¡El móndrigo! y otros libelos del 68

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Con la intención de recuperar su credibilidad y la del Partido Revolucionario Institucional luego del manotazo militar al Movimiento estudiantil de 1968, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz innovó sus herramientas propagandísticas. Los estrategas de comunicación política dieron un impulso inusual al libelo, un género que se alimenta de la calumnia y que en el caso mexicano hizo escuela en la década de los 70 en otros países de América Latina

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POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ 

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Las primeras líneas de uno de los libros más enigmáticos del Movimiento estudiantil de 1968 son también una joya de megalomanía: “Bueno, ya soy un personaje. Si las cosas marchan viento en popa como van, formaré parte del gobierno socialista de México que sustituirá al reaccionario y burgués de Gustavo Díaz Ordaz”.

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Así, contestatario, ambicioso y fanático hasta la psicosis es como se exhibe uno de los líderes del Movimiento al que sólo conocemos como “El móndrigo”, un líder de papel y tinta, un hombre que nunca existió y que fue creado por instrucciones de la Dirección Federal de Seguridad (DFS) con reportes de inteligencia, rencores personales y un talento único para la cizaña.

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Con el título de ¡El móndrigo! Bitácora del Consejo Nacional de Huelga, este libelo de 184 páginas circuló en las escuelas y facultades de la UNAM y el Politécnico Nacional unos meses después del 2 de octubre de 1968. El empeño que la DFS –entonces dirigida por Fernando Gutiérrez Barrios– puso en la publicación y distribución gratuita de varios tirajes de este libelo en espacios públicos formó una leyenda negra, pues se trataba de un libro que la población podía recibir en los lugares más inesperados: a la salida de la escuela, del cine o en el parabrisas del auto. Era, sin duda, un obsequio que se servía del morbo y el temor de la población para dar una respuesta a modo del gobierno mexicano sobre la masacre de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas.

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A pesar de la premura, este y otros títulos que circularon durante esos meses no ocultaban su detallada planificación. A diferencia de los gallardetes, estampillas, bolsos y carteles tan comunes en las campañas políticas, estos libelos –que por su naturaleza están destinados a denostar a una persona y en este caso al Movimiento estudiantil y a sus líderes– fueron parte de una estrategia para rescatar la imagen del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz y del Partido Revolucionario Institucional (PRI).

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En esos meses, mientras un número aún impreciso de familias lloraba a sus muertos, las oficinas de propaganda del Gobierno mexicano cocinaban algunos de sus trabajos más acabados y que habrían de convertirse en referencia no sólo en nuestro país, sino en el resto de América Latina. En distintos tonos, estilos y modalidades, libros como Trampa en Tlatelolco. Síntesis de una felonía contra México, del general Manuel Urrutia Castro, ¡El móndrigo! y Nuevo movimiento estudiantil, de un tal Antonio Caminante, dejaron claro que si no era suficiente con las balas era necesario influir en la percepción que la población tenía sobre lo ocurrido la tarde del 2 de octubre.

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A estas obras se sumó Tlatelolco, historia de una infamia, donde el articulista Roberto Blanco Moheno destinó parrafadas de bilis en contra del Movimiento estudiantil y otros movimientos opositores. Publicado por editorial Diana en 1969, este libro se compone de tres peroratas. La primera, en contra del sector comunista del exilio español en México –páginas incluidas con calzador, que desentonan con el resto del libro y que el autor bien pudo haber destinado a otro de sus libros–. La segunda está dedicada a la Revolución cubana. Fidel Castro y el Movimiento 26 de julio son los destinatarios de sus dardos, basados en su mayoría en anécdotas y citas fuera de contexto. El último capítulo está dirigido a quienes llama los tres responsables de la masacre del 2 de octubre: el escritor José Revueltas, el filósofo Eli de Gortari y el periodista Víctor Rico Galán, acusaciones que resultan en una capirotada de rabietas con las que legitima la acción del gobierno e inculpa a los estudiantes de su propia muerte por su ingenuidad, la perversidad de sus líderes y la sed de poder de sus maestros, a quienes tacha de inconsecuentes, vividores, borrachines y manflores, es decir, afeminados.

