Imborrable

Feb 24 • destacamos, Ficciones, principales • 4722 Views • No hay comentarios en Imborrable

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Nunca hay catástrofe mayor que la que se vive en la carne propia del tiempo presente”, dice uno de los testimonios que componen esta crónica sobre el sismo que el 19 de septiembre de 2017 golpeó el centro de México. Cada una de estas voces da forma a un mosaico sobre la vida misma en días de crisis: aquí están la solidaridad, la decepción, el miedo y el coraje… incluso hay tiempo para el amor en medio del desastre

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/////////////Este año va a terminar. El que entra suma diecinueve

/////////////y este número siempre trae sorpresas desagradables.

/////////////////////////De una carta de Elena Garro a Octavio Paz, 1989

POR GUILLERMO ARREOLA

I

Nosotros que vimos a la realidad bramar y retumbar y menear una de sus cabezas, a la 1 y 14 minutos con 40 segundos al mediodía del 19 de septiembre de 2017, adentro de edificios, casas, oficinas, centros comerciales, camiones, metro, hospitales, escuelas; en calles, puentes, camellones, carreteras, parques, pueblos; en la Ciudad de México, en Puebla y Morelos; la vimos oscilar, columpiar seres y cosas con fuerza tal que percibimos salvaje: balancearse y como si pateara desde un lugar de su interior, oculto e imposible de preverse por ojo humano alguno, hizo que se cimbraran suelos, que estallaran cristales, que se remeciera en un amplio perímetro de lo que se designa nacional todo lo vivo y todo lo inanimado. Las paredes crujían, dijimos luego, dijimos después porque en esos momentos no podíamos decir gran cosa más que aferrarnos a lo que uno es; se puso en tregua el lenguaje con el que pautamos nuestro día a día, triunfó el grito, o más bien el alarido y el grito del instinto salieron a la superficie, y la superficie era, para quienes estuvimos adentro de alguna edificación, un pantano gestándose en el aire; para los que estuvimos afuera, asfalto o tierra apantanada. Se nos achicló el equilibrio, dijo tiempo después uno de nosotros. Las piernas vacilaron, los brazos no encontraban sostén, la vista garabateaba en un intento por alcanzar un punto fijo, un asidero. Nosotros que elegimos quedarnos bajo el quicio de una puerta, o al lado de una mesa; o que no atinamos a elección alguna y nos detuvimos justo frente a la puerta de un elevador, o apresuradamente bajamos con muy improbable calma las escaleras de un décimo piso, de un séptimo, de un quinto, de un tercero, qué más da ya; o en la calle, nosotros que fuimos de un lado a otro, esquivando visualmente los vaivenes de torres, o vetustos cables eléctricos restallando de norte a sur, de oriente a poniente. El aquí y el ahora tronando, craquelando nuestra confianza en el mañana, un cierto mañana que tiene en la así llamada normalidad su punto de referencia. O nosotros que no pudimos alcanzar la puerta de salida de algún decrépito o de un reciente edificio, reciente con enmascaramiento de seguridad y arquitectuada con yeso, unicel, falsa varilla, vaya usted a saber si hasta era paquistaní esa varilla, dice alguien por ahí; arena aglomerada y pintada y firmada con embuste de futuro, de regulaciones de construcción violadas, alteradas, amañadas, y si estuvimos en compañía de padres, hijos, parejas, nos abrazamos hasta quedar apiñados, arracimados para la concreción del fin, o pedimos a los nuestros que salieran mientras nos quedábamos discapacitados en camas, sillas de ruedas, a la espera de la muerte, la de nuestro tiempo en este mundo, la de nuestros cuerpos, a golpe de losas que se desprenden, aplastan, abrían carne, rompían huesos, prensaban; de paredes rotas que se rompieron como si una mano gigantesca y bárbara rasgara una tela, como si se quebrara un grafito, y de turbulentas nubes de polvo, que lo intoxica todo, y asfixia.

