José Luis Martínez, el joven crítico

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

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Es posible, como ocurre, con poetas y novelistas, reconstruir la personalidad de un crítico literario deduciendo su carácter en las líneas de sus primeros artículos. Lo he intentado con José Luis Martínez (1918-2007), cuyo centenario de nacimiento festejamos y el procedimiento funciona, porque, así como Napoleón le preguntaba a quienes pensaba ascender a generales sólo dos cosas –de qué lugar de la sociedad francesa provenían y si habían tenido suerte en la vida–, es difícil que un escritor abandone sus primeras querencias, aun cuando las enriquezca y hasta las oculte. Y siendo el “sentido de la oportunidad” la suerte del crítico, tal cual lo sentenció Kierkegaard, no cabe duda de que Martínez lo tuvo. Al crédito ganado por sus apuestas se suma su origen como parte de esa nutrida y brillante familia espiritual jalisciense, dominante en la escena literaria del país durante buena parte del siglo XX, desde el poeta Enrique González Martínez hasta Antonio Alatorre, pasando por Mariano Azuela, Agustín Yáñez (cuya prosa ha sido tan inmerecidamente olvidada, alimento de poetas y de discípulos inesperados como Daniel Sada), Juan Rulfo, Juan José Arreola, el propio Martínez y agregando un vecino, otro poeta, el nayarita Alí Chumacero, quien este año, en julio, también cumple su centenario.

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Hace una década que Adolfo Castañón antologó Primicias para El Colegio de México y con ese único volumen, que reúne textos no publicados previamente en un libro que van desde 1940 hasta 1963, tenemos lo suficiente para seguir al joven crítico que fue José Luis (de mi trato personal con él, en su casa-biblioteca, ya escribí a su muerte y sólo quisiera recordar que bochornosamente, a veces le hablaba de tú y otras de usted, lo cual prueba nuestra irregularidad), ocupado en escribir poesía (rumbo que abandonó no sin antes publicar Elegía por Melibea y otros poemas en Tierra Nueva), traducir a Remy de Gourmont, Valery Larbaud, Aldous Huxley, Étiemble y Roger Caillois, hacer reseñas y compilar breves antologías de jóvenes poetas coetáneos suyos.

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Cuando el cónsul Pablo Neruda atacó en 1943 a Octavio Paz y a los jóvenes escritores mexicanos por su falta de moral pública –es decir, por su escaso servilismo estalinista– o frente a Américo Castro, quien escribió una majadera e ígnara introducción a la historia de México para sus estudiantes estadounidenses –denostada en Primicias– Martínez fue capaz de censurar con disgusto y desenvoltura si la gravedad de la ocasión lo exigía. Pero como crítico, por temperamento y también por ese sentido del que hablaba el filósofo danés, cultivó el tono menor. El ejemplo de Alfonso Reyes, quien recién regresaba a México, el más influyente de sus maestros, pudo más que su simpatía por los Contemporáneos, la admirada generación anterior, cuya belicosidad –sobre todo la de Jorge Cuesta y Salvador Novo– desdeñaba, no sólo por razones, insisto, temperamentales, sino porque una vez pasados los turbulentos años treinta, se imponía otro lenguaje público, el de la Unidad Nacional que quiérase o no, permeaba también las letras. No en balde, Martínez elegía toda una escuela, al traducir a un “crítico cordial” descreído de los excesos decadentistas, como Gourmont, la figura crítica del cambio de siglo en Francia, inmediatamente anterior al imperio de la Nouvelle Revue Française (NRF ), fundada en 1909.

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La antología de Castañón comienza con tres estudios (la palabra preferida de Martínez al referirse a sus propios ensayos y sin duda la más adecuada) de teoría literaria, que no están entre lo mejor que escribió con esa prosa suya a veces reseca de tan escueta. No fue el suyo un carácter teorético, como tampoco lo tuvo Reyes, quien, sin embargo, se empeñó en El deslinde: prolegómenos a la Teoría literaria (1944), bajo cuya influencia, quizá conversacional, escribió el joven crítico “La técnica en literatura” (1942), “Algunos problemas de la historia literaria” (1946) y una reseña de Concepto de la poesía (1944), del cubano José Antonio Portuondo, a quien le reprochó hacer de El manifiesto comunista, su Recurso del método. Antes de criticar las tentativas didácticas de Martínez debe concederse que esos estudios, en México, no se hacían y que carentes de una formación filológica en conflictivo contraste con las vanguardias, Martínez –como el propio Reyes– remaba a contracorriente, en esos tres textos aparecidos en El hijo pródigo.

