Un conservador y la izquierda

Oct 20 • Reflexiones • 3901 Views • No hay comentarios en Un conservador y la izquierda

Clásicos y comerciales

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

 

Roger Scruton (1944) no es un enemigo profesional de la izquierda sino un doctrinario conservador especialista en la estética y sus filosofías, quien ha emprendido una batalla tenaz contra la ya no tan “nueva” izquierda mediante el uso de una flema insular fastidiada ante medio siglo de locuras continentales (es decir, francesas), en mala hora exportadas a los Estados Unidos. Si parece un abuso de confianza, en Fools, Frauds and Firebrands. Thinkers of the New Left (Bloomsbury, 2015), incluir en la refriega a blancas palomas de la progresía norteamericana como John K. Galbraith y Ronald Dworkin, en cambio, el tratamiento otorgado a Eric Hobsbawn, E.P. Thompson y sus discípulos ingleses, no puede ser más desdeñoso. Les concede, sin duda, su estatura como historiadores, se felicita de que un comunista impenitente como Hobsbawn haya sido reconocido por la reina Isabel por sus méritos, pero en el fondo dice que no hay país más ajeno a las periódicas fiebres marxistas que la patria adoptiva de Marx. Scruton mismo, más un red tory que un neoliberal, dice que el socialismo insular es en realidad una variante del nacionalismo galés, compatible con las viejas tradiciones corporativas de aquella tierra.

 

En este ataque frontal contra el marxismo y sus avatares, los más atacados son los franceses, de Jean–Paul Sartre y Michel Foucault hasta Gilles Deleuze, Jacques Lacan y Louis Althusser, maestros del sin sentido. Jürgen Habermas le parece un filósofo aburrido hasta el tedio pues la tierra arrasada por el nazismo nunca volverá, según entiendo a Scruton, a ser fuente de ningún pensamiento fértil, aunque su mayor preocupación como conservador es Antonio Gramsci, el inventor de la guerra cultural en búsqueda de la “hegemonía” librada por la izquierda, tras la Segunda Guerra Mundial y peor aún, una vez caído el Muro de Berlín, que convirtió en protagónicos a Edward Said, Alain Badiou, Slavo ŽZižzek. Pero es curioso encontrar una prueba, en un libro donde los pensadores más taquilleros de Occidente son examinados, como insectos muertos en el álbum de un taxidermista, no de su intrascendencia filosófica, como querría Scruton, sino de su peligrosa y omnisciente tenacidad.

 

La lupa de Scruton agranda a la Ilustración, pero no a la francesa, sino a la conservadora, recordándonos que existió también como un disolvente de la “lengua de madera” o neolengua hablada universalmente por los marxistas. Existenciales y estructuralistas, dice Scruton, son todos discípulos de un exiliado ruso, Alexandre Kojève, que con su hegelianismo –impartido durante los años treinta– intoxicó a toda la inteligencia francesa. No le parece improbable que Kojève haya sido un agente secreto soviético, lo cual ya son palabras mayores, es decir, materia para una novela de John Le Carré. En todo caso, “la traición de los clérigos” cometida en Francia le parece mucho más grave para la tradición conservadora que los espías de Cambridge y desde luego, más duradera. En Sartre, como lo pensaron antes que él Raymond Aron y Octavio Paz, hay una lectura de Martin Heidegger pasada por los grandes temas de la predestinación protestante.

 

La Caída sartreana y sus derivados, dice Scruton, es el Otro, el Sujeto hace el Objeto y la consecuencia de todo aquello es la alienación. Esta última niega la libertad del individuo, como el calvinismo agustiniano abjuraba del libre albedrío y esa negación teológica compete a todos los grandes maestros, ortodoxos y heterodoxos, del marxismo occidental, de Györgi Lukács a T.W. Adorno. El totalitarismo del siglo XX, en su versión fascista, niega al individuo mediante las telarañas del Ser y en su versión comunista, lo rechaza mediante la alteridad, la falsa conciencia, el fetichismo de la mercancía y el diabolismo del mercado. Scruton, para decirlo con un manual en la mano, es un idealista: son las ideas, las malas ideas, aquellas que hundieron en la ignominia a la centuria pasada. Si el infierno son los otros, eliminémoslos.