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Asfixiante para la memoria ver lo que se ve en estas situaciones, así lo dijo alguien, y alguien más declaró que vio losas desprenderse y caer cerca o sobre cuerpos de niños invadidos por el pavor, en la escuela Enrique Rébsamen. Invadido por el pavor, así nos lo dijo un joven, dijo que vio desplomarse el edificio Álvaro Obregón 286. Que vio a la mole desde un sitio cercano cómo cayó; como si fuera a doblarse, en un principio, y enseguida como si la engulleran sus cimientos, algo así, vio caer la construcción, y en el momento, ese momento, cayó concreto, fierros, columnas, y entre ellas, en esa caída a pique interior, adentro de sí misma de la materia, vio en el revoltijo escritorios, sillas, vidrio despedazado, cuadros, objetos varios miniaturizados entre la mescolanza, y alcanzó a ver, después nos dijo que vio, entre escombros con aspecto de túmulo cuántico, pedacería de otra realidad, otra realidad hasta esa mañana quieta, invisible, o por temporadas semioculta, vio, vi dijo, algo parecido a una pierna humana, como suelta, desprendida, y una cabeza maltrecha, como una canica incrustada entre el amasijo de tanta cosa, pero en la que mi ojo hizo zoom in, dijo, eso parecía, y al ver todo eso, decía el joven, sentí que toda mi sangre se me iba a los talones, que todo mi cuerpo se derretiría a mis pies. Y no quise ni pude tomar una fotografía con mi celular, porque la fotografía ya la habían tomado mis ojos, se fijó la imagen adentro de mí, se congeló el momento de la caída adentro de mí: concreto, muebles, fierro, cuerpos, polvo, una composición de escombro y carne prensada adentro de mí. No podía creer, dijo, no podía, dijo el joven, ni en ese momento ni ya pasados los días cuando me enteré que habían perecido 49 personas sólo en aquel edificio, dijo él, uno de nosotros.

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Nosotros que oímos al lenguaje cancelarse, las palabras en su recto camino de comprensión de la rutina obstruidas a quemacarne, a quemarrazón, al dictado de lo incomprensible; en ese momento, ese momento, oímos brotar sólo el alarido y el grito, y arremolinarse el pánico con expresión de llanto. Nos quedamos como bebés desnudos frente a lo que no tiene derecho, dijo una de nosotras, solos aunque éramos multitud ya en las calles, minutos después, entre fugas de gas y gritos y sirenas; a lo lejos, la cresta de un edificio que explota, sí, explota y escupe humo negro y flamas anaranjadas, y éramos multitud estática a la fuerza, en Avenida Insurgentes en un largo tramo que comprende desde la calle San Luis Potosí hasta ya casi entrando al Viaducto; una multitud apretujada contra sí misma a la espera del siguiente designio de la naturaleza, ateridos a la mitad de un día de una luz muy particular, y cómo no habría de serlo, de índole distinta a los días anteriores, una luz cintilante y ríspida, y muchos volteamos a ver el cielo azul, de un azul casi vidrioso, como esperando encontrar un gesto de piedad o de sorna de eso que es el juego de lo que no se comprende, un tiro de dados telúrico y diseñado tal vez desde lo interestelar, que nunca nos ha interesado comprender. Como bebés desnudos y faltos de alimento y el alimento en esos momentos hubiera sido la estabilidad, la calma y el sosiego. Ahora, sólo ahora, desde este después, dijo ella, quizá podamos comprender que somos una neurona en un cerebro que nadie conoce, que nadie conocerá.

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Nosotros, dijo otra voz, estábamos en una trajinera en Xochimilco, ya ni me acuerdo del nombre que tenía aquella coloreada intención de barca, cuando sentimos el agua trepidar, sí, trepidar, como si navegáramos por un río caudaloso, como si el lago se estuviera estirando o más bien haciendo gárgaras. Más adelante confirmamos, ya salidos de la superficie acuosa, que lo que había eruptado o se había estirado era la tierra, derrumbando casas, colapsando vehículos y vidas, dejando al pueblo de San Gregorio bastante maltrecho y más herido de lo que ha estado desde hace tanto. Aquí sí nos ayudó el Ejército y la Marina dijo un damnificado, días después, estoy sorprendido. Qué va, nosotros no recibimos la ayuda, que seguimos esperando, nos coquetearon al principio las autoridades con su presencia; muchos vinieron y se fueron una vez que se tomaron la foto. Ahora todo es olvido, dice alguien más de entre nosotros, pasadas ya semanas y pasados incluso meses.