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“La técnica en literatura” deja ver lo difícil que era acercarse a En busca del tiempo perdido, a Ulises o hasta a Henry James, con la ayuda de Jean-Marie Guyau (1854-1888) –estético desaparecido de casi todas las historias de la filosofía, no sólo de las anglosajonas, donde nunca fue bien considerado, sino hasta de las francesas– pues ese filósofo seguía creyendo en la idea kantiana de belleza como explicación del arte, sensualismo que le fue útil todavía a Nietzsche pero resultaba ya inepto para la novela moderna. Martínez advierte la insuficiencia de esos rescoldos de la retórica neoclásica y salta a la “estilística romance” de Leo Spitzer y Karl Vossler, ya demasiado tarde en el ensayo, no sin antes hacer un paseo por la “poesía primitiva”, la rescatada de los cantares mesoamericanos por Ángel María Garibay, en el Popol Vuh y en el Chilam Balam, travesía cuyo inesperado premio es el descubrimiento del “envidiable Jorge Luis Borges” y sus sagas islandesas.1

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Alí Chumacero, Joaquín Díez-Canedo y José Luis Martínez a inicios de la década de 1940. / Cortesía: Archivo José Luis Martínez

En “Algunos problemas de la historia literaria”, Martínez se acerca más a lo suyo pues, creía, como lo escribía José Gaos en esas mismas fechas, que no podía haber crítica literaria sin historia literaria, punto de partida que sigue separando a los reinos combatientes en literatura. El estudio, empero, es sólo una presentación de la teoría de las generaciones de José Ortega y Gasset y una autobiografía en clave de cómo una nueva generación aparece y se impone. Autobiografía heredada, porque, sin dar nombres, Martínez parece estar contando la historia familiar no de su generación, sino la de los Contemporáneos, lo cual vuelve más interesantes de seguir esas páginas. La generación de Taller y la media generación que le sigue, la de Tierra Nueva (Martínez, Chumacero, Leopoldo Zea y Jorge González Durán), fueron generaciones conciliadoras –más la segunda que la primera– que albergaron con éxito no sólo a las plumas jóvenes sino a los desperdigados Contemporáneos. En ese sentido, la figura de Martínez es ejemplar en una de las características que más incomodan, a propios y extraños, de la literatura mexicana del siglo XX, su escasa vocación parricida.

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La única ruptura, más estruendosa que violenta, fue la de Contemporáneos: expulsando a Manuel Gutiérrez Nájera de la antología firmada por Cuesta en 1928, peleando con los homófobos estridentistas (muy pronto devorados por el generalato veracruzano y cuya influencia fertilizó más a las artes plásticas que a las letras) y poco antes, siendo víctimas de la campaña de 1925 contra “la falta de virilidad” en nuestra literatura. Empero, la ruptura con el modernismo, honda en el estilo, fue suave en las maneras, pues los Contemporáneos eran protegidos de González Martínez, cuyo hijo, el primer Enrique González Rojo, formó filas con ellos. Y si González Martínez podó al modernismo sin renegar del todo de él, inevitablemente Jaime Torres Bodet acabó por ser exégeta de Rubén Darío (en 1966), un Salvador Novo alabó a ciertos novelistas de la Revolución Mexicana (a Francisco L. Urquizo) y Paz, de Taller, no sólo fue discípulo de los Contemporáneos, sino reconoció y fue reconocido por José Vasconcelos. Más allá de la influencia moderadora de Reyes, de la cual Martínez fue agente eficaz (y ello se nota en su rechazo del marxismo dogmático del Concepto de la poesía, de Portoundo), la Gran Arca de la Revolución Mexicana, en la que todos vivían, hizo de nuestras “guerrillas literarias” (como las llaman en Chile), las más aburridas del continente, excepción hecha de cuando se dirigieron, instigadas generalmente por Novo –según Guillermo Sheridan– contra los recién llegados exiliados españoles, acogidos, los que venían de Hora de España, en Taller.

