La maquinaria de la civilización en tiempos de corrupción

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La corrupción no sólo es un asunto político sino cultural, advierte el filósofo holandés Rob Riemen, autor de Para combatir esta era (Taurus), quien, valiéndose de los ejemplos de pensadores y artistas como Maquiavelo, Musil, Wittgenstein y Wright, entre otros, y haciendo a un lado a partidos políticos —sin excepción— y líderes fascistas como Donald Trump, hace un llamado ingenieril para construir una nueva civilización, tarea en la que es difícil que los políticos encuentren una solución a los problemas porque ellos son parte del problema, como ocurre hoy también en México

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POR ROB RIEMEN 

A inicios del siglo XVI el pensador italiano Nicolás Maquiavelo escribió su obra Discorsi (Discursos), una colección de reflexiones acerca de los acontecimientos de su época, llena de guerras, invasiones y pánico.

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Al final de los Discorsi, Maquiavelo justifica sus reflexiones en torno a su época, a partir de una comparación con los sucesos del Imperio Romano que tuvieron lugar quince siglos antes:

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“Los sabios dirán, y no sin razón ni al azar, que aquel que pronostique lo que va a suceder debe observar lo que ha sido dado; que todos los eventos de la humanidad, ya sea en el presente o por venir, tienen su contraparte exacta en el pasado”.

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Con lo anterior en mente, y pensando en la necesidad de la “maquinaria de la civilización en tiempos de corrupción” en el siglo XXI, primero quisiera retroceder a otro tiempo y a otro lugar, y a la vida de dos famosos hombres que iniciaron sus carreras siendo ingenieros. La fecha es a inicios del siglo XX y la cita es en la ciudad de Viena.

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En ese tiempo, Viena fue más que la capital del Imperio de la Casa de Habsburgo, ¡Viena era la capital cultural del mundo! Podía reclamar la herencia de Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert; estaba orgullosa de su Orquesta Filarmónica; era una ciudad hermosa y rica; era el centro científico del mundo en el que se llevaron a cabo investigaciones médicas e importantes innovaciones tecnológicas. Viena estaba orgullosa de sus tradiciones, sus museos, bibliotecas, teatros, salas de ópera, además de que los valses de Johann Strauss II eran extremadamente populares en aquella época.

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No obstante, al mismo tiempo, detrás del esplendor y la alegría estaba la miseria y pobreza de aquéllos que no eran parte de la burguesía. Existía un nacionalismo tóxico, al igual que antisemitismo. Viena era, también, una ciudad neurótica llena de ansiedad, con un sentido de inseguridad y desigualdades. A menudo toda la belleza de aquel lugar no era más que adornos y decoraciones que escondían un vacío moral. En pocas palabras, a inicios del siglo XX su cultura estaba completamente corrupta y su civilización en decadencia y descomposición.

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Karl Kraus, un extraordinario crítico cultural que residió en la ciudad, realizó una aguda observación sobre la Viena de 1900: “Es un laboratorio de investigación para la destrucción del mundo”. Palabras proféticas, pues no mucho después el príncipe heredero de la Casa de los Habsbugo fue asesinado por un nacionalista de origen serbio en junio de 1914; Europa explotó y la Primera Guerra Mundial daba inicio. Después de la Primera Guerra Mundial, Viena fue uno de los lugares de mayor efervescencia del creciente movimiento fascista y Adolfo Hitler fue recibido con entusiasmo por millones de personas tras la ocupación de Austria en marzo de 1938.

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La Primera Guerra Mundial fue el punto de inflexión en las carreras de dos hombres nacidos y educados en Viena, Robert Musil y Ludwig Wittgenstein. Antes de la guerra ambos deseaban ser ingenieros. Musil estudió física e ingeniería mecánica y, después de sus estudios, trabajó por un tiempo en un laboratorio. Wittgenstein se licenció en ingeniería, en Berlín, y después se dirigió a Manchester, Inglaterra, a estudiar aerodinámica, dado que su sueño era volar su propio aeroplano. Cuando la guerra estalló, ambos tuvieron que cumplir su servicio militar y hasta tuvieron que combatir en el campo de batalla. En ese preciso momento, en plena zona de guerra, ambos perdieron la confianza en los elementos de fe con los que habían crecido, como hijos de dos familias de clase acomodada en Viena: que el hombre es un ser razonable, que la ciencia y tecnología sólo traerían progreso, que la combinación de ciencia y tecnología con la prosperidad económica son los pilares de la civilización, que uno mismo debe ajustarse a una moralidad burguesa-religiosa que no debe ser puesta en duda.

