Cuando la Revolución dejó sin agua a la Ciudad de México
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Entre el 5 y el 15 de octubre de 1916, las tropas zapatistas tomaron los pozos que abastecían de agua a una amplia zona de la Ciudad de México. Este cerco hídrico provocó la respuesta militar del Ejército carrancista, episodio que nos recuerda que el corte en el suministro de agua que hoy vive esta urbe no es el primero y seguramente no será el último
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POR LEONARDO IVÁN MARTÍNEZ
Un empleado del Sistema de Aguas de la Ciudad de México trepa el toldo de una pipa y acomoda la manguera dentro del enorme contenedor. Una tras otra, las ballenas motorizadas se colocan en posición para dejar que un potente chorro llene sus jorobas cisterna de 10 mil litros. Estoy sobre la ruta del Tren Ligero de la Ciudad de México, entre las estaciones Huipulco y Xomali. Esas aguas bañarán los parques, jardines y camellones de las avenidas principales en las delegaciones Xochimilco, Coyoacán y Tlalpan. A unos metros de ese pozo se levanta lo que parece una columna de concreto rematada con una aureola estilo art decó. Pero no es una columna, es un respiradero del acueducto que abasteció a los barrios fundados a finales del siglo XIX en la Ciudad de México: Hipódromo Condesa, Roma, San Rafael y Santa María la Ribera.
Al igual que muchas ciudades europeas y americanas, la Ciudad de México esconde en medio de las edificaciones contemporáneas vestigios de lo que fue y lo que sigue siendo. Leer este palimpsesto no es fácil: es la lectura de las cicatrices sobre un cuerpo que se desnuda ante nosotros, la exhumación de un muerto del que se niega su existencia.
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José Yves Limantour, secretario de Hacienda del presidente Porfirio Díaz, mandó por medio de su cuñado Pedro Puch una serie de invitaciones a amigos, empresarios, diputados y sus allegados para realizar una excursión a las chinampas de Xochimilco. Entre los invitados se encontraban el arquitecto Alberto J. Pani, Guillermo Landa y Escandón, Joaquín Casasús y el ingeniero Manuel Marroquín y Rivera. Por la mañana del domingo 29 de octubre de 1901 tomaron rumbo hacia la Hacienda de San Juan de Dios, la zona que décadas después daría cobijo al barrio de Coapa, al sur de la ciudad. Los invitados a esa primera exploración apenas llegaban a 30, pero lo importante no era el número sino el poder que detentaba cada uno de ellos. Algunos de los asistentes conformarían unos meses después la Junta de Provisión de Aguas de la Ciudad de México. Aprovechaban estos paseos para disfrutar de las transparencias del aire en estas regiones, todavía impolutas de la ciudad. La serenidad y candidez de la municipalidad de Xochimilco no se veía todavía invadida. Esas tierras húmedas seguían siendo ese rincón al suroriente de la ciudad que sólo los curiosos se atrevían a penetrar.
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En 1904, el ingeniero Manuel Marroquín y Rivera había comenzado el trabajo para abastecer de agua a la zona poniente de la Ciudad de México. Tacubaya, La Hacienda de los Morales (en donde hoy se levanta la colonia Polanco), Santa María la Ribera con sus casonas, la colonia Guerrero y su necrópolis —mejor conocida como Panteón de San Fernando, donde hasta la fecha descansa una infinidad de héroes nacionales y niños víctimas del cólera—, necesitaban abastecerse de agua. El ingeniero Antonio Rivas Mercado estaba ocupado para ese entonces en la construcción del nuevo palacio legislativo y la columna para el centenario de la Independencia. Por ello, el encargado de esta obra hidráulica, menos fastuosa pero no menos importante fue el ingeniero Marroquín y Rivera. En todos los gremios siempre hay uno que hace las cosas bonitas y se lleva los aplausos, y siempre hay otro que hace los trabajos necesarios y se lleva una palmada en la espalda de beneplácito.
Después de las gestiones de expropiación, se iniciaron los trabajos sin contratiempos, o por lo menos eso fue al principio. Para 1906 y 1908 comenzaron las dificultades con las empresas que surtían los insumos. La pelea por las concesiones para la compra de cemento eran fuertes: empresas nacionales y extranjeras se peleaban la mina de oro que representa arreglarle el camino a esa señora emperifollada y perfumada llamada Modernidad.
La arquitectura de las casas de bombas de agua contrastaba radicalmente con el sur profundo de la ciudad. Las parroquias e iglesias de cada uno de los barrios y pueblos de Xochimilco convocaban a su alrededor casas de marcada naturaleza rural; por ello, la construcción de este camino de agua que atravesaría más de una decena de pueblos asentó frente a ellos el contrastante estilo art decó traído de ultramar. Las casas de bomba siguen en pie. La de Santa Cruz Acalpixca es el Museo Arqueológico de Xochimilco; la de Santa María Nativitas fue una biblioteca y su conservación, por lo menos hasta 2015, era lamentable; la de San Luis Tlaxialtemalco forma parte del Complejo Ecológico Acuexcómatl y la del barrio conocido como La Noria, a un lado de lo que hoy es el Museo Dolores Olmedo, es ahora el Teatro Carlos Pellicer. Verdaderas joyas arquitectónicas al sur de la ciudad.