 

El compromiso fue, para Sartre y, en medida decreciente, para Foucault, una necesidad del orden religioso y no una vez que se colapsó la dialéctica marxista, en los hechos, las ficciones y fabulaciones se apoderaron de la filosofía y de la crítica literaria. La fama póstuma de los Manuscritos económico-filosóficos, de Marx, por ejemplo, le dieron a la nueva izquierda un aliento místico del cual carecía el crudo y cruel estalinismo. Para Scruton, además, no es casual la imposibilidad de los avatares más recientes del marxismo, malheridos por la decepción de 1989, por la substitución de la muy bien teorizada “situación revolucionaria” por eufemismos al estilo del Acontecimiento, falsa soteriología lanzada fuera de la Historia, como en Badiou y ŽZižzek (a quien Scruton le concede una versátil inteligencia y no poco genio, aun de impostor). Esta última pareja, le parece portadora de la más cínica refutación de los derechos humanos que conozca la filosofía moderna, adalides de una violencia totalitaria que ya ni siquiera posee escatología alguna. Es nihilismo puro, empaquetado para el mercado, según interpreto a Scruton.

 

La totalidad, tan cara a Sartre y a Lukács, sustituye al reino de Dios y quien ha sido más efectivo en apoderarse de ella, mediante una idea política, ha sido Gramsci, quien en Fools, Frauds and Firebrands, es presentado como un negador sutil pero decisivo del asalto leninista al poder de quien el comunista italiano, prisionero del fascismo, tenía que presentarse como legatario. Pero esa “guerra cultural” ha sido la estrategia de la izquierda intelectual, a través de la democracia y de las universidades, con el propósito de sustituir instituciones, leyes y costumbres (como las que Foucault puso en picota como represivas), por el mundo de la totalidad, el totalitarismo.

 

La izquierda, advierte Scruton, o se nutre del mesianismo religioso tan antañón o del cientificismo decimonónico. Proviene de ambas matrices. Si Sartre está asociado al protestantismo y Lukács a la magia mefistofélica (que algo tiene de ciencia premoderna), Foucault, Althusser, Lacan y Badiou o inventan nuevas “ciencias” o transfiguran otras, sean la “arqueología del saber”, el psicoanálisis o las matemáticas, todo con el objetivo de despojar al individuo de la individualidad, más o menos intrahistórica, configurada por las tradiciones. No en balde Scruton es autor, también recientemente, de How to be a Conservative (2015), decidido a disociar al viejo conservadurismo británico del neoliberalismo en boga, motivo por el cual figuras de la vieja izquierda como Raymond Williams no le son del todo antipáticas y no faltarán izquierdistas quienes se encuentren más a gusto con Scruton que con enemigos de la escuela liberal.

 

Scruton asegura que las guerras culturales de la izquierda no han tenido otra meta que destruir la conversación de la cual depende toda sociedad civil. El orden legal y todas aquellas instancias donde dirimimos nuestras dudas y afrontamos nuestro honor ha sido “desterritorializado” a la espera del gran Acontecimiento. Denuncia el filósofo estético la vieja táctica leninista de apoderarse de las vías democráticas para desnaturalizarlas primero y destruirlas, después, una vez conquistado el poder político, imponiendo la totalidad, una de cuyas características es la censura. Si bien –agrego yo– a las proliferantes democracias antiliberales les cuesta más, gracias a la globalización cibernética, acallar a la disidencia, aun en las democracias sobrevivientes, la censura, cada vez menos implícita, a todo lo que no sea “políticamente correcto”, en las universidades, cumple con esa función totalitaria y provoca que las masas, hartas de esa nueva aristocracia progresista, optan por patanes, populistas y fascistas, quienes dicen “verdades” expulsadas del discurso público por la izquierda académica, tan influyente en las políticas públicas.

 

El embate contra la Ilustración no cesa, y leyendo a Scruton burlarse de la incapacidad de Badiou y Zizek al distinguir la violencia “buena” –revolucionaria como aquella inspiradora de la Revolución Cultural china– de la violencia “mala”, calificada como mero “simulacro” –la de los nazis, por ejemplo–, uno pensaría, rebajándose a cierto nivel periodístico, que esa clase de pensadores, tan violentos, son lógicos e inevitables en un mundo donde se enseñorean los Trump y los Bolsonaro.

 

 

FOTO:El filósofo inglés Roger Scruton es autor de libros como El alma del mundo./Especial

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