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Musil y Wittgenstein deseaban ser ingenieros dado que para ellos la ingeniería era una manera de contribuir al progreso de la humanidad. No obstante, en el campo de batalla llegaron a la impactante conclusión de que muchos de los valores e ideas en los cuales creyeron alguna vez resultaron no ser ciertos. Su civilización, literalmente, colapsaba frente a sus ojos y sus pilares ya no podían sostenerla. Los muchos cuerpos muertos alrededor de ellos eran los testigos silenciosos de una verdad amarga: la ética fundamental de una cultura, que debe ser la base firme sobre la cual se construye la civilización, no estaba más aquí. La cultura estaba corrompida y privada de ética.

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De manera independiente, dado que nunca se conocieron, ambos decidieron que todavía deseaban ser ingenieros, pero serían la clase de ingenieros que construirían una nueva civilización basada en una cultura que tuviera a la ética en el núcleo de su estructura. No obstante, su decisión los confrontaría con una pregunta fundamental: ¿cuál es la ética verdadera en un momento en que la moralidad de un mundo capitalista y católico era expuesta como un fenómeno sin sentido y vacío, que no había sido capaz de impedir una guerra mundial (ni tampoco impidió una escandalosa desigualdad social)?

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Entonces, Musil decidió ser novelista. Utilizaría su entrenamiento como ingeniero civil para ser tan preciso como fuese posible en sus observaciones, para preguntar aspectos críticos, ser claro y exhaustivo, para escribir la novela épica que él deseaba, con el fin de explorar la naturaleza del hombre, la naturaleza del mundo en el que él vivía, por qué su cultura se volvió tan corrupta y qué debe de hacerse para efectuar la transformación de ser capaz de construir un nuevo mundo y la ciudad del hombre, en la que cada ser humano pudiera vivir su vida con dignidad.

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Su novela El hombre sin atributos se construye alrededor de los sucesos de 1913, en que el pueblo austriaco es secretamente informado de la celebración que tendrá lugar en 1918, para conmemorar el 35 aniversario del reinado del emperador Guillermo II de Prusia. Los austriacos caen en cuenta de que en ese mismo año, el emperador Francisco José celebrará su aniversario número 70 como emperador de la Casa de los Habsburgo, y con ello se disponen a mostrar al mundo que son más grande que el pueblo alemán.

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Un pequeño grupo de ciudadanos forman un comité que incluye a un hombre de negocios, un general, un banquero, un ingeniero (quien es el protagonista de la novela) y una dama muy refinada que administra el comité. Se reúnen de manera regular para pensar en un plan que denominan “¡La acción paralela!”, lo que se transforma en la búsqueda de la gran idea.

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Cuando Musil escribe esta novela hace el siguiente apunte: “Cada era debe de tener una guía, una razón de ser, un balance entre la teoría y la ética dado que la edad del empirismo ha fallado”.

Esta acotación revela el verdadero objetivo de la búsqueda ficticia de la Gran Idea: ¿cuál sería ahora la idea fundamental del bien común?, ¿cuál es la base de la ética que ofrecerá cohesión social sin la cual no puede haber civilización humana?

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La edad del empirismo falló porque, como Musil ahora lo sabe, la ciencia y la tecnología no pueden proveer una respuesta a estas preguntas. Pero entonces, ¿quién lo hará? Tristemente, Musil no encontró la respuesta. Su novela, que alcanzó las 2 mil páginas, se queda inconclusa cuando Musil muere en abril de 1942, justo en la mitad de la Segunda Guerra Mundial, que marcó el fin de la civilización humanística en la que alguna vez creyó.

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La vida Wittgenstein, el otro ingeniero, también tuvo cambios cuando éste se protegía en las trincheras del frente ruso. Durante sus estudios en Inglaterra, Wittgenstein conoció al matemático y filósofo inglés Bertrand Russell, quien influyó en su fascinación por los principios de la matemática y la lógica. Cuando estalló la guerra en 1914, Wittgenstein se encontraba inmerso en la escritura de su tesis sobre la naturaleza de la lógica. Sin embargo, en junio de 1916, en pleno campo de batalla y bajo fuego, una gran pregunta existencial brotó en su mente y escribió en su diario: “¿Qué es lo que sé acerca de Dios y del sentido de la vida?”. A lo que le siguieron los siguientes apuntes:

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“Sé que este mundo existe”.