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La velocidad con la que aparecieron estas obras se debió, en opinión del escritor Gonzalo Martré, a la intención del gobierno de contrarrestar la oleada de literatura dedicada a esta insurrección estudiantil y que el gobierno veía venir, principalmente en la narrativa y la poesía. Se trataba de una guerra a contrarreloj: “Fueron libros escritos por adultos mayores de 50 años que seguramente tenían cierta aversión a los jóvenes que participaron en el movimiento, o que no los entendieron; y si los entendieron decidieron vender su pluma para la defensa de un sistema indefendible”, dice.

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En su tesis de Doctorado en Historiografía por la UAM Azcapozalco, el investigador argentino Pablo Tasso desglosó estos libros y otros documentos relacionados con la propaganda gubernamental en torno al 2 de octubre. De toda la revisión documental destaca un concepto recurrente en uno de los manuales de comunicación política usado por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz: “ingeniería del consentimiento”, término al José Luis Mejías, periodista y uno de los asesores gubernamentales, pone especial énfasis.

“Hasta entonces el esquema de propaganda tenía su principal esfuerzo en convencer a las masas. Lo que se inventa en 1968 es un esfuerzo por convencer a los sectores ilustrados. Nace la idea de que los ciudadanos tienen que ser convencidos con mensajes distintos, según su educación, su conjunto de creencias, sus valores. Esto se convirtió en una práctica política y, sin duda, llegó a un desarrollo extraordinario en los años siguientes. Esto explica parte de la larga supervivencia de un partido autoritario como el PRI”, explica Pablo Tasso sobre los hallazgos de su tesis La historiografía oficial de 1968.

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En 2007 el periodista Jacinto Rodríguez Munguía publicó La otra guerra secreta (Ediciones B, 2007), una investigación que se apoyó en la Ley de Transparencia para tener acceso a documentos que hasta entonces habían permanecido bajo llave en el Archivo General de la Nación (AGN) en los fondos correspondientes a la DFS, Secretaría de Gobernación y otras dependencias federales. Uno de sus hallazgos fue un manual de propaganda, fechado en 1965, en el que su autor anónimo desglosa las características que deben tener las campañas propagandísticas del gobierno y el partido en el poder.

“El 68 es un gran experimento de la propaganda, pero donde tiene una funcionalidad más efectiva es en los años 70. Ahí aparecen otros libelos como Jueves de Corpus sangriento, El guerrillero, El camarada Ernesto, que ya no sólo son como pasquines, sino materiales muy acabados. ¡El móndrigo! tiene un nivel de trabajo que valdría mucho la pena analizar. Es uno de los modelos más acabados de la propaganda”, dice Rodríguez Munguía.

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La avalancha que representó el movimiento estudiantil llevó al gobierno mexicano a recurrir a profesionales que le garantizaran la efectividad de su comunicación política, pues además de su prestigio –del que eran conscientes que estaba por los suelos– necesitaban mitigar las consecuencias sociales del manotazo militar con el que lograron una estabilidad pasajera para la realización de los XIX Juegos Olímpicos. Esta emergencia exigía una versatilidad que está presente en la variedad de libelos.

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Uno de ellos fue el sector militar y la base social del PRI, en donde se distribuyó el libro Trampa en Tlatelolco. Síntesis de una felonía contra México, del médico militar Manuel Urrutia Castro, una narración cronológica que se apoya en partes militares, notas periodísticas favorables al gobierno, fotografías y una entrevista al general Marcelino García Barragán, secretario de Defensa. El objetivo era evidenciar, escribe el general Urrutia, “la torva maniobra de agitadores sin credo y sin bandera que no tuvieron escrúpulos al implicar en sus truculentos planes a una juventud inocente y pura”.

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Una de las primeras lecturas que se hicieron a detalle de estas obras es la de Gonzalo Martré, quien las aborda en su libro El movimiento popular estudiantil en la novela mexicana (UNAM, 1986) en un capítulo sobre los libros de carácter propagandístico, donde incluyó también La plaza, novela de Luis Spota. Sobre estos títulos, Martré no tiene miramientos:

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“El sistema quiso cubrirse con esos libros, empezando con ¡El móndrigo! Su autor, sin duda, tenía oficio. Supo narrar y atraer al lector, pero todo lo que dice son calumnias y fobias. Luis Spota, quien también sabía escribir, disfrazó hasta donde pudo la venta que hizo de su pluma, aunque un lector acucioso es capaz de descubrir sus intenciones. A Blanco Moheno, quien también tenía oficio, la verdad nadie le hizo caso. Pasó totalmente desapercibido. Esos libros sólo significaron un descrédito para sus autores”.