Según los planes de los ingenieros las obras debían estar listas para 1910, pero los contratiempos materiales y políticos alargaron la obra un par de años más. En mayo de 1911, cuando la primavera había tapizado con coloridos pétalos los caminos que llevan a los manantiales, el presidente Díaz fue obligado a renunciar. De nada sirvió la fiesta que el gremio de la construcción le dedicó a la Santa Cruz el 3 de mayo anterior. Las libaciones de pulque y el holocausto de varias cabezas de borrego no impidieron que la obra se detuviera por unos cuantos días. El ingeniero Marroquín rasguñó hasta donde pudo. Los gobiernos de Francisco León de la Barra y Francisco I. Madero permitieron que se diera continuidad a la obra pública pendiente y el camino de agua fue inaugurado en su totalidad en 1912.
La larga ruta que seguía este acueducto pasaba también territorios expropiados a viejas haciendas del sur no tan profundo de la ciudad para llegar a las inmediaciones del ex Hipódromo de la Condesa; los respiraderos que se levantan cada tantos metros sobre la avenida División del Norte indican la ruta a los curiosos. Sin embargo, esta agua no era para los pueblos de Xochimilco, Tlalpan y Coyoacán. Sus aguas se juntaron con las que bajaban del Bosque del Desierto de los Leones y la vertiente del río Lerma para seguir su camino hacia las nuevas colonias, antiguos chalets de descanso de la aristocracia porfiriana.
En febrero de 1913 la Ciudad de México era una giganta vestida con corsé francés y olor a pólvora de cuartel. La resaca que había dejado el levantamiento militar de los generales Bernardo Reyes y Manuel Mondragón trajo detrás de sí parvadas de zopilotes que revoloteaban las esquinas del centro de la ciudad en busca de carne recién abandonada de la vida. Entonces llegó la otra resaca: la que no mata de sed, sino la que llega con la fetidez y las moscas que pintan aureolas en la testa de los muertos: las epidemias.
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Para finales de 1914 los ejércitos que habían peleado contra el gobierno impostor de Victoriano Huerta tomaron la ciudad, al año siguiente sobrevino la disputa por el poder. Para 1916 los ejércitos campesinos de Emiliano Zapata habían sido reducidos a pequeños grupos de resistencia en las zonas limítrofes entre la ciudad de México y Morelos: Xochimilco, Milpa Alta y Tlalpan. En el valle del Anáhuac se respiraba un ambiente enrarecido. Justo en esos meses, desde España, Alfonso Reyes mandaba a la imprenta en San José de Costa Rica el manuscrito de Visión de Anáhuac (1519), una visión utópica y llena de imágenes de añoranza o saudade de un valle que alguna vez fue un inmenso cúmulo de agua que coexistió armoniosamente y con respeto con la capital de un imperio.
Las medidas profilácticas que impusieron los discípulos mexicanos del doctor Pasteur cambiaron la percepción de la vía pública; se necesitaba mucha agua para evitar que el escupitajo del borracho, plácidamente echando la mona a la sombra de un árbol, o el excremento de gatos y perros se convirtieran en el germen de la maldad. La epidemia de tifo de 1915 dejó en México un saldo de 70 mil muertos y para 1916 todavía había brotes aislados. No era raro entonces que los sacerdotes insistieran desde los púlpitos en el capítulo del Pentateuco cuando las plagas invadieron Egipto y el ganado quedaba muerto a las orillas del Nilo junto a los primogénitos de cada estirpe.
Los polvos mortales de los enfermos que transmitían la enfermedad a través de su saliva y sus deshechos eran la obsesión de los empresarios que tenían su capital en las aglomeraciones públicas, entre ellas las actividades escénicas. No podían permitirse que el populacho mendicante apostado a la salida de cada función de ópera contaminara y extendiera la enfermedad a los asistentes. Era común ver, según dan fe los diarios de la época, a cuadrilla de empleados que con escoba y cubeta de agua limpiaban las aceras para borrar toda mancha que contagiara a los asistentes a espectáculos públicos. Pero una noche, mientras una mariposa (Madama Butterfly) se practicaba el harakiri durante una ópera de Puccini en el Teatro Abreu, la ciudad se quedó sin agua.
Desde la mañana del 6 de octubre, los informes de la brigada del ejército carrancista dieron noticia del aumento de las tropas zapatistas en Xochimilco. Al acoso militar se sumó la falta de agua. Si en Europa se disputaban la guerra con las primeras armas químicas, en México los ejércitos zapatistas al mando del general Genovevo de la O optaron por imponer, a su estilo, un cerco sanitario. ¿Qué pasaría si a esa gran ciudad le cerraran el grifo del agua? ¿Qué pasaría si a las casonas y chalets de Santa María La Ribera y la Condesa las dejaran sin agua para limpiar sus aceras?