“Sé que estoy colocado en él, como mi ojo en su campo visual”.

“Sé que algo en él es problemático, y a eso le llamamos su sentido”.

“Sé que el bien y el mal están de algún modo ligados al sentido del mundo”.

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En ese momento Wittgenstein se convirtió en un hombre diferente. Obsesionado con sus propias preguntas, sabía que tendría que vivir su vida siendo un filósofo y, a la manera de un maestro, trataría de encontrar respuestas —y ayudar a otros a encontrarlas— cruciales para ser capaces de reconstruir la civilización.

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La guerra siguió y Wittgenstein continuó pensando no sólo en la naturaleza de la lógica, sino también en la naturaleza de la ética, siendo ambas condiciones del mundo. Al final de la guerra, con el imperio de la casa de los Habsburgo en pleno colapso, Wittgenstein fue enviado al frente de guerra italiano, donde fue capturado y hecho prisionero. Fue ahí donde finalizó su tesis, la cual tituló Tractatus Logico-Philosophicus (Tratado Lógico-Filosófico). Este libro se convertiría en el más conciso al respecto, además de ser uno de los libros de filosofía más discutidos e influyentes del siglo XX.

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El propósito de esta obra es definir qué puede ser nombrado y qué no. Ésto es esencial para Wittgenstein, pues lo remite a sus temibles preguntas: “¿Qué es lo que sé acerca de Dios y del sentido de la vida?, y ¿cuál es el conocimiento del bien y del mal?”.

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Si la respuesta a estas preguntas no puede ser puesta en palabras, entonces todo lo que pretende nombrarla (doctrina religiosa, ideologías políticas, sistemas legales) es fundamentalmente una mentira y ¡en lugar de cultivar una ética la corrompen!

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Al igual que Musil, Wittgenstein también tuvo que llegar a la conclusión de que la ciencia nunca sería capaz de contestar a sus preguntas. En su Tractatus Logico-Philosophicus escribe: “Sentimos que aun cuando todas las preguntas científicas fuesen contestadas, los problemas de la vida seguirían sin ser abordados en absoluto” (6.52). Continúa: “La totalidad de la concepción del mundo moderno se basa en la ilusión de que las llamadas leyes naturales pueden explicar los fenómenos naturales”.

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Más adelante, Wittgenstein llegó a la conclusión de que la ética verdadera (que para él representa “el deber con uno mismo”), junto con el sentido de la vida, nunca podrán ser reducidos a oraciones, fórmulas, definiciones, reglas o sistemas legales. En su En su Tractatus Logico-Philosophicus escribe: “Es claro que la ética no puede ser puesta en palabras. La ética es trascendente. ética y estética son una sola”.

La famosa premisa que cierra su Tractatus Logico-Philosophicus nos dice: “De lo que no podamos hablar debemos callar”, con lo cual quiere decir: ¡la ética no es lo que dices, sino lo que haces! Tanto ética y estética son una porque la poesía, las artes, el lenguaje de las musas es el único lenguaje que puede dar expresión al significado; en el lenguaje se experimenta el significado.

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No obstante, como en la Viena de su tiempo y los valses de Johann Strauss II, las artes cultivadas no son más que una belleza sentimental que tiene que proveer entretenimiento, placer y emoción, pero que no ofrece verdad ni comprensión ni sentido; el arte también ha llegado a ser parte de una cultura que es corrupta y de una civilización decadente que pronto llegará a su fin.

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Antes de realizar una mirada crítica a la cultura y civilización de nuestro tiempo, quisiera retroceder un poco más en la Historia y extenderme más al sur de Europa, a una de las más hermosas ciudades del mundo, Florencia. En la Florencia de principios del siglo XVI nos encontramos de nuevo con nuestro amigo, el filósofo Nicolás Maquiavelo.

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Es importante para nosotros conocerle un poco mejor, ya que él también, sin ser un ingeniero como Musil o Wittgenstein, puede ayudarnos con sus ideas a entender cómo construir una civilización, gracias a dos motivos que constituyeron para él un asunto clave.

