México en las fotografías de Jesse Fernández

Jul 28 • Conexiones, destacamos, principales • 3866 Views • No hay comentarios en México en las fotografías de Jesse Fernández

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Alfonso Reyes, Carlos Fuentes, Tongolele y Cantinflas fueron algunos de los personajes que posaron para la lente de este retratista cubano, enviado por la revista Life a México en 1957, cuyo trabajo, desconocido para el gran público, se exhibe en el Instituto Cultural de México en París

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POR INGRID DE ARMAS

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México marcó un hito en la trayectoria humana y profesional del fotógrafo cubano, de nacionalidad estadounidense, Jesse Fernández (La Habana 1925-París 1986). Durante los casi dos años que vivió en la capital mexicana, este trotamundos captó el alma de la ciudad y de sus habitantes en imágenes desbordantes de vida. Sus clichés revelan la sutilidad de un ojo, de una visión, capaz de descubrir la esencia de los mexicanos a diferentes niveles sociales, en el medio urbano.

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El Instituto Cultural de México en París presentó una muestra de las fotos de la etapa mexicana de Fernández, un contrapunto de magníficos retratos de escritores, cineastas o pintores y de personajes anónimos. Instantáneas de la realidad, fragmentos de la vida cotidiana de la década de 1950.

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La perspectiva, la composición, la selección de los temas y su tratamiento ponen de manifiesto la presencia de un artista detrás de la cámara. Sin duda, antes de disparar el aparato, el pintor que era Fernández ya había sopesado todos estos elementos como los componentes de un cuadro. Porque, ante todo, era un artista y se inició como tal en la escuela de Bellas Artes de La Habana.

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Durante los últimos años, France Mazin, su viuda, ha organizado exposiciones en galerías prestigiosas y museos de Estados Unidos y Europa, en una suerte de cruzada para salvar del olvido la obra monumental de Jesse Fernández. Tuvimos ocasión de hablar en el Instituto Cultural de México largamente sobre el trabajo de su marido. Nadie lo conoció mejor que ella y la descripción del mundo de su esposo corrobora la sensación, inevitable al ver las fotos, de que era un pintor que había trocado los pinceles por una Leica: “Siempre fue un hombre humilde, muy modesto. Hoy todo el mundo dice que era un artista pero no buscaba la gloria, no le interesaba. Pintaba y tomaba fotos sin parar, como loco. Decía que le gustaba todo en esta perra vida. En realidad había nacido para ser pintor y decía que la vida había hecho de él un fotógrafo. Era un hombre muy curioso, le interesaba todo. Para él la fotografía era un medio de abrir puertas, un pasaporte. También era muy literario, leía muchísimo. Si sus retratos le dieron la fama es porque tenía ganas de conocer a la gente, de profundizar en sus temas. Lo que más le interesaba era descubrir a los escritores, los pintores, los cineastas”.

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Susana Gallego Cuesta, conservadora del patrimonio francés del Museo de Bellas Artes de París (el Petit Palais), abunda en la idea del hombre de espaldas a la notoriedad: “Los conservadores o los comisarios de exposición, los artistas, otros fotógrafos, los escritores lo reconocían. Pero al parecer, nunca obró por su propia promoción, jamás se vio a sí mismo como alguien que debía pelear por su nombre, ya que la fotografía y su vida eran más o menos una sola cosa”. A ello se agrega que quizás “por ser latino y por no ser de ninguna parte y ser de todas partes, también haya sufrido de esa injusta mirada de la historia de la fotografía que es muy canónica, un poco perezosa”.

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El nacimiento de un fotógrafo
Si bien nada indicaba en la vida de Jesse Fernández que se convertiría en un profesional de la foto, las circunstancias lo llevaron, en sus vagabundeos por diferentes países, a confrontarse a los lentes de una cámara de una manera más seria de lo que imaginaba. Más pronto de lo que pensaba el hobby pasó a ser una pasión y enseguida un medio para ganarse la vida.