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¡El móndrigo!, el morbo y la calumnia
El 3 de agosto de 1969, Carlos Fuentes escribió una carta a Octavio Paz en la que se queja de la existencia de un libelo en el que se injuria a varios de los profesores universitarios y escritores que apoyaron al Movimiento estudiantil: “Se promueven y se publican ascos como El móndrigo, un folleto obra de la cucaracha llamada [Emilio] Uranga (que dedica sus domingos en la prensa a injuriarnos en tándem), fabricación supuestamente escrita por un estudiante que murió en Tlatelolco y cuyo único propósito es injuriar a [Luis] Villoro, a Ricardo Guerra, a [Ramón] Xirau, etc.”, escribe el autor de La región más transparente.

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El carácter anónimo de ¡El móndrigo!, la narración a manera de diario donde exhibe ambiciones, contradicciones y supuestos vicios de los dirigentes del Movimiento estudiantil es de una efectividad que hace de este libelo una referencia en la historia de la propaganda política en México. Hay también altas dosis de morbo, recurso capaz de hacer suculenta cualquier publicación, a lo que se suma el enigmático exordio donde los supuestos editores de la editorial Alba Roja –¡El móndrigo! fue su único título– narran cómo apareció este mecanuscrito en las pertenencias de uno de los estudiantes muertos en la Plaza de las Tres Culturas. Es, sin duda, una fábula efectiva.

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¡El móndrigo! salpica parejo, lo mismo a ex funcionarios del gobierno de Adolfo López Mateos, Fidel Castro, la CIA y Carlos Madrazo, que al ex director de la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales en los años 40 –antecedente de la DFS–, Lamberto Ortega Peregrina, quien aparece como líder estudiantil en Sinaloa asociado con los narcotraficantes de ese estado, además de los líderes estudiantiles Luis González de Alba, Sócrates Campos Lemus, Gilberto Guevara Niebla, Arturo Zama y los hermanos Mirón Lince, entre otros.

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Si la cercanía del filósofo Emilio Uranga con el gobierno de Díaz Ordaz –al que defendía desde su columna “Examen” en el periódico La Prensa– llevó a Carlos Fuentes a señalarlo como autor de ¡El móndrigo!, otros testimonios recaen en otro personaje: Jorge Joseph Piedra.

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Desde que Gerardo Medina Valdés, entonces director del periódico panista La Nación publicara en su libro Operación 10 de junio, (Ediciones Universo, 1972) que este ex reportero de La Prensa era el autor original de ¡El móndrigo! esta versión ha sido retomada tanto por Juan Miguel de Mora en Tlatelolco-68 (Edamex, 1978) y Gonzalo Martré en El movimiento popular estudiantil en la novela mexicana, a las que se suman los testimonios de Sergio Romero Ramírez El Fish y Mario Guerra Leal.

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En 2003, en una entrevista para la revista Proceso, El Fish –quien participó en actividades porriles y de represión durante los años 60 y 70– confesó al periodista Álvaro Delgado que Joseph Piedra había redactado este libelo por instrucciones de Gutiérrez Barrios. En tanto, Guerra Leal, quien a lo largo del Movimiento estudiantil se encargó de la distribución de Mi verdad –pasquín con el que Emilio Martínez Manatou, secretario de la Presidencia de Díaz Ordaz, trataba de crear confusión al interior del Consejo Nacional de Huelga– cuenta en su biografía La grilla (Diana, 1978) que ¡El móndrigo! fue un trabajo de Joseph Piedra.

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Para Rodríguez Munguía no se pueden menospreciar estos casos ejemplares de propaganda política en el Movimiento estudiantil de 1968, pues representan un parteaguas en su evolución: “No alcanzamos a ver el nivel de coordinación que hay detrás de ellos. Los vemos como simples libelos desde los cuales no podríamos entender el gran fenómeno social”.

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Si los empeños del gobierno para sofocar su crisis de credibilidad lo llevaron a recurrir a las herramientas propagandísticas tradicionales, también lo llevaron a innovar estrategias según sus necesidades, plataformas y objetivos. En ¡El móndrigo! su autor se apropió del lenguaje juvenil, sus diversiones y sus ideales para explotar los prejuicios y temores de los lectores. El miedo y el morbo fueron la fórmula perfecta y no faltó imaginación ni reparos éticos o económicos en este baile de máscaras.

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FOTO: Portada de los libros ¡El móndrigo! y Trampa en Tlatelolco. / Archivo EL UNIVERSAL

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