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Primero, porque vivió en un periodo de nuestra Historia en el cual Italia fue el campo de batalla de Europa. Había invasiones en curso, guerras civiles, convulsión política y, como siempre, la gente común pagaba el precio más alto. Segundo, porque tratando de encontrar una respuesta a cómo restaurar la civilización en una época como ésa, estudió la historia del Imperio Romano, ansioso por conocer cómo este gran imperio había llegado a su fin. Mucho antes de que el historiador inglés Edward Gibbon escribiera su libro Fall and Decline of the Roman Empire (La Caída y el Declive del Imperio Romano), Maquiavelo había concluido que el fin del Imperio Romano y su civilización, no se debía a las invasiones bárbaras. Los verdaderos bárbaros ya estaban dentro de Roma para entonces, habitando un mundo de poder que se volvió completamente corrupto.

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Al confrontar su época con la historia del Imperio Romano, Maquiavelo descubrió lo que describe en su Discorsi: la corrupción es como el tifus: al principio es fácil de curar pero difícil de reconocer; más tarde, es fácil de reconocer, pero muy difícil de curar. También observa que una de las raíces de la corrupción es una desigualdad sostenida y la concentración de todo el poder concentrado en pequeñas élites. Las personas son corrompidas fácilmente debido a su deseo de satisfacer intereses propios y de hacer su vida más fácil. El cultivo de las virtudes es, sin duda, más difícil, así como raro es encontrar el coraje para ser valiente.

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La gente es fácilmente corrompida, dado que tiene, en general, la inclinación a ajustarse al mundo del poder tal como está. Sin embargo, ¡escasamente las personas son conscientes de que este conformismo constituye la banalidad de la mal! Cuando una sociedad cede a la idea de que “el poder es lo correcto”, entonces es inevitable que los vínculos morales desaparezcan, junto con la cohesión social, dando lugar a la aparición del resentimiento, el odio y la violencia.

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Maquiavelo no tenía duda de que cualquier forma de corrupción es una amenaza para la integridad individual y el autoconocimiento, dado que crea una suerte de falsa conciencia. Nadie se declarará corrupto o corrupta; todos tendrán su explicación y justificación de lo que en esencia es moralmente incorrecto. Siempre la mejor excusa será decir: ¡es legal! En consecuencia, Maquiavelo alerta que cuando la corrupción se desarrolla e invade la cultura de una sociedad, las leyes no serán de ninguna ayuda para contrarrestarla, ya que éstas también serán corrompidas con lo que ¡las nuevas leyes dejarán de ser de ayuda alguna! Es interesante observar que alrededor de 150 años después, el filósofo holandés Baruch Spinoza llegó a la misma conclusión en su libro acerca la naturaleza de un buen estado: “Quien busque regular todo por la ley despertará vicios en vez de reformarlos”.

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Obviamente no fue suficiente para Maquiavelo hacer un análisis de dónde procede la corrupción y qué efecto genera en la sociedad. Al igual que Musil y Wittgenstein, Maquiavelo deseaba saber cómo construir un mundo mejor. Esto se empieza con la pregunta: ¿cómo detener la corrupción?, a lo que nos ofrece una respuesta interesante:

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“Dado que todas las cosas hechas por el hombre, imperios y civilizaciones incluidas, tienen un tiempo límite de vida, el único camino para hacerlas duraderas es si sus instituciones se pueden renovar a sí mismas. El mejor camino para revivir una institución envejecida y prevenir su descomposición es acudir a sus primeros principios, dado que debió haber en ellos una cierta excelencia por virtud de la cual una vez ganaron su primera reputación y crecimiento.”

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El filósofo español Jorge Santayana realizó un reconocido apunte al respecto: “Aquéllos que no reconocen su pasado, están condenados a repetirlo”. Ahora sabemos que Maquiavelo, sin duda, estaría de acuerdo con Santayana. En este sentido, ¿qué podemos aprender de las reflexiones de Maquiavelo acerca de cómo identificar la corrupción, que como decadencia de lo concreto, destruirá durante un largo tiempo y casi de manera imperceptible la estructura social de la civilización? ¿Cuáles son las lecciones que extraemos de los ingenieros Musil y Wittgenstein, quienes vivieron la primera mitad del siglo XX y quisieron contribuir a la reconstrucción de una civilización que había perdido su base moral? Acaso no queden lecciones para nosotros, ya que ¡Musil y Wittgenstein llegaron tarde a la cita!