Antes de que el general Pablo González enviara a sus mejores hombres, se intentó una maniobra escalofriante de la que sólo se conservan algunas referencias orales. Adolfo Gilly en La revolución interrumpida la menciona de forma marginal pero el cronista oficial de Xochimilco, Sebastián Flores, alguna vez en una entrevista dio más detalle de esta ingenua estrategia fallida propia de una novela de Julio Verne. Las tropas carrancistas de caballería se introdujeron a los tubos del acueducto —que por tramos tienen más de dos metros de diámetro— y marcharon a tomar por sorpresa las bombas de agua controladas por los zapatistas. Pensaron que las postas enemigas no vigilarían los respiraderos, pero el oído aguzado de los campesinos en armas detectó el eco de las herraduras, y tras consultar al estado mayor se decidió dar muerte por agua a quienes ingenuamente trataron de retomar Xochimilco, al modo en que los aqueos conquistaron Ilión en tiempos de Aquiles y Patroclo.
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Los juncos de los canales le sacaron filo a los sables de los centauros. Soplaban los vientos de octubre de 1916, unos vientos húmedos con olor a cempasúchil y copal que desde las chinampas se escapaban con rumbo a las haciendas Olmedo y de San Juan de Dios. Las flores amarillas que convocan a los muertos eran apiladas en piraguas, que desde temprana hora tomaban rumbo hacia la garita de La Viga para adornar los altares mortuorios del próximo 1 y 2 de noviembre.
El general Joaquín Amaro, de 27 años de edad, héroe de la rebelión contra el impostor Victoriano Huerta llegó desde la Ciudad de México con sus mejores hombres a caballo. Eran más de 300 centauros que llegaron por el Canal de Cuemanco y cabalgaron sobre las chinampas mientras la luna les seguía los pasos entre el hierbazal, el zacatillo y el ahuejote. Dejaron que la tropa de a pie tomara un ligero descanso y bebieran un poco de agua antes de continuar su marcha. Eran hombres acostumbrados a la abundancia de arenas y al rostro cortado por las ventiscas de los desiertos. Y en Xochimilco lo que abundaba era el croar de ranas y el canto de los chapulines.
Inspeccionaron los territorios nuevos y a las 8 de la noche del 15 de octubre reiniciaron su camino; las sombras de los jinetes y sus bestias subiendo el monte. Las columnas militares del general Amaro ocuparon las faldas del cerro Teutle, cerca de Milpa Alta, y a la media noche llegaron a las inmediaciones de donde los informantes ubicaban las guarniciones zapatistas. Esperaron con discreción hasta el amanecer. Apenas cuando clareaba la mañana se lanzó una descarga de caballería sobre los rebeldes y bajo la sombra de los nopales la muerte entró en el cuerpo de los hombres. Por casi diez días esos soldados campesinos, en su mayoría indígenas, habían hecho padecer a los habitantes de la Ciudad de México el miedo numantino, el miedo a la proliferación de la sed y la tifo.
Después de una corta batalla, las tropas del general Amaro lograron hacer prisioneros a 116 zapatistas. Según los informes conservados en el Archivo Histórico de la Secretaría de la Defensa Nacional, 46 fueron pasados por las armas. Por parte de los carrancistas hubo sólo dos bajas: un soldado raso muerto en combate y un cabo de infantería que, según el informe, “atentó contra su propia vida”. La cabecera de Milpa Alta y los pueblos de San Pedro Atocpan y San Pablo Oztotepec quedaron ocupados por las tropas del general Amaro.
A pesar de que los ejércitos zapatistas habían perdido la Ciudad de México desde julio de 1915 y el gobierno convencionalista al que trataron de respaldar había dejado ya pedazos de sí mismo, estos ejércitos campesinos tomaron por el pescuezo a la Ciudad de México, le quitaron el jarro de agua de la boca y le hicieron padecer malos olores.
Las heridas hechas por las obras hidráulicas, el despojo de los manantiales y la batalla por el agua entre zapatistas y carrancistas dibujan los muchos cuerpos de una ciudad que se sigue desnudando ante nosotros. Desde entonces la desecación se ha apoderado de la ciudad; ese valle que asombró al barón Von Humbodlt comenzaba a ceder terreno a la urbanización. El Anáhuac imaginado por Alfonso Reyes justo en ese otoño de 1916, después de padecer una fiebre por tifoidea, comenzaba una lenta decadencia. En “Palinodia del polvo” (Ancorajes, 1951) el panorama había mudado. De los humedales ya sólo quedaba el polvo y el Centauro lanzaba su lamento: “¿Esta es la región más transparente del aire? ¿Qué habéis hecho, entonces, de mi alto valle metafísico? (…) ¡Oh desecadores de lagos, taladores de bosques! ¡Cercenadores de pulmones, rompedores de espejos mágicos!” Queda entonces la marca sobre esta página en la historia de nuestra ciudad, un palimpsesto sobre un camino de agua.
FOTO: Dos personas beben agua de la fuente ubicada en Plaza de San Juan, en la esquina de las calles Buen Tono y Ernesto Pugibet, de la zona centro de la Ciudad de México. (1925) / INAH
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