de la pila para volver a vaciarla y dejarla limpia, completamente hueca. En ese momento me dieron ganas de llorar. Me tapé la cara con las manos y lloré porque me di cuenta de que no iba a volver a ver a mi abuelita. Mi mamá se acercó y me sentó en sus piernas rodeándome con sus brazos como cuando era chiquita, me acunó en la mecedora y así nos quedamos un rato, hasta que oímos ¡Carolina! ¡Carolina, ven para acá! Mi mamá soltó un respiro de cansancio y me soltó para que me levantara. Ve a jugar a la plazuela, dijo. Yo tengo que ir al cuarto, a ver qué quiere mi nana.

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ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega

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