Los mutis de Elena

Ago 24 • destacamos, principales, Reflexiones • 4937 Views • No hay comentarios en Los mutis de Elena

POR DAVID OLGUÍN

 

La señora Garro, como la mujer de su obra La señora en su balcón, se fugó como si fuera una manera de reiterar un destino vital y literario. “¡Corretetetete!” —escribe en Andamos huyendo Lola— y de repente invoca toda la esencia de su obra teatral y literaria: “…di unos pasitos y de repente me eché a correr. Y corrí y corrí…”

 

Pienso en Elena Garro y no deja de sorprenderme que, en tan breve tiempo, de 1954 —año en el que empieza a escribir la primera versión de Felipe Ángeles— a 1958 —año en que aparecen reunidas seis de sus obras en Un hogar sólido—, haya construido uno de los más importantes corpus de escritura teatral del siglo XX mexicano. En ese mismo periodo, también escribe La señora en su balcón y los borradores de Parada Empresa, una obra que desapareció, al parecer víctima de su demoledora autocensura, pues entraba de lleno en material autobiográfico relacionado con sus primeros años de vida marital con Octavio Paz. Por último, la segunda edición de Un hogar sólido incluyó siete obras más en 1983 pero, salvo El árbol, las trece obras que finalmente reunió bajo ese título ya habían sido escritas en aquel lustro de intensa y fructífera creación para la escena.

 

En 1957, Elena Garro se presentó en sociedad como dramaturga con tres farsas en el cuarto programa de Poesía en Voz Alta. En aquellos tiempos, el teatro aún cumplía con este decir de Virginia Woolf: “Si la novela es el chisme, el teatro es el escándalo”. La recepción fue espléndida; todo indicaba que Garro había llegado para establecer una voz diferente y original, una visión de la teatralidad que la emparentaba con las corrientes absurdistas pero, ante todo, con García Lorca, Del Valle-Inclán y el gran teatro del Siglo de Oro español. Ella misma nos aclara su filiación en la nota incluida en la edición de El árbol hecha por Editorial Peregrina en 1967:

 

Me da risa que algunos piensen que mi manera de escribir proviene de Ionesco, y me parece que este juicio viene de personas que sólo leen a los autores de moda. Me proclamo discípula, mala, pero discípula, de los escritores españoles. No sólo de los autores de teatro sino de los prosistas, desde los clásicos, hasta Valle Inclán, Gómez de la Serna, etcétera, que me han enseñado el disparate, ya que no he podido alcanzar su imaginación y fantasía.

 

La aparición de Garro traía consigo un teatro muy mexicano en su manera de abordar las situaciones y temas, lo suficientemente realista para nutrir de fuerza y de drama sus conflictos, pero capaz de trascender la anécdota y disparar la acción hacia mundos imaginarios y fantásticos; un teatro capaz de experimentar sin ser formalista, capaz de apropiarse de un habla plena de color local, sabiduría popular y giros de habla urbana o campesina, pero llena de música e ingenio, un habla construida con la sencillez y el asombro de las verdades profundas.

 

Sin embargo, ocurrió lo inesperado, uno de esos avatares en los que el azar y la precariedad de la vida teatral de América Latina, aunados al desdén por lo propio y las trampas de la vida privada, se confabularon para bajar el telón del olvido sobre la dramaturgia de Elena Garro. Después de ese lustro ante la zarza ardiente, nuestra autora prácticamente deja de escribir teatro y el teatro mismo deja de pensar en ella. Pasarían 50 años para que pudiéramos leer su obra teatral completa.

 

El amor de la señora Garro por la escena permaneció intacto, pero la necesidad —en el sentido trágico del término—, esa fuerza que obliga a escribir en una forma determinada, la abandonó. Se hizo narradora y cuentista. Reescribió teatro poco antes de su fuga y después del exilio que seguiría al fatídico año de 1968, únicamente porque la etérea oferta de algún montaje o por la ilusoria promesa de un pago que aliviara su penuria económica.

 

En los años sesenta corrige Felipe Ángeles, su texto de mayor aliento y, por fortuna, antes de quemarlo, lo entrega a la revista Cóatl para su publicación en 1967, hecho que aseguraría, gracias a Hugo Gutiérrez Vega, su montaje al final de los años setenta. Como Ibargüengoitia, Elena también se exilia del teatro o el teatro de entonces lamentablemente prescinde de ella. Mucho se ha especulado sobre algunas obras dramáticas que ya no escribió simplemente porque nadie iba a producirlas y mucho menos a publicarlas. En este sentido, no sólo la política terminó por separar a Elena Garro de la escena y, posteriormente, del país tras el polémico papel que le tocó representar en pleno movimiento estudiantil de 1968. Ese hachazo, una desgarradura, el momento en que, según sus palabras, “la casa se le cayó encima”, la dejó rumiando el que sería su último texto teatral conocido hasta ahora, Sócrates y los gatos. El epílogo queda consignado en Testimonios sobre Elena Garro, donde ella misma registra el punto final de ese rapto de furia escénica: “Domingo, 15 de julio de 1973 […] Hice un esfuerzo sobrehumano, terminé Sócrates y los gatos. Tormenta”.