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France Mazin entreteje recuerdos de las conversaciones con su marido y nos cuenta el origen de la aventura: “En 1952, Jesse estuvo en Medellín, Colombia, donde trabajaba haciendo dibujos de moda. Al mismo tiempo, como adoraba la antropología, viajaba mucho. Logró partir en aviones militares a la región del Amazonas y descubrió que aún había muchos indios en la región. Al regresar a Nueva York, lo contó a sus amistades que no le creyeron. Fue a una tienda de cámaras fotográficas y preguntó cuál era el mejor aparato. Le respondieron que la Leica. La compró y se puso a aprender cómo manejarla. Compró libros sobre fotografía y aprendió mucho de Cartier Bresson y Walker Evans, que fueron sus maestros. Cuando volvió a Colombia, retrató a los indígenas y mostró las fotos a sus conocidos en Nueva York. Fue así como se inició en la fotografía. Más tarde, sus fotos adquirieron un valor y pudo continuar su aprendizaje en el taller de un fotógrafo célebre. Su trabajo fue publicado en Life y luego entró en la agencia Gamma”.

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Life fue el trampolín que le permitió aterrizar en México. En los años cincuenta, la revista lanzó una versión en español, en cuyas portadas no sólo aparecían políticos o artistas estadounidenses, sino también personajes importantes de la vida latinoamericana, como Cantinflas o María Félix. Centrada en la imagen, la publicación cambió radicalmente la práctica del periodismo en este tipo de revistas, poniendo el acento en el reportaje gráfico. En este contexto, la redacción envió a Jesse Fernández a México con el encargo de fotografiar un país en plena evolución hacia la modernidad. Un momento de boom económico que determinó cambios profundos en la sociedad y atrajo inversionistas de otros horizontes. Esta coyuntura favorable determinó que la revista Life quisiera establecerse en México y abrir una agencia en la capital.

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La perspicacia de una visión
Tras la cámara se siente el hombre ávido de conocimientos, lector infatigable, enamorado de la cultura y del mundo, de la vida. Desde la selección de los temas hay una toma de posición. Una percepción muy personal contribuye a reforzarla. En torno a la imagen central se invitan casi con la misma relevancia elementos aparentemente secundarios que la enriquecen o prolongan. El mexicano Eduardo Ramos Izquierdo, profesor de literatura latinoamericana en La Sorbona, lo ve de esta manera: “Sus lecturas de historia, filosofía, sociología, historia de las religiones, aparecen un poco en sus archivos. Creo que es como el trasfondo de lo que era esa mirada, que es una mirada fotográfica basada también en una cultura amplia que comprende distintos soportes, tanto literarios como filosóficos. No digo que haya sido un crítico literario o un gurú; simplemente era un lector ávido, capaz de extraer de distintas voces, si se quiere literarias y filosóficas, algo que reconstruía y trabajaba”.

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En las fotos de personalidades, de escritores, esos factores complementarios adquieren una dimensión de primera línea en la composición, erigiéndose en parte del asunto principal, fundiéndose con él. Son la evidencia de la compenetración del retratista con el universo de sus personajes, ya sean intelectuales o simples desconocidos. Para Ramos Izquierdo los retratos de dos escritores mexicanos son una ilustración de este arte de la fusión temática: “Hizo una de las mejores fotografías de Alfonso Reyes, donde se veía la pasión de Reyes por la antigüedad clásica, que compartía con Jesse Fernández. Hay dos fotos muy famosas de Carlos Fuentes. En una de ellas, se ve esa atmósfera nocturna que aparece en La región más transparente, atmósfera que también era muy importante para Jesse Fernández, personaje de Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres. Fueron muy cómplices en eso”. Los lectores de la novela del autor cubano no han olvidado al fotógrafo Codac.

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El propio Fernández explicaba que al fotografiar a alguien tomaba en cuenta su mundo, incluyendo sentimientos, gustos, pasiones. En otros términos, escudriñaba en la personalidad del individuo, hasta en su intimidad en algunos casos, para poder establecer lazos entre él, ya fuera famoso o anónimo, y su vida. Vale decir, la relación entre el tema central y el secundario, entre el eje de la foto y el marco que permite incluirla en un mundo particular, personal, único. Sin duda, por esta razón, fue considerado como uno de los mejores retratistas de su época.

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Un discurso de cronista
Viajero permanente, por donde quiera que pasara, la preocupación fundamental de Jesse Fernández era captar la vida. En la capital mexicana se focalizó en las idas y venidas de la gente en medio de sus quehaceres cotidianos a todos los niveles sociales. Sublimó a sus habitantes, convirtiéndolos en material artístico y en ocasiones poético. No en balde afirmaba que las calles y las paredes de la ciudad eran los mejores estudios en su búsqueda de lo humano, capturado siempre a la luz natural, un recurso estupendo para acentuar las formas. Lo que dio como resultado un testimonio en imágenes de toda una época, en un momento en el que, como en otras regiones de América Latina, se operaba en México una transformación sin precedentes, a gran velocidad, de toda la sociedad.