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Desordenado, me salto la segunda sección dispuesta por Castañón en Primicias (“Letras del mundo”) y pasó al examen que hiciera Martínez de la literatura nacional. Tras ejercer la obligación del crítico de dar noticia del rescate de los antiguos, como Juan Ruiz de Alarcón, fray Manuel Martínez de Navarrete y José Joaquín Fernández de Lizardi (vindicado como neobarroco por Yáñez en la que sigue siendo la lectura más interesante de quien he llamado el Super Periquillo en La innovación retrógrada), Martínez pasa a reivindicar una de sus querencias: Gutiérrez Nájera, a cuya ternura se acogió José Luis toda la vida, teniéndole, al Duque Job, aprecio por la discreción de su cosmopolitismo, el de un parisino sin París, cuya prosa, sencilla, fue para él un espejo. Sigue, de manera inevitable, en los afectos de Martínez, su primer panorama de la obra entera de Alfonso Reyes, aparecido en Cuadernos americanos en 1952 y no muy distinto a aquellos en los que se prodigará después, uno de los últimos, está en La literatura mexicana del siglo XX (1995), cuya segunda parte, dedicada a lo escrito entre 1955 y 1993, escribí y firmé yo, a honrosa petición suya.

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En torno a México, el joven Martínez comienza su investigación sobre El Renacimiento (1869), esfuerzo de reconciliación de la literatura con la política tras el fusilamiento de Maximiliano, en mi opinión, un trato más presunto que real. Dirigía El Renacimiento Ignacio Manuel Altamirano, otro de sus penates decimonónicos, lo cual llevará a Martínez al rescate crítico y editorial de las “revistas literarias mexicanas modernas”, como se llamó la estupenda colección facsimilar que ya como director del Fondo de Cultura Económica (1976-1982) llevó a cabo, esfuerzo que sólo se ha continuado, en aquella casa, de forma esporádica y no de manera regular, como lo merecería cualquier homenaje al gran editor que fue. No sólo como editor, sino como historiador de la literatura, fue él quien entendió que ese dominio no podía recorrerse sin contar con la cartografía de las revistas literarias.

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Como todo crítico que se respete, Martínez, falló en algunas apuestas, como los hoy olvidados poetas Clemente López Trujillo (1905-1981) y Rafael del Río (1915-1979), pero en cambio atinó a reseñar a Carlos Pellicer, a José Gorostiza y a Xavier Villaurrutia, a quien, este último, le hizo la única entrevista que yo conozca del autor de Nostalgia de la muerte, publicada en Tierra Nueva, en 1940. Allí, Villaurrutia rechaza a Federico García Lorca, se asume lector de Heidegger y dice estar endeudado con Giorgio de Chirico. De su reseña sobre Pellicer destaca el interés de Martínez por leerlo contrariando su supuesta y permanente alegría. En cuanto a Gorostiza, el pronóstico es irrefutable: “Tiempos vendrán en que del poema de José Gorostiza, se hagan ediciones como la que Dámaso Alonso ha hecho de Las Soledades de Góngora…”2

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Martínez, finalmente, exalta al Octavio Paz de Entre la piedra y la flor (1941) y antologa a Efraín Huerta y a Chumacero. Concluye esa sección mexicana de Primicias con un par de panoramas del orden general, sobre nuestra literatura y después, la cultura nacional entera, desde perspectivas muy distintas. La primera, de 1948, comparte con los balances políticos contemporáneos, de Daniel Cosío Villegas y de José Revueltas, el dolor ante la pretendida muerte de la Revolución Mexicana, cuya literatura –dice Martínez– estaba aletargada, situación remediada casi de inmediato por la aparición de los Yáñez, los Rulfo, los Arreola, los Revueltas, los Paz. Y el segundo (y último estudio de Albricias) tiene el tufillo triunfalista e institucional traído por el cincuentenario de la guerra de 1910, aroma también a olfatearse en la segunda edición (1959), de El laberinto de la soledad.

