Samantha, por derecho propio

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Samantha Flores es una mujer trans que en febrero pasado, cerca de cumplir los 86 años, hizo realidad el sueño de abrir un albergue para el adulto mayor gay en la Ciudad de México, donde radica. Aquí presentamos su historia

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POR CELIA GÓMEZ RAMOS

Se hincó frente a ella y agachó la cabeza sobre el templete localizado en la Glorieta a Colón, en el Paseo de la Reforma de la Ciudad de México, rindiéndole un homenaje frente a los otros durante una de las últimas marchas del Orgullo Gay —la de hace dos años—. Samantha, con traje de juchiteca y arriba de un turibús, no sabía qué decir… y eso que ella es experta en relaciones públicas.

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La Supermana, símbolo de la comunidad LGBTTIQ, vestida de heroína con tocado de princesa, elevó la voz y dijo: “Si no fuera por usted, señora Samantha Flores, las mujeres trans no existiríamos”. Y Samantha, a punto de cumplir los 86 años, siempre quiso eso: ser una señora. Ni la reina ni la más bonita, sino parecerse a su mamá, una oaxaqueña con “duende”.

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Fundadora en 2012 de la Asociación Civil Laetus Vitae (del latín, “vida alegre” porque para ella eso debe representar la vejez), Samantha inauguró el 13 de febrero pasado la Casa de Día para el Adulto Mayor Gay en la Avenida Xola número 184-B, colonia Álamos, una zona céntrica y popular de la capital y sueño de sus últimos 18 años. Con capacidad para atender a 20 personas, este albergue diurno tiene como objetivo que el anciano gay no esté solo y tenga un apoyo integral, gratuito. Por el momento abre martes y jueves, de 12 a 15:30 hrs.; y los sábados, de 11 a 14 hrs. El inmueble se encuentra en acondicionamiento y consta de dos habitaciones grandes en planta baja: recepción y salón de usos múltiples (para cine, yoga, charlas, debate y baile), cocineta y baño; en la segunda planta, este jueves, 19 voluntarios reparaban y pintaban otro salón. Las actividades se irán programando conforme los vayan visitando las personas. Al momento, únicamente se proporciona apoyo psicológico. A partir de julio, el último sábado de mes habrá almuerzo y cine-debate.

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Eustolia Godínez y Francisca Camacho Reyes, dos visitantes, comentan que al ver el anuncio exterior, acudieron a platicar. Samantha dice que apenas se colocó el nombre en el exterior, y el emblema en el interior, y eso ha hecho que la gente acuda, aunque también los buscan por el sitio web www.vidaalegre.org. Llama mi atención que el logotipo no mencione la palabra gay, sino sólo “Casa de Día para el Adulto Mayor, Laetus Vitae, A.C.”, y su respuesta es: “Si fuimos discriminados tanto tiempo, no podemos discriminar”. Y enseguida me cuenta que hasta el momento sólo una persona gay ha acudido, mientras que el resto son heterosexuales con necesidad de convivencia. El espacio lo consiguió gracias al apoyo de la sociedad civil, a través de un financiamiento masivo con Donadora. “No puedo salirme a gritar en una ciudad con tantos habitantes que aquí estamos. La gente debe acercarse también, investigar”, eleva la voz, severa.

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Para Samantha el trabajo humanitario y activismo por los derechos LGBTTIQ data de las últimas dos décadas, y comenzó cuando su mejor amigo, Jaime Rentería, quien la introdujo al mundo de los famosos y número uno en las relaciones públicas en México, murió de sida.

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Sobrevivir a la pandemia y observar cómo sus conocidos iban muriendo, la sensibilizó para apoyar a los niños con VIH. Durante algún tiempo pidió dinero para los enfermos con sida al terminar las funciones en los teatros para la organización Ser Humano, A. C. Es así que luego de 22 años, Samantha da charlas en universidades, foros diversos (Fundación Jumex, El Taller, Voces en Tinta, Museo Memoria y Tolerancia), y aun con legisladores, sobre prevención, responsabilidad sexual en los jóvenes, ancianos LGBT+ (canas arcoíris) y transexualismo. En 2012 fue Embajadora de la Dignidad en la Marcha Gay —realizada desde 1978 en la Ciudad de México, donde reside desde 1957–, y no es raro que cuente con el respeto y cariño de la comunidad, aunque ella nunca pensó en la lucha social. “Era una pigmea y estaba en pre-kinder”, dice sorprendida.