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Demasiado tarde, ya que después de dos guerras mundiales libradas en Europa, el mundo había cambiado radicalmente. Viena ya no se erigía como la capital del imperio de la casa de Hasburgo, toda vez que éste había dejado de existir. De la misma forma, Vienna dejaría de ser la capital cultural del mundo, ya que, al igual que Alemania, había destruido a su élite cultural, de mayoría judía. La cultura europea había perdido su credibilidad a los ojos del mundo, mientras que su corrupción era ejemplificada por los muchos intelectuales y académicos que, sin dudarlo, abrazaron a las élites del poder del totalitarismo.

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Tras haber dominado el mundo durante siglos, Europa ya no era el centro del mundo. El centro de gravedad se había desplazado a los Estados Unidos de América. Washington D. C. se erigía como la capital política de Occidente, mientras que Nueva York era ahora el centro financiero; con ello cambiaba también una visión del mundo moderno así como el ideal de la civilización. Ya no se trataba de imperios, sino de una república y su democracia. Ya no se trataba de una obsesión con las tradiciones, sino con una apertura hacia todo aquello que fuese fresco y nuevo. Ya no se trataba de una cultura clásica, sino de una cultura popular. Ya no se trataba del estudio de poetas y filósofos, sino de un conocimiento científico, tecnológico y económico. Ya no se trataba de una cultura aristocrática sino comercial que celebraba el triunfo del capitalismo. Con la nueva visión del mundo moderno llegaron nuevos ídolos, nuevos héroes con los que la sociedad podía identificar su propio ideal. Hasta la Primera Guerra Mundial, Beethoven era un ídolo en Europa. Su vida y música consituyeron la fuente de inspiración de muchas revoluciones del siglo XIX. A comienzos de la decáda de los treinta y los cuarenta en el siglo XX, ya con Estados Unidos como la nueva superpotencia, un nuevo ídolo nacía con el que el grueso de la sociedad estadounidense podía identificarse: ¡Supermán! Supermán encarna la idea de que con buenas intenciones y un superpoder todo el mal del mundo será eventualmente destruido.

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La americanización del mundo, con su nueva cultura, traería consigo nuevos valores que dominarían a la sociedad occidental hasta nuestro días: materialismo, pragmatismo, utilidad, productividad, cantidad, felicidad, practicidad, fe en la tecnología, así como los valores científicos.

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Un ingeniero estadounidense, contemporáneo de sus cólegas europeos Musil y Wittgenstein, quiso al igual que ellos emplear sus habilidades para hacer de la sociedad estadounidense una más humana; así se convirtió en un arquitecto de fama mundial. Pero, al igual que sus colegas europeos, se decepcionó de la cultura en la que estaba inmerso y ejerció su crítica hacia ella. En 1957, a la edad de 90 años, Frank Lloyd Wright publicó su obra Testament, un recuento íntimo acerca de los sucesos de su vida y sus experiencias con la arquitectura en los Estados Unidos.

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Este pequeño libro da testimonio del hecho de que no mucho ha cambiado en Estados Unidos desde que el poeta Walt Whitman escribió acerca de su país en el siglo XIX: “Creo que la democracia de nuestro Nuevo Mundo, aún cuando sea exitosa en elevar a las masas de su lodazal a través del desarrollo materialista de sus productos y ciertamente en una altamente engañosa intelectualidad popular superficial, es, hasta ahora, un absoluto fracaso en cuanto a su aspecto social, así como en sus enormes consecuencias religiosas, morales, literarias y estéticas”.

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En Testament Frank Lloyd Wright describe a la era estadounidense como “la era de la máquina”, en la cual la creación es reemplazada por la innovación, el arte por la tecnología, la religión por la ciencia y el culto a la calidad se sustituye por la celebración de la cantidad o materialismo numérico, como lo nombra Wright. En Estados Unidos, apunta Wright, existe una obsesión con las leyes y una industria de abogados a pesar de que la justicia no existe. La presión para adaptarse es fuerte y como resultado existe una pérdida de individualidad y de libertad.