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Su mirada es la de un cronista y sus fotos mexicanas, que hoy han pasado a la categoría de documento histórico, reflejan todo un mundo. Las imágenes narran en un tono humanista, natural, al país de la década de los 50, en plena efervescencia económica, social y cultural. Y, asunto remarcable, sin que los parámetros técnicos ocuparan la primera línea, sin que opacaran el tema central. Con este equilibrio Fernández obtiene un clima de espontaneidad y autenticidad, característico de su trabajo.

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Esta expresión visual de toda una época da pie a la conservadora Susana Gallego Cuesta para ubicar a Fernández a la altura de “los grandes (fotógrafos) humanistas franceses, como Willy Ronis, y suizos como Sabine Weis; es de la misma generación de todos los grandes del blanco y negro del siglo XX”.

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Para el escritor español Juan Manuel Bonet, director del Instituto Cervantes, tras deambular por América Latina e impregnarse de la esencia de cada lugar donde vivió, Jesse Fernández da cuenta de un México que lo sorprendió y marcó: “Se fijó en los grandes creadores como Alfonso Reyes, Octavio Paz, Siqueiros o Tamayo y en los españoles exiliados como Buñuel o Max Aub, también en el Indio Fernández, en Cantinflas y, luego, en la Ciudad de México, en la religiosidad popular, en los niños, en el muralismo; o sea, en muchos aspectos de la vida que fue hilvanando”.

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Bonet estima que como otros grandes fotógrafos internacionales de su generación, este cubano errante también cayó rendido a los pies de México y sus encantos, integrando así “la ronda de la fascinación por la realidad mexicana, por esa realidad de la que André Breton decía que era la realidad más surrealista del mundo”.

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Jesse Fernández pone de relieve en sus clichés los usos y costumbres del México de los cincuenta, de las clases sociales. Baste un ejemplo, la visión de una mujer de cierta edad, bien vestida, toda de negro, saliendo de la Catedral, a pocos pasos de personas de extracción popular. En algunos de los personajes de la calle, fijados en la película Kodak para la posteridad, salta a la vista el origen campesino, por la vestimenta y las actitudes. Así lo piensa también Ramos Izquierdo: “Todavía estamos en un modelo, en los años 50, de desarrollo estabilizador, como lo han llamado los estudiosos de la política mexicana, que incluye el aspecto de la migración del campo a la ciudad”.

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En esta crónica moderna, quedaron plasmados, al lado de los individuos fotografiados, los muros de la ciudad con sus grafitis y carteles pegados directamente en ellos, los ventorrillos de cuentos, colección de cómics que un modesto vendedor exhibe en armaduras de madera rudimentarias. Otras tantas dimensiones de la diversidad urbana mexicana. Tanto la arquitectura como los seres humanos documentan a la vez la época y las pasiones artísticas de Fernández.

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Presencia mexicana en los dibujos
La exposición del Instituto Cultural de México dedicó una sala a los dibujos en color de Jesse Fernández, una colección de calaveras que reinterpretan uno de los elementos de la iconografía mexicana que más lo impactó, las calacas. Si sus fotos reflejan su entusiasmo por el país, son al mismo tiempo, en cierto sentido, un preámbulo a esos dibujos de calaveras, huella flagrante de México en la pintura del fotógrafo. El cubano revisita esos rostros descarnados, los domestica, los personaliza, los rodea de frases escritas a mano en una caligrafía un tanto anticuada, retro, que exteriorizan una manera de ver el mundo. La escritura se incorpora al dibujo en una noción estética de larga tradición, que cuenta con Apollinaire como uno de sus grandes exponentes. No tiene nada de extraño que Fernández, gran admirador de la cultura francesa, se inscribiera en esta tendencia.

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Las calaveras preludian su libro de fotografías Las momias de Palermo (1980), en el que una amplia serie de imágenes muestra viejos restos humanos desde todos los ángulos posibles. En torno al tema de la fugacidad de la existencia, dibujos y clichés de cadáveres se alternan en una obra que si bien canta la vida, reserva a la vez un lugar privilegiado a la muerte. Que no pierde de vista la inspiración mexicana.

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FOTO: La famosa bailarina Yolanda Montes “Tongolele”. / Cortesía Embajada de México en Francia

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