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Desde 2016 ha recibido diversos premios, como el Transexualia, de Madrid, por su labor en pro de los derechos de la comunidad transexual. Una imagen suya participó en la exposición 100 fotografías de mujeres trans en la Casa del Lago del parque El Retiro, también en Madrid. Fue jurado y recibió un homenaje en la edición pasada del Festival Les/Gai. En México ha prestado su imagen a una campaña para que los varones se examinen la próstata: “Saberlo no mata: hazte la prueba”. Además, recibió el reconocimiento del Fondo Internacional Trans y del Latin American Pride por su labor por los derechos trans y los adultos mayores, respectivamente. Y ahora dedica su tiempo a la Casa de Día. Dice que si los adultos mayores heterosexuales están muy solos y arrumbados, los adultos mayores gay, con mayor razón. Algunos incluso vuelven al clóset con tal de ser aceptados.

Samantha Flores tiene las puertas abiertas de su albergue a cualquier adulto mayor, sin importar su orientación sexual, en la Avenida Xola 184-B. / Iván Stephens / EL UNIVERSAL

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Su voz suave y cantarina atiende el teléfono. Una vez identificada su interlocutora, la torna potente. “Hay que hacerse la rubia”, dice enseguida y casi la veo levantar la ceja derecha, como cuando enfatiza: “Para lograr las cosas… los amores”. Será por ello que cuando decidió alejarse de su ropa varonil, se platinó el cabello, tono que conserva hasta la fecha. Si antes portaba la cabellera libre y vigorosa, ahora lleva un discreto chongo con bucles a los lados.

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Samantha ha visto cómo los homosexuales en México han luchado por conseguir mayores derechos y libertades (ya no los persigue la policía sólo por ser afeminados; tampoco les roba, golpea o lleva a la cárcel), como ocurría a finales de los años cincuenta, cuando “todo se resolvía con dinero”. En ese entonces “a nadie se le ocurría salir travestida a la calle. Hoy se puede”, dice agitando la cabeza y mirando hacia el horizonte, en ademán de “aquí no ha pasado nada”, aunque haya pasado todo.

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Ella, que por mucho tiempo salía de su departamento con lentes oscuros para no llamar la atención, comentaba hace un par de años, que el camino era largo. Hoy considera, sin embargo, que “se avanza a pasos agigantados y los millennials tienen mucho que aportar”.

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El 8 de agosto de 2015, en una ceremonia íntima, fue al fin rebautizada por la Iglesia Católica como Samantha Aurelia Vicenta Flores García, uno de sus sueños. Tres años antes había obtenido su acta de nacimiento como Samantha, sustituyendo la de Vicente Aurelio, no obstante haber transitado por más de cuatro décadas como dama.

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Escogió el nombre de Samantha por la película High Society (Alta sociedad), de 1956. En ésta, Tracy (Grace Kelly), la protagonista, es llamada “Sam”, así que le pareció el nombre ambiguo perfecto. Aurelia, por su abuelo materno, y Vicenta, por su padre.

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En 2012, cuando Samantha obtuvo su acta de nacimiento, había que demandar al Juez de lo familiar para la reasignación de sexo. Para ello debía hacerse un examen psicológico y otro físico. Todos estos trámites tenían un costo. Sus padrinos desembolsaron 30 mil pesos. Y como el Ministerio Público no se presentó, tuvieron que hacer otra cita por la que tuvieron que pagar 12 mil pesos más. A seis años de distancia, el acta se obtiene el mismo día, acudiendo al Registro Civil pagando la módica suma de 36 pesos, sin evaluaciones ni demandas.

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Nacida en 1932, Samantha rememora su vida. Aunque ella nunca pensó en la acción social, la inició apoyando a los que la cobijaron, sus amigos. Quizá por ello, cuando en el año 2000 se acercaron a ella Manuel Oropeza y Leo Ramírez, fundadores de la diversidad sexual del PRD, y le propusieron promover un albergue para ancianos gay, al ver su labor por los niños con VIH, Samantha hizo suya la idea. Primero la asesoraron; después cada quien tomó su rumbo. Ella decidió que ese sería su motor, para abrir camino. Comenzó entonces a prepararse y a participar.

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Originaria de Orizaba, Veracruz, una ciudad que en aquel entonces tenía 42 mil habitantes, con gran peso de las tradiciones religiosas y los valores machistas, Samantha, —entonces Vicente Aurelio—, segunda de cinco hermanos, creció en el seno de una familia conservadora y amorosa. Su padre era sindicalista de la Cervecería Moctezuma y su madre, ama de casa.