 

Punto final provisional. Quedaban dos últimos escarceos: además del estreno de Felipe Ángeles al cabo de los años setenta en la Universidad Nacional, encontraremos la fundición de dos o tres textos que daría por resultado Parada San Ángel, obra reescrita en los años ochenta y que funde la inefable Parada Empresa y acaso otro texto, El cono de las tinieblas. Martha Aura estrenó Parada San Ángel en agosto de 1993.

 

El resto fue silencio —al menos en lo que a teatro se refiere—, añoranza de lo que no fue, reescrituras y fundiciones para ganar dinero, la obsesión y la paranoia sobre un hombre: Octavio Paz, su ex marido y padre de su eterna compañía, Laura Helena Paz Garro, cómplice en el aborrecimiento al padre y, ante todo, el cumplimiento de un vaticinio previsto desde que tomó la pluma por vez primera: “¡Corretetetete!”le repite un pájaro, y ella corrió, desde siempre corrió, pues la huida es el tema de su obra, huir del padre, de la casa materna, del marido, del país, de la realidad aplastante, y añorar el único refugio que puede salvar a una prófuga de sí misma: el árbol, irse por las ramas, recordar y escribir.

 

En 1983, la segunda edición de Un hogar sólido nos descubre, al incluir los textos oscuros, dolorosos, que antes había dejado fuera, a la Elena Garro tragicómica y, más aún, a una dramaturga que, despojada del lirismo y hasta de los riesgos sentimentales del discurso de Felipe Ángeles, se vuelve terriblemente trágica en la sequedad y en el desapego ante el sufrimiento en textos como Los perros y, sobre todo, en El rastro. Materia de nota roja se convierte, bajo la maestría técnica y el temple de un lenguaje construido, en una reflexión sobre la desdicha humana y la repetición de taras sociales, roles inevitables. Ahí encontramos el peso de un tiempo circular, rituales de muerte y desgracia que recuerdan a Rulfo o a Lowry, pues la condena de los personajes va más allá de los condicionamientos sociales y las injusticias.

 

Elena Garro amaba al teatro. Se sabe que a sus 20 años, antes de su boda con Octavio Paz, fue coreógrafa de Julio Bracho y anhelaba actuar y ya había estado cerca de Villaurrutia y de Usigli. En Los recuerdos del porvenir (1963), esa extraordinaria novela que es el resultado posterior de su irrupción a las tablas, el teatro cambia vidas e ilumina la morriña generalizada del pueblo: “El teatro es la ilusión y lo que le falta a Ixtepec es eso: ¡la ilusión!” Los niños Moncada —además de trepar árboles, una obsesión que nunca desaparecería de la obra de Elena Garro (recuerden: Nicolás Moncada, de pie en la rama más alta de Roma, observa a su hermana Isabel, a horcajadas en una horqueta de Cartago)— juegan al teatro y, en ese intersticio entre la realidad y la ficción, son las criaturas más libres bajo el cielo ilimitado; en sus juegos el tiempo se suspende, imaginan y se fugan para reencontrase corriendo y huyendo una y otra vez de la opaca realidad de todos los días.

 

El 7 de agosto de 1957, una crónica de “sociales culturales” de la revista Siempre! narra cómo Elena Garro “salió al escenario a dar las gracias un poco torpemente, sin haber ensayado, y como no queriendo creer que fueran para ella, aquellos aplausos tan apasionados y furiosos”. Muchos años después, el 11 de noviembre de 1991, nuestra dramaturga es la invitada de honor en la XII Muestra Nacional de Teatro. Debemos a Guadalupe Pereyra en su crónica “La Garro entre nosotros. Ya no andamos huyendo, Elena” la siguiente imagen de la señora, tras la escenificación, en el Teatro Morelos, de su obra El árbol: “un público aplaude de pie a Elena Garro. Ella es el reflejo de la timidez y la incredulidad. Las manos en la boca como evitando el gesto de asombro que se le podría escapar en un grito de felicidad…”.

 

Lejos de Octavio Paz, del movimiento estudiantil del 68, de los intríngulis de la vida intelectual mexicana y de sus vínculos con el poder, y de la vergonzosa negligencia de la gente de teatro de este país ante su propia tradición, la dramaturgia de Elena Garro es un asombro en sí mismo, un extrañamiento apenas comparable al que ella debe de haber sentido cuando le aplaudieron en un escenario en dos momentos tan distintos de su vida.

 

*Fotografía: “Felipe Ángeles”, de Elena Garro, se presentó en el Festival Internacional Cervantino en 1999 bajo la dirección de Luis de Tavira/Cortesía FIC.

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