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Aunque años después, Martínez hizo todavía crítica literaria, lo que le dejó su juventud fue la cumplida aspiración de hacer historiografía de la literatura mexicana, empresa cuyos lineamientos dejó bien establecidos, volviendo a la labor cada cierto tiempo para palomear aquello que se iba cumpliendo. El joven Martínez no podía, desde luego, ser indiferente al orbe iberoamericano. Albricias incluye el jugoso debate en torno a la celebración de San Juan de la Cruz, organizado por Editorial Séneca y aparecido en El hijo pródigo en 1943 y en el cual participaron, nada menos, que Vasconcelos, José Bergamín, González Martínez, Gaos, José María Gallegos Rocafull, Paz, Juan David García Bacca, Julio Jiménez Rueda, Eduardo Nicol y el propio Martínez, así como homenajes a Pedro Henríquez Ureña, Azorín, Miguel Hernández (el héroe de la hora, fallecido, enfermo, en la cárcel de Alicante en 1942 tras la Guerra Civil), Francisco Giner de los Ríos y José Moreno Villa. Destaca, otra vez, la conexión argentina, en el homenaje a Victoria Ocampo y en la reseña de la Antología poética argentina (1941), de Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, donde Martínez no tiene empacho en decir que con la excepción de J. R. Wilcock (buen ojo) y el versícular Francisco Luis Bernárdez, la poesía argentina de aquellos años no tenía gran cosa que ofrecer.

Juan Soriano, Beatriz de Sánchez Navarro, José Luis Martínez, Sumaya y Carlos Slim, Salvador Elizondo, Eugenia y Teodoro González de León, Marie-Jo y Octavio Paz, Enrique Krauze, persona no identificada, Alejandro Rossi y Marek Keller en la Hacienda del empresario Juan Sánchez Navarro, en Texcoco, con motivo del cumpleaños de Octavio Paz en 1992. / Foto: Paulina Lavista

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Es en sus lecturas de literatura extranjera donde un crítico joven se siente, por fuerza, más libre, menos comprometido con amigos, enemigos y colegas, irresponsable ante la tradición nacional, sensación tanto más poderosa en alguien como Martínez, quien tuvo un precoz conocimiento de sus obligaciones ante ella. De Primicias, destaca, por eso, lo que traduce y reseña como una suerte de diario íntimo pleno en sugerencias, como la recibida de Valery Larbaud: “entre todas las cosas espirituales que el joven frecuenta, no hay ninguna que toque en tantos puntos la vida como esta literatura que él llama moderna”.3

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El acontecimiento decisivo de la juventud literaria de Martínez, al que alude con frecuencia, es el suicidio de Stefan Zweig, el 22 de febrero de 1942, en Petrópolis, en el Brasil, donde el exiliado judío había comprometido, por así decirlo, la suerte del Viejo Mundo con la del Nuevo, haciendo sentir a los americanos, del norte, del centro y del sur, que América era esa “utopía en acto”, según Reyes y otros, cuya persistencia en la libertad era la única esperanza para una Europa sometida por la barbarie nazi. “América”, escribe entonces Martínez, “no ha sido tocada aún directamente por la contienda, pero ya sea que el destino nos depare arrastrarnos a ella o que podamos conservarnos en una vigilante paz, recibiremos gravemente la misión que se nos confiere”.4

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No es ciego Martínez ante el reclamo del célebre polígrafo vienés. Sus loas al Brasil le parecen más hijas de la gratitud que del entendimiento, pero al joven reseñista de El hijo pródigo, Letras de México o Tierra Nueva, le conmueve esa carta que Zweig le hace llegar a Jules Romains, el novelista francés entonces refugiado en México, donde, casi póstumo, el futuro suicida se retrata “sin fe, sin entusiasmo, por el solo medio de mi cerebro camino como con muletas”.5

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Por Zweig, por André Maurois, por Aldous Huxley (alguien lo describió como el último victoriano), tuvo el joven Martínez una devoción que todavía, hace unos años, habría parecido del todo anticuada, cuando el viejo humanismo del siglo XX era unánimemente culpado por arruinar la civilización que lo había empoderado. Esa clase de escritores a la vez finos y populares, reyes en la edad de oro de la lectura, atrajeron poderosamente la atención de Martínez, más que los atribulados Gide y Proust o un William Faulkner (traducido, se sabe actualmente, más que por Borges, por su mamá, doña Leonor), a quien le reconoce todos los méritos de la juventud prosística de los Estados Unidos, su arrojo, pero lo deja frío, como en la poesía y en el pensamiento, las cirugías de Paul Valéry, lo incomodan, sintiéndose encantado, en cambio, con el todavía hoy raro O. W. de Lubicz Milosz o ante Rilke. “Poetas conciencia”, los llama quien también siguió los viajes por México de D. H. Lawrence, Juan Larrea, Paul Morand y Étiemble. Y entre Walt Whitman y León Felipe, su traductor al español, en su reseña de 1942, Martínez siempre elegirá, en clave generacional, a un francés.