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Cuenta que creció entre la religión y la homosexualidad. Aun cuando la religión le dio inseguridad, nunca la abandonó. Sus amigos dicen que “sólo Samantha y la Virgen de Guadalupe abren todas las puertas”. Tal vez por eso, Samantha colocará la imagen de La Guadalupana arriba del interior de la puerta de la Casa de Día.

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A los 12 años supo que le gustaban los varones y que su vida no sería fácil. David era un deportista de alto rendimiento, tenía 19 años y Vicente Aurelio cumpliría 13. Un año duró la amistad, otro el noviazgo y uno más fueron amantes: los tres años de la secundaria. “Mi sentido de la intuición estaba muy desarrollado. Tocando el piano supe que David iba a besarme, volteé hacia él y comencé el romance”, narra emocionada.

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Se enamoraron con la zarzuela “Luisa Fernanda”, de Moreno Torroba, y la poesía de Bécquer: “Por una mirada, un mundo;/ por una sonrisa, un cielo;/ por un beso…, yo no sé/ qué te diera por un beso.”

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En 1945, sentados en un parque de Orizaba, Vicente recostaba su cabeza en las piernas de David, para asombro de muchos. “Él fue mi príncipe azul. Me enseñó a besar, a amar la música”, cuenta. Antes de tener relaciones sexuales con él, buscó probar con una mujer, porque “te sientes monstruo”. Tiritan sus pupilas. Pero nada. Por mucho tiempo tuvo problemas al pensar en sexo.

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Con las palabras precisas para halagar o hacerse respetar, porque dice que ahora ya no se calla, Samantha deja los temas que la abruman y viaja a los que la entusiasman.

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La primera ocasión que se vistió de mujer —me platica— fue en cuarto grado de primaria. La maestra tuvo la idea de que se vistiera de negrita y participara en el festival escolar. Su mamá, feliz, le hizo el vestido. Y ella cantó y bailó. Sería su madre quien la descubriera con David, besándose en el sillón de la sala. Lo único que se le ocurrió fue responderle con naturalidad que David le había asegurado que eso era muy normal entre amigos. Su mamá, que la llamaba “mi vida”, para no equivocarse, le advirtió: “Si tu padre los encuentra, los mata”.

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Estudiaría piano durante seis años e incluso pensaría en ser pianista. Pero un día llegó con su padre, con la idea de tomar clases de ballet, y por macho que fuera éste, en la quincena le dio el dinero para el uniforme.

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Problema no fue su padre, sino el escándalo que se armó al ser el único varón aprendiendo ballet. Tenía 16 años. La gente se juntaba tras los ventanales para verlo; fue la comidilla de las madres de las bailarinas, que no comprendían su presencia. Terminó abandonando la clase. Su padre le aconsejaría que en cuanto pudiera, saliera de Orizaba y se fuera a la Ciudad de México, “para que te dejen vivir”.

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Fue su padre también el que le consiguió su primer trabajo en la Cervecería. Vicente ganó ahí el automóvil de una rifa. Lo vendió y se fue a aprender inglés a Estados Unidos. De regreso a la Ciudad de México, estudió hotelería y tuvo la oportunidad de inaugurar el Hotel Las Brisas de Acapulco. Hablar inglés en los años sesenta le permitió vivir bien e ir escalando.

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Samantha decidió dejar atrás su pudor y dar la cara por la comunidad LGBTTIQ, trabajando por la inclusión con la Casa de Día para el Adulto Mayor. Ella viste discreto, de colores vistosos y sus movimientos son muy femeninos: Una señora.

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Dificultades han existido. Cuatro años le llevó acreditar la Asociación Civil, para poder recibir donativos, tiempo en que empezó a acudir a reuniones de Grupos Vulnerables en la Secretaría de Gobernación y entró en contacto con otras asociaciones e instituciones gubernamentales. Antes de conseguir las actuales instalaciones para la Casa de Día, se vinieron abajo dos locales, por homofobia. “Comenzar es lo más difícil”, sonríe y respira tranquila.

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En 1983, ya muerto su padre, luego de una parranda, tomó el teléfono y le habló a sus hermanos para anunciarles que había decidido vivir su vida como Samantha.

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“Ya era hora”, le dijo su hermana menor.

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Foto: Samantha, en las afueras del asilo, en la colonia Álamos de la Ciudad de México. / Iván Stephens. EL UNIVERSAL.

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