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II

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Que muchos salimos y salieron, que es un mal decir pues ya muchos estábamos afuera; pasado el espanto, que es inexacto porque el espanto tiende a demorar su partida en estas circunstancias, dice alguien, y suele quedarse prendido hasta los bajos fondos de uno mismo; bueno, que pasado el imprevisible movimiento telúrico, vimos congregarse y nos congregamos, dígase brigadistas y rescatistas voluntarios, protección civil y un remonte en pleno de la nacida y bautizada en el espejo del 85 con el nombre de sociedad civil, entre los que destaca la plenaria juventud, un debut millennial en tiempo de desgracia de solidaridad imponente por su aplomo, por su improvisada pero vital actuación, por su adherencia real a una noción de colectividad, de ser en todos, por la pausa al protagonismo que suele enarbolar la selfie, el tuit, el post; por su entrega a la fusión instintiva a lo empático, por lo semejante que en similitudes de conductas virtuales arropa una soberbia apelación a la igualdad; congregábamos, congregáronse en torno a lo caído para remover escombros, mover cascajos, partir losas, meterse a los escondrijos, acopiar víveres, agua, comida, cobijas, ropa, medicinas, y aprontarse de una vez por todas frente a lo que se dice —ya vuelto el lenguaje ordenadamente a su cauce natural— atroz u horroroso, sin tiempo para dormir, sin tiempo para soñar, y para qué si lo que veíamos sobrepasaba el sueño, o delataba el mal sueño que han sido todos estos años de indolencia, de sordera social o de gobierno. Miren ustedes si no, dijo un grupito entre nosotros, apuntando con el dedo hacia un edificio ahora pura ruina, miren, hasta allí se acercó el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, allí se presentó rodeado de sus achichincles funcionarios, con el pretexto de inspeccionar, y mucha gente que se hallaba trabajando, escombrando, quitando escoria y abriendo brecha en el rescate, no aguantó reclamar ni expresar el coraje en retroactivo y le lanzó abucheos y hasta sabe qué inofensivos objetos a la cabeza, al tiempo que le hacían la invitación de “ponerse a trabajar”, como consideramos nosotros no lo ha hecho en todos estos años, y sí usar, casi cinematográficamente, a modo de alfombra roja las tragedias.

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Exclamó uno más: y no es que creamos que en el espejo del pasado en que vemos esta catástrofe, el espejo del año 1985, uno vea y se ponga a hacer comparaciones, a que si este sismo fue peor o menor, a dilucidar de por qué ocurre en una misma fecha en cuanto a mes y día, ni siquiera puede ser igual, aunque sí muy parecido; pero soy de la idea que nunca hay catástrofe mayor que la que se vive en la carne propia del tiempo presente, no hay mayor catástrofe que la que se tiene que encarar y atender de inmediato aquí ahora e incluso a contracorriente de burocracias y oficialismos, que sólo posponen o traban el rescate de los heridos.

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Fue a las nueve de la noche de ese día, dijimos nosotros, que llegamos a calle Bolívar esquina con Chimalpopoca donde antes del temblor se encontraba allí ubicada una fábrica de textiles, ahora derrumbada, ahora ya nada: predio, espacio desocupado, vacío, el mismo lugar donde horas previas el secretario de Gobernación había sido abucheado y le habían gritaron “ensúciate las manos, cabrón”. Todo parecía un territorio después de una batalla, envuelto todavía como en un vaho; un gentío moviéndose en torno a lo acordonado, y otros adentrándose en el nuevo paisaje después de la caída, paisaje apretado, circunvalado por polvo, oscuridad atajada con lámparas, paisaje en sus partes más recónditas alojando aún cuerpos, lo que se dice posiblemente vida jadeante aún, lo que se dice muerte bajo el desecho. Están los que llegaban muy de prisa portando agua, cobijas, medicamentos, en motocicletas llegaban cargando todavía, todavía, herramientas; venían algunos con tapabocas o guantes, cascos, y la mayoría con manos desnudas, la cara completamente descubierta, los ojos alertas al par a par, abriéndose paso entre granaderos y personal de Protección Civil. Granaderos alando brazos, dizque intentando direccionar y redireccionar un orden, una delimitación para el posible estorbo de los que queriendo ayudar sólo miran, porque, les dijeron, ustedes ya no están en condiciones de mover un bloque, un pedazo de laja, sostener una cortadora de concreto, cargar, pasar víveres a ritmo acompasado. Eso dijeron, dijimos, estaban allí y si no podían integrarse, abrir un túnel, un trecho, buscar una salida para quien aún respiraba debajo de lo siniestrado, sí estábamos, y vimos, nos condolimos, y nos callamos para que aumentara de volumen el silencio y lo pudiera llenar con un quejido, una palabra, un gemido, el sonido que puede provocar el leve movimiento de una pierna, un brazo que hiciera eco, de entre los que aún respiraban debajo del abajo. A mí me dijeron, dice una cincuentona, cuando llegué y quise hacer algo entre los otros, me dijo un granadero, con irritado tono y absurdo intento de amabilidad: váyase, señora, váyase a su casa, usted no sirve para esto, ya no está en edad. Yo quería estar, acercar una botella de agua, acuclillarme para recoger piedras, tierra, de poquito en poquito, en un pequeño balde que llevaba conmigo.