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Maurois, el niño judío que ha de triunfar como escritor con nombre de gentil, es la clase de marginado que el joven crítico mexicano prefiere, porque lo toca en su papel de conciliador. “Es por supuesto un escritor menor, y ello aun por ese mismo espíritu de mesura”, dice Martínez, sin ningún escrúpulo, del que fuera gran biógrafo de héroes, santos y villanos, como lo fue en su vejez, José Luis, de Hernán Cortés, quien de las tres cosas tuvo. Sólo Antoine de Saint-Exúpery, el narrador-piloto y el creador de El Principito, conmueve tanto a Martínez como Maurois.

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Hay un desafío en preferir a Maurois contra Valéry (“Lo pedestre, lo vulgar, lo imbécil” no están excluidos en él, dice Martínez, en una salida de tono inusual en su prosa6) y en exaltar al finlandés olvidado, Frans Eemil Sillanpää, Premio Nobel en 1939, frente al modernísimo Faulkner. Que en Silja, a la joven campesina de Sillanpää, “apenas unas breves aventuras” la relacionen con la Historia a través de la guerra rusa entre rojos y blancos, para Martínez, es un motivo de lealtad hacia una novela de “trama insignificante”, donde está ausente, para satisfacción del crítico, el patetismo. Desde sus estudios teóricos sobrentiendo que la humedad del genio, a Martínez, le irritaba como materia, por resbaladiza.

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Por eso traduce, identificándose, el “Baudelaire” (1929), de Huxley, donde el británico, tras decir, lo que todos sabemos, que el autor de Las flores del mal fue un cristiano negativo y un agustiniano al revés, no se toma en serio su patético diabolismo. “El sádico víctima de sí mismo”7, tan destructor, merece más la indulgencia y el humor que el escándalo y el castigo. Baudelaire se arrepiente más de lo que peca, como decía de los personajes rusos W. Somerset Maugham, un contemporáneo de Huxley algo más viejo.

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En el fondo, para Baudelaire, acota Huxley, siendo la carne mala y tentador el pecado, el alma no puede sino ser bondadosa. Si algo disgustó a Martínez de Brasil: Un país del futuro, de Zweig, fue su creencia lógica, aunque eurocéntrica por bucólica, de que la ausencia de Historia era una bendición para el subcontinente que maravillaba al austríaco, tanto como las civilizaciones de la Antigüedad apasionaron al enciclopédico mexicano, quien era bueno, pero no cándido. Por estar en la historia, Martínez agregó a su vocación crítica de juventud la obra del historiador y la del “organizador de la cultura”, como lo habría dicho él. Ese convencimiento en la bondad del alma, me parece, atravesó toda la obra, la del hombre y del escritor, de José Luis Martínez.

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Notas:

1. José Luis Martínez, “La técnica en literatura”, en Primicias. Antología, advertencia y recopilación de Adolfo Castañón, El Colegio de México, 2008, p. 26.
2. “Sobre José Gorostiza”, ibid., p. 333.
3. “Valéry Larbaud: Ese vicio impune, la lectura…”, ibid., p. 106.
4. “América y el testamento de Zwieg”, ibid., p. 97.
5. “Sobre Stefan Zweig”, ibid., p. 100.
6. “Sobre Paul Valéry”, ibid., p. 84.
7. “Aldous Huxley: Baudelaire”, ibid., p. 144.

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FOTO: Primicias, compilación de Adolfo Castañón, reúne textos no publicados en los libros de José Luis Martínez entre 1940 y 1963. En la imagen, el joven crítico en una lectura pública. Foto sin fecha. / Cortesía: Archivo José Luis Martínez

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