La verdad última de Philip Roth

May 26 • destacamos, principales, Reflexiones • 10132 Views • No hay comentarios en La verdad última de Philip Roth

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¿Por qué un escritor tan estadounidense como lo fue Philip Roth, fallecido el pasado 22 de mayo en Nueva York, nos resulta tan cercano?, se pregunta este ensayo —que recurre a la comparación con la obra de Don DeLillo— sobre el autor de El lamento de Portnoy, El teatro de Sabbath y Pastoral americana, entre otras novelas capitales de la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI

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POR JAIME MESA

                     ////////////////////A Paco Barrientos, por la desesperación vital de extrañarte.

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“Mira esto. ¿Quién lee libros como éstos?”, le dijo Philip Roth a Charles McGrath del New York Times para una entrevista que saldría publicada en enero de 2018. Roth sostenía la edición que Mondadori había hecho con las traducciones italianas con títulos como El lamento de Portnoy y Zuckerman encadenado. Y su duda era razonable. En estos tiempos en que las pantallas y el espectáculo son la religión, ¿quién tiene interés y tiempo de leer novelas largas, elaboradas, difíciles, que cuentan un mundo en lugar de hacerlo aparecer de manera instantánea? El propio Roth ya antes había dicho: “Los lectores van a desaparecer. Seguirá habiendo novelistas que seguirán escribiendo, pero serán leídos por menos y menos gente. Tiene que ser así, simplemente hay demasiadas pantallas”. Es una declaración sin miedo, sin rencor, sin asombro. Como cuando un cuidador de parques salvajes les explica a los jóvenes la forma en que una leona caza y mata a una gacela. La piel se rasga, los pulmones dejan de recibir oxígeno, la vida acaba. Ese “tiene que ser así”, que podría hacer saltar por los aires a las buenas conciencias apaciguadas por la inercia literaria, deja ver un conocimiento profundo y amplio del mundo y de la condición humana. Es lo natural. Hacia allá vamos. Que nadie tenga miedo. Probablemente fue esa y otras ideas las que lo llevaron a anunciar en 2012 que se retiraba de la escritura. “Se acabó la lucha con la escritura”, decían, tenía pegado en un post-it en el departamento en que habría sido imposible vivir cuando escribía (muchas visitas, mucha atención): en el Upper East Village de New York. Ese acto ceremonioso era una declaración de principios porque, supongo, la decisión ya se había dejado ver antes porque desde el 2010 ya no escribía. Pero en su caso, se necesitaba ese protocolo porque el mundo se estaba quedando sin la voz de uno de sus grandes testigos. De alguna forma estaba al tanto de su “deber”. Advierto que, según leí en sus declaraciones posteriores, no había ni una mínima señal del fracaso. Aunque sí de lucha, de desgaste, de heridas, que son otro nombre para ciertos triunfos vitales. Volvía, de nuevo, el observador crítico: “Todos los talentos tienen sus límites”. Era un escritor que sabía lo que hacía. Siempre lo supo. Fue uno de los pocos que llevaron ese hecho del escritor de “estar consciente” de él y del mundo todo el tiempo hacia las últimas consecuencias. Una clave, según Zadie Smith, es que Philip Roth siempre dijo la verdad. Ésa, me parece, es la fuerza de sus libros. La honestidad diáfana para revisarse y revisarse el mundo, quizá, a partir de él. Removió, por ejemplo, las entrañas de la comunidad judía cuando afirmó en uno de sus libros que la respuesta al Holocausto es que deberían salir de Israel, abandonarlo, y volver a los países europeos de donde habían salido. Todo mundo saltó. Justo como todo mundo saltó luego de la publicación de esa obra maestra, esa autoconfesión que escribió para limpiarse y seguir escribiendo, que es El lamento de Portnoy (1969). Tanto falo, tanta masturbación, tanto infierno salvaje no eran posibles. Aunque también con su primer libro, Adiós, Columbus (1959), fue con Portnoy que la gente empezó a revisar la vida de Roth a través de sus alter egos. Philip Roth escribía con tanta honestidad diáfana que no podía no ser cierto que eso fuera real. Ahí era un germen, algo que ocurrió de manera indirecta. Ese judío sin identidad e hipersexual quién es. ¿Cómo se atreve? Luego llegaron los alter egos en forma: Nathan Zuckerman y David Kepesh, su ser ficcionalizado, el sexo, el cáncer, el engaño, la infidelidad, la familia, el maldito deseo masculino que, probablemente, ha sido la piedra angular de su literatura. Tantas frases hechas se han gestado alrededor de la figura de Roth (“no era exactamente un escritor sino una literatura”), que me da gusto que su propia obra las derribe. Aunque hayamos escuchado cientos de veces que la obra de Roth y en especial El lamento de Portnoy describa y presente la sexualidad masculina, días después de su fallecimiento una amiga cercana me contó que su papá le había dado un ejemplar de esa novela y que ella no había podido dejar de pensar en su propia sexualidad y en que pocos escritores como él habían logrado explorar la “sexualidad femenina”. La paradoja Roth, una vez más. Me gusta pensarlo así. Un escritor que atisba el fin de una época de literatura escrita, sin remordimientos. Un escritor judío y norteamericano que, como pocos, es leído muchísimo en México y otras partes de Latinoamérica. Muchas veces, en mi temprana juventud, me preguntaba cientos de veces por qué un escritor tan ajeno a mí, a mi cultura era tan cercano. ¿Por qué hablaba de cosas que me pertenecían y las removía con tanta soltura? Eso pasa pocas veces y ocurre siempre con los grandes autores. ¿Qué supo Dostoievski sobre el alma mexicana o peruana o china? Todo, así como Philip Roth. Cualquier obra maestra es reescrita millones de veces por sus lectores y puesta al día según le época y la sustancia particular de cada vida.