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La convicción de Wright es que un arquitecto “debe de ser inspiración, ser un líder libre para personas libres dentro de un país libre, así como ¡todo edificio erigido debe de servir como liberación de la humanidad, a partir de la liberación de las vidas de los individuos!”. Sin embargo, la verdadera arquitectura casi ha desaparecido, ya que en Estados Unidos la arquitectura se ha estandarizado y cedido ante los intereses políticos y corporativos. Lo que más inquieta a Wright es la “deficiencia humana capitalizada por la educación estadounidense” y sus efectos en la educación de jóvenes arquitectos, quienes ya no son entrenados para ser intérpretes creativos de la vida, con la función de humanizar a la sociedad, sino que son entrenados para generar tanto dinero como sea posible con arquitectura prefabricada.

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Aunque hemos transitado de la era de la Máquina a la era digital, esta cultura de la que nos habla Wright, sus valores, su visión del mundo y su pedagogía todavía se extienden a nuestra cultura actual, a nuestros valores, a nuestra actitud y a nuestra propia pedagogía. Frank Lloyd Wright escribió Testament hace seis décadas y su obra no ha perdido vigencia alguna en nuestro tiempo. La cultura europea perdió credibilidad y su reemplazo por una cultura comercial, encarnada en una nueva trinidad dada por la ciencia, la teconología y el dinero (todos ellos representados en la figura del semi-dios Bill Gates), no es, tristemente, la mejora necesaria para contar con una base moral firme que permita perdurar a la civilización occidental.

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La antigua cultura europea se corrompió, pero nuestra cultura moderna, científica, liberal y comercial, crea la corrupción. Crea corrupción en tanto que lo que cultiva (utilidad, materialismo, felicidad, éxito) están privados de cualquier valor moral, verdad metafísica y sentido. Esto se debe a este sinsentido, a este vacío que se cierne al centro de nuestra cultura y al hambre por entretenimiento, juegos, emoción, dinero, así como al culto a la celebridad y al amor al poder, el poder seductor de los abogados. And last but not least, a la crisis de opioides al otro lado de la frontera y a la cultura de las drogas de este lado de la frontera.

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Maquiavelo estaba en lo correcto: con la pérdida de un vínculo moral, la cohesión social desaparecería. Además acertó cuando detectó la desigualdad como una de las causas de la corrupción. Con la desigualdad viene el egoísmo, pero también el miedo, la xenofobia, el odio, el resentimiento, causas todas bien conocidas de una nueva revuelta de las masas que se ha estado extendiendo sobre Occidente y que ya engendró a un nuevo fascista en la figura de Donald Trump, elegido presidente de los Estados Unidos de América.

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No obstante, la mayoría de los corruptos son aquéllos que reconocen un solo dios, el dios “MÁS”, dado que nunca tienen suficiente. Estos creyentes se encuentran mayoritariamente entre las élites de nuestros días, ya que ellos están principalmente interesados en tener más poder y más dinero. Las élites en nuestra sociedad nunca cambiarán nuestra cultura, debido a que tan pronto como eso suceda, ellos mismos, sus amigos, sus familias, sus negocios, perderán todo su poder y, lo peor para ellos, montones de dinero. En una frase: Las élites del poder nunca resolverán la crisis dado que ellos son la crisis; su mentalidad es la crisis.

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El problema real es que demasiada gente en nuestra sociedad siempre se ajustará a las élites del poder dado que “el mundo es como es” y se debe ser obediente.

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El poeta inglés Percy Bysshe Shelley describe esta actitud más elocuentemente en su verso:

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El poder, como una pestilencia desoladora

contamina todo lo que toca: y la obediencia,

perdición de todos los genios, virtudes, libertad, verdad,

hace esclavos de los hombres y de la estructura humana,

un autómata mecanizado

(Queen Mab, Canto III)

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El pretexto más común es: “No puedo evitarlo”. Y esto es real para cualquiera que ha pospuesto el conocimiento del bien y el mal y prefiere conveniencia sobre conciencia.

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“¡Sí, pero es legal!” es otro pretexto conocido para participar en una sociedad que se corrompe. Maquiavelo, como antes los hicieron Spinoza y Wittgenstein, ya había explicado que en una sociedad corrupta las leyes se corrompen también ya que dejan de servir a la justicia.