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III

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No hay palabra que sin tener sinónimos, nosotros, nos reúna a tantos, mira, dijo alguien, ese señor, se llama Fernando Sotelo, tiene cáncer, le falta una pierna y se le derrumbó su casa en Morelos. Miren: ese rumor de palabras son las de Laura, está contando cómo sobrevivió cinco horas bajo toneladas de concreto, inmóvil en la oscuridad. Está también una imagen mostrando el rostro de otro sobreviviente de nombre Paco, su sonrisa en la foto que vimos en un periódico plasma una interminable esperanza, un conjuro con que se traban las fauces del terror; que perdió un pie, dice Paco, pero que buscará “la forma de salir adelante con una prótesis para estar más cómodo y seguir”. Y la de Lucía Zamora, su sonrisa, al momento de ser rescatada y ver la luz natural y sentir la lluvia en su rostro, tras 30 horas entre en el derribo. La fotografía que la retrata el instante justo de un renacimiento, de un saludo de arribo, de alguien que emerge y se reintegra a lo que está afuera, a lo que pertenecía y a donde vuelve a ser parte. Extrañamente, la imagen pareciera también retratar a alguien que surge de un artefacto espacial siniestrado. “La lluvia en la cara fue la sensación más maravillosa que he sentido en la vida”, dijo posteriormente Lucía, una frase sencilla, contundente, que devuelve un carácter de verdad a las palabras, un micropoema espontáneo de la vida que vuelve, que regresa de una especie de Hades, inframundo, y en dirección contraria a la extrañeza del lenguaje con que a veces imaginamos vivir.

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Lo que no entiendo, nos dijo una señora, es por qué en las noticias casi no se habló del edificio que se derrumbó en la calle Puebla, en la colonia Roma, dijeron que había habido 14 fallecidos. ¿Cómo sabemos si no están ocultando información sobre el número real de muertos? ¿Qué, no era un laboratorio? ¿Qué, no trabajaban allí cien personas? Ahora lo que nos preocupa a nosotros es que no nos quieran decir que puede haber una zanja bajo el pavimento, una falla geológica a unas calles de donde vivimos, o aquí mismo donde estoy parada, y cuáles son las implicaciones de seguridad en un próximo siniestro.

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IV

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Nosotros que vimos a la realidad bramar y retumbar y menear una de sus cabezas, a la 1 y 14 minutos con 40 segundos al mediodía del 19 de septiembre de 2017. Nosotros que después dijimos, contamos, narramos. O nosotros que ya nada pudimos decir, se nos canceló el lenguaje, caducó la solidaridad de la vida, quedó muy sola y en olvido la desgracia.

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Arturo dijo: yo iba para Cuernavaca. Me agarró el temblor en la carretera. Iba por la libre. Se detuvo el tránsito y el carro empezó a brincar. Me detuve. Llevaba el radio prendido, y dijeron “está temblando”, y el carro empezó a brincar y a irse de lado a lado. Escuché en el radio que se estaban cayendo edificios. Ya ni fui a Cuernavaca. Me tuve que regresar a la ciudad de México, a ver a la familia. Ya a mucha gente nos da miedo la hora de ir a dormir. Quién sabe cuántos meses nos durará el espanto.

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Vanessa dijo: cuando escuché el tronido, me di cuenta que no alcanzaría a llegar a la puerta. Trastabillando me fui al baño. Me metí en la bañera y miré hacia el techo esperando que cayera encima de mí. Me despedí.

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Daniela dijo: los primeros segundos iba asustada, aunque no se sentía tan fuerte; pero al momento de llegar a las escaleras ya todo brincaba, no podía dar pasos seguros, no tengo muy claro cómo llegué a la banqueta. Recuerdo al guardia que me jaló y no me solté de él hasta que terminó el sismo. Todo se veía borroso y sólo se escuchaban gritos por todos lados.

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Claudia dijo: como ya no tengo familiares, no me angustié durante el temblor pensando en qué les podría haber pasado. A mi único hermano lo perdí en el terremoto del 85. Cuando lo sacaron de entre los escombros, yo estaba allí. Lo que se me quedó más grabado en la memoria fue el olor que despedía su cuerpo. El olor de un cadáver es muy invasivo. Los cadáveres tienen un olor muy especial.