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Una idea central en mi exploración y mi entendimiento ante la obra de Philip Roth es la comparación. La lucha de opuestos. Juan Rulfo puede ser entendido revisando a Juan José Arreola y viceversa. La posmodernidad de David Foster Wallace no se percibe del todo si no se opone al realismo recalcitrante y tradicional de Jonathan Franzen. Así, nunca he podido pensar en Philip Roth y sus logros sin atraer a mi mente a Don DeLillo. Ambos, gemelos malignos y distantes cuyas particularidades, desde polos opuestos, los unen más. Roth nació en Newark en 1933; DeLillo en New York en 1936. Estrictos contemporáneos han ganado, casi, los mismos premios dentro o fuera de Estados Unidos y, como signo maldito, el Premio Nobel se les ha negado en repetidas ocasiones. Pero la zona más importante de su “coincidencia diferente” es la observación con la que atisban el mundo. Lo que ha hecho Don DeLillo, a través de novelas (unas 17) tan importantes como Ruido de fondo, Submundo, Libra, Falling Man o Zero K, ha sido pintar un enorme mural politemático en donde los temas más importantes, a lo Tolstói, tienen que ver con el enfrentamiento del hombre con la historia, las necedades de vivir en una cierta época, y la revisión minuciosa del anonimato célebre que el espectáculo, la televisión y la cultura popular nos otorgan. Aunque trata historias de familias, parecen más bien ejemplos tomados al azar para escenificar un tono existencial y sus caídas. Se mira lo italiano, lo norteamericano de DeLillo, pero no lo blanco del hueso de su alma. Si bien no es una mirada a vuelo de pájaro, la cámara o el catalejo usan un gran angular para mostrarnos el gran panorama. La excentricidad en DeLillo es un síntoma de afuera. La trama de Submundo se “reduce” a la búsqueda de una pelota de beisbol a través de los últimos cincuenta años del siglo XX norteamericano. Sus hipótesis en el sentido de que los restos de civilizaciones que están en los museos no son más que basura presumen una mente hacia afuera que de lo general a lo particular. Al contrario, Philip Roth es un autor tan íntimo en sus búsquedas que desoye la fuerza global para concentrarse en un microscopio dirigido a su centro y a sus dolores (a lo Dostoievski). Sin proponerse una autoficción o sus variantes, se expone a sí mismo para revisar con esa radiografía personal al mundo. Lo curioso en Roth, la marca de la casa, es que aunque el hilo fantasma con el que zurce su literatura es su propio ADN, las demostraciones son completamente ficcionales. Lo dejó muy claro en una ocasión cuando manifestaba que el escritor no sólo escribe de lo que le pasó o de lo que le pasa sino de lo que le gustaría que le pasara. Así, ese hombre duplicado e inexistente, que es sólo una posibilidad, se vuelve un ensayo de la existencia. El “yo” de Philip Roth es un invento, una presunción de que con la literatura se abren otras posibilidades que jamás serán ciertas pero, al imaginarlas, se vuelven verdaderas y reales. Esa es la verdad última de Philip Roth. La posibilidad de que en historias de judíos norteamericanos, de revoluciones sexuales presuntamente masculinas, de monstruos rabelesianos (El teatro de Sabbath), de personajes que son tan íntimos, tan locales, tan polarizados nos encontremos todos. La macrohistoria de Estados Unidos (y de alguna forma del mundo contemporáneo) está revisada por Don DeLillo. Y la microhistoria de Estados Unidos (y del alma contemporánea) fue revisada por Roth. Alfa y Omega (cuya escisión claramente es Thomas Pynchon, el Espíritu Santo, si se quiere) de la historia existencial de nuestras vidas.