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Si en nuestros días, la cultura promueve únicamente la corrupción en vez de erigirse como la base de la civilización en la que todos puedan vivir una vida digna, entonces, ¿qué es lo que los hombres y mujeres de bien deben de hacer para convertirse en los ingenieros de una nueva civilización?

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Pues bien, comencemos con la revisión de los ejemplos de nuestros amigos en Viena, Musil y Wittgenstein. Mantengamos presentes las enseñanzas de Maquiavelo para luchar contra la corrupción: ¡todo comienza con la regeneración de las instituciones!

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Frank Lloyd Wright dio en el clav en el momento en que menciona el impacto que la corrupción ejerce sobre la educación como su principal inquietud. Nuestro sistema educativo, en particular nuestras universidades, son las primeras instituciones que necesitan revisitar sus principios, ya que éstos se encuentran completamente corrompidos.

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Las universidades más prestigiadas a nivel mundial se han convertido en una industria que oferta la educación como un producto, lo que significa en la práctica que todo sirve para generar dinero y nada más que eso. Por otra parte, lo que queda de las ciencias humanísticas (campo de estudio en el que no se puede generar dinero) con frecuencia no constituye más que la pseudociencia de una ideología vacía que se esconde detrás de la vasta jerga académica y un sinnúmero de notas al pie de página.

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Sin embargo, el primer principio de una universidad es proporcionar una educación dentro de la universitas, idea e ideal que Cicerón resume en una frase: cultura animi, philosophia est, es decir, “el refinamiento del alma humana es la búsqueda de la sabiduría”.

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Una búsqueda que, de acuerdo con Sócrates, comienza con el autoexamen, dirigiendo preguntas críticas hacía uno mismo para ganar una comprensión y sentido, para aprender como pensar y estar en sintonía dentro del mundo de las artes, ya que éstas hablan el idioma del corazón humano. La educación liberadora reconoce la moral universal y los valores espirituales, así como la unidad de la humanidad y que todo ser humano tiene el derecho de vivir su vida con dignidad, así como que todos somos los guardianes de nuestro prójimo.

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Una educación basada en la universitas es una educación cimentada en la nobleza del espíritu: se trata de un ejercicio de vivir la propia vida en la verdad, de hacer justicia y generar belleza, todo encaminado al mejoramiento de uno mismo.

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He aquí la gran idea que Robert Musil pretendía recuperar en su novela inconclusa El hombre sin atributos, como una suerte de contribución a la ingeniería de una nueva base moral para este mundo.

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La regeneración de las universidades, es decir, la recuperación de su principio fundamental, es aún más importante, ya que nuestro mundo político moderno no puede y no se regenerará jamás, por el simple hecho de que ¡todos los partidos políticos florecen dentro de la corrupción! Ellos son la máxima expresión de la conciencia corrupta. Para que nuestra sociedad recupere su integridad emocional e intelectual se requiere, por sobre todo, de mujeres y hombres libres, pero también autónomos, con una mente independiente y que realmente se ocupen de cultivar el bien común. ¡Ellos son los verdaderos ingenieros de la civilización!

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Para convertirse en uno de ellos, basta permitir que Ludwig Wittgenstein sea su guía y nunca olvidar que el conocimiento del bien y el mal existe y que se encontrará en la búsqueda del sentido de la vida, pero que eso no algo de lo que se hable sino que se lleva a cabo. O como Wittgenstein dijo alguna vez: “Mejórate a ti mismo, eso es lo mejor que puedes hacer para mejorar el mundo”.

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Ofrezco un ejemplo final de lo que implica contar con un espíritu de ingeniero de la civilización. Se trata de un libro escrito dos mil años atrás, una historia que se convirtió en el mito fundacional del Imperio romano: La Eneida. En ella, Virgilio nos relata la historia de Eneas, y de cómo éste le implora a su viejo padre que lo acompañe para salvarse del fuego griego que ha asolado a su ciudad natal, Troya. Su padre es muy viejo y débil, así que Eneas decide cargarlo en sus hombros para huir de la ciudad en llamas mientras le dice: “¡Sin importar lo que ocurra, padre mío, yo cuidaré de tu vida!”.

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El cuidar no sólo de uno mismo, sino de un hombre débil y viejo, de tu padre, de tu patria; eso es lo que los ingenieros de la civilización llevan a cabo.

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Traducción de Berenice González

Ilustración: Boligán

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