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Daniela Camarena dijo: los primeros días era una locura. No viví en mi casa la primera semana, no podía estar sola. El primer día recorrí varios derrumbes y terminé ayudando a descargar camionetas en uno de los primeros centros de acopio que estaba localizado enfrente del metrobús Sonora. Los siguientes no recuerdo, de veras ya no recuerdo exactamente, si a los cuatro o cinco días armamos un grupo y con una camioneta trasladábamos víveres o a personas. Uno de esos días nos encargaron la misión de ir al edificio que se derrumbó en Chimalpopoca a recibir una cámara térmica y meterla a la zona cero. Ahí fue al ver este derrumbe cuando todo me golpeó, sentí escombros hasta dentro de mí. También estuve en el derrumbe de Edimburgo y Escocia. Era muy emotivo ver a todos esos chavos, señores y señoras trabajando sin parar con el único fin de sacar a alguien vivo. Terminé relevando en Álvaro Obregón unos cuantos días: ayudando con la entrada de material y herramienta a zona cero y luego fue en el área de reclutamiento de brigadistas que subían a bajar escombros. Eso fue lo último que hice en zona de derrumbes. Ya no podía más. Todo aquello me estaba matando el espíritu.

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V

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Puño en alto. Silencio total. Fuerza por ahora; que ya habrá tiempo para rehabilitar la indiferencia. Manos que se unen. Y los abrazos bien rotos. Flores sueltas, desprendidas, deslumbrantes. Mira todo lo que pueden hacer los perros por nosotros, y ustedes tan despreciativos con los canes perdidos en la calle. Pues sí, pero por qué no dices que fueron humanos los que los entrenaron. El momento más horroroso de su vida. Qué inimaginable el dolor de una madre. Un sobreviviente agradece, a él no fue Dios quien le salvó la vida, fue la gente. Rapiña. Pues es que habían estado tan necesitados tanto tiempo, que ante la situación aprovechaban para robar. Ella dijo que todo aquello era el interior de lo real: bárbaro y salvaje. Pensar que ni siquiera tuvo que aprender a pintar para ser tan famosa esta perrita de nombre Frida. Me muestran el cadáver de mi esposa como si quisieran convencerme de que nunca existió. Silencio que calla. Soñé que éramos bolas de hilaza entre las patas de un felino. Fotografías, sonidos y lluvia.

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Era la tierra.

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¿Y la solidaridad, cuándo caduca?

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VI

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Todo es posible: morir y vivir en cualquier momento, y hasta el nacimiento de un amor en medio de todo lo probable, dijo entre nosotros Lidia Iris Rodríguez. Miren si no, dijo, decía: Después del terremoto pensé: yo de noche no me quedo a dormir en mi casa. Así que me fui a ayudar a Medellín y San Luis Potosí donde se había desplomado un edificio, aunque sabía también que en la escuela Enrique Rébsamen casi no había gente. Luego me fui al multifamiliar de Tlalpan; para la mañana del miércoles yo ya estaba encargada del acopio. Francisco Navarro llegó allí desde el martes. Empezó recogiendo escombros, luego se metió bajo la estructura del edificio caído. Yo colaboraba cargando escombro. Y entre los escombros me tocó ver dos cuerpos, escuché gemidos. Francisco recogía escombro muy pesado. Me vio, lo vi.

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El jueves él estaba ya muy cansado y decidió buscar un lugar de acopio para descansar. Ahí estaba yo. Ese día me vio. Y se quedó. Francisco siempre era muy atento. “Siéntate un rato”, decía. “Come”, decía. Se lo decía a todo el mundo. Así pasaban los días. Para la noche del domingo, yo ya estaba muy tronada. Él se acercó y me dijo: “vete a descansar”. Los demás chicos me decían: “vete a dormir”. Él dijo: “yo me encargo de que vaya a dormir”. Me dijo: “yo me voy a dormir contigo para asegurarme de que duermas”.

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Recuerdo que cuando estaba con nosotros siempre traía puesto su arnés, se veía tan guapo. Se iba y regresaba tres o cuatro horas después, lleno de polvo, luego de estar en la zona cero. Él estaba tratando de rescatar un cuerpo, el cuerpo de una chica; cuando la chica muere a él le vino un bajón horrible. Traía con él todo lo que había visto, lo que había escuchado, lo que había olido. Y lo soñaba. Yo le decía: “estás soñando pesadillas”. Más tarde me dijo: “flaca, déjame abrazarte. Tengo miedo”. Así me cautivó. Se me hizo de tanto valor que expresara su miedo. Ahora estamos juntos. Encontramos amor después del terremoto. Todos los días me dice: “gracias por dejarte abrazar aquella noche”.

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Lo ocurrido fue muy feo pero también hermoso para mí. Y más hermoso está él.

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Tiene unos ojotes.

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