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Me gusta pensar que aquello que vislumbró Philip Roth de que las pantallas (y el espectáculo) vencerán a la literatura y despoblarán el mundo de lectores, esa noción íntima, será descrita en alguna novela por Don DeLillo. Esa proyección, esa visión, que pocas veces apareció en la obra de Roth, es la médula de la obra de DeLillo. El hecho de que Roth, en lugar de la preparación de unas “obras completas”, que las tiene, estuviera atendiendo a David Simon, el responsable de esa serie oscura y enorme que es The Wire, porque está realizando una miniserie sobre La conjura contra América me parece que ni siquiera Roth podría haberla escrito como lo podría hacer DeLillo. Los gemelos malvados seguirán haciendo de las suyas por mucho tiempo.

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Al final de su vida, Philip Roth se volvió un lector de tiempo completo. Tengo la impresión cuando pienso en sus últimas semanas o meses de que se puso a leer los libros finales, los indicados, los que estaban por cerrar una era. Y es curioso que, según cuenta, esos últimos libros son predominantemente de historia, casi nada de ficción. “Me pasé toda mi vida productiva leyendo narrativa, enseñando narrativa, estudiando narrativa y escribiendo narrativa”. ¿Entonces por qué terminar una vida leyendo narrativa?

Don DeLillo, el gemelo malvado de Philip Roth. /AP

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El martes pasado, por la noche, se anunció que Philip Roth había muerto por “insuficiencia cardiaca” o algo por el estilo. “Se murió el lector, no el escritor”, pensé. “Se murió un tipo de 85 años que recibía amigos en su casa, escribía correos electrónicos, iba al teatro y a cenar. Un tipo que todos, de una u otra forma queríamos o admirábamos”. Pero la literatura no había sufrido ninguna pérdida. Lo primero que pensé no fue si estaba escribiendo algo o habría inéditos por ahí guardados. Pensé, más bien, si en esas semanas anteriores habría visto algún partido de beisbol y cuál habría sido. Lo pensé humano. Como si se hubiera muerto alguien cercano cuya profesión (contador, doctor, apicultor) no importara. De alguna forma, la “pérdida” había ocurrido ya en 2010. Y una pérdida mentirosa, de lujuria de lector, porque Roth ha dejado un legado de más de treinta novelas y un mundo tan personal e íntimo que ya es universal.

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Zadie Smith ha mencionado las claves del “Rothian spirit”: “tan lleno de gente e historias y risas e historia y sexo y furia”. La conciencia de Philip Roth nos ha traspasado con tantos nombres y posibilidades que para que la muerte de Roth sea realmente proclamada tendría que desaparecer el último hombre sobre la tierra de sus lectores.

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Foto: Philip Roth en Nueva York en septiembre de 2010. / Reuters

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