Las odiadoras

Dic 29 • destacamos, Ficciones, principales • 3634 Views • No hay comentarios en Las odiadoras

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El amor es el engaño más delicado”, dice una de las protagonistas de este relato, quien comenta sobre las andanzas propias y las de sus dos amigas con las que se reúne en una especie de confesionario de flaquezas

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POR BRENDA RÍOS
Nos reuníamos los martes de ocho a diez pm. En un lugar en Coyoacán. A veces vino, cerveza, a veces pizza, jamás ensalada. El propósito era claro: odiar a los hombres. No a la humanidad, la maldad, las empresas contaminantes, las mineras canadienses hijas de puta que han saqueado el país en los últimos años más que la mayor etapa de explotación de la Corona española, a Trump. No, a odiar a los hombres. Los ex novios, los actuales, los futuros, los hermanos, los padres, los maestros; a todos. A eso nos dedicábamos con fruición, alevosía y enjundia. Y éramos buenas. Si concentrábamos el odio podíamos eliminarlos de la faz de la tierra, creíamos. Rescatábamos historias donde los protagonistas eran ellos y las víctimas eran las mujeres, sujetas con alfileres al cuento de hadas: así debían ser las cosas: la inercia de las relaciones destructivas.

 

La líder era Bertha, la más atrevida, obvio. Ante ella, la hembra alfa de los documentales de animalitos, Ana y yo éramos unas zarigüeyas, tímidas y escurridizas pero dispuestas de igual manera a lanzar las flechas con veneno.

 

El amor entre mujeres. Las relaciones más duraderas y constantes sin el estorbo de lo masculino, al menos así era como lo explicaba Bertha. Asentíamos por dos razones: porque estábamos de acuerdo y porque no solíamos contradecirla. La base de una amistad sólida consiste en aceptar los roles.

 

—¿Por qué terminaste con Arturo? —le preguntó Ana.
—Lo de siempre, querida, no saben qué hacer conmigo. Porque los hombres son/hacen/piensan (aquí consta como media hora de charla sobre los hombres, ese género barbudo y deficiente, una subespecie, vamos) estúpidos, controladores, cobardes, chantajistas, y bueno, mírame, se derriten y no saben qué hacer. Por eso corren, ¿ves? Son cachorritos asustados. Mi poder los intimida.
—Ahhh, ya —suspiró Ana, pensando en su amante nuevo, en si ya habría recibido su último mensaje o no, en qué estaría haciendo en este instante.
—Pues si ya sabes cómo son para qué vas —dije yo—. Quiero decir, te emocionas una semana, cogen rico, te enganchas y luego cuando esperas algo salen corriendo. ¿Por qué lo haces?

 

Debía ser el calor, seguramente. Bertha no solía escuchar la voz de regreso. Ella hablaba por horas mientras Ana y yo actuábamos como muñecos de peluche: suaves y sonrientes.

 

—¿Cómo que por qué? Pues, linda, sabes bien por qué. Hay que seguir intentando. No tenemos otra opción.
—Sí, podrías volverte lesbiana. Sería más fácil. Si los hombres no te llenan, en todos los sentidos, ve con las mujeres.
—Ay, no. Son muy complejas.
—Uy, pues es que quieres todo. Los hombres nunca saben qué hacer, qué decir. Además, siempre sales con el mismo sujeto: gris, achicopalado, medio tristón… apegado a su madre. Incapaz de hablar fuerte, coño, hasta de volumen carecen esos pobrecitos.

 

Bertha dio un trago a su vino. Quiso reírse, y Ana ayudó con una risita nerviosa. Ana dijo: —Bueno Karla, no es para tanto, a mí Arturo me caía bien, trataba muy bien a Bertha, era hasta amoroso.
No sé por qué imaginé que sería mi llamado a callarme. Tomé la botella de vino y cambié el tema.

 

Eso funcionó por un rato. Hablamos de personas de la uni, de cómo le estaba yendo a un par de profesores mediocres que se creían mucho. La risa nos salvó, de nuevo, de pensar en nosotras mismas.

 

Porque Bertha, tan segura ella, tan feliz ella, quería olvidar, o eso dijo, a uno de sus últimos novios. Se los buscaba como bolsos de mano: pequeños, mudos aunque feos y bastante simplones. Debía ser porque le gustaba ser más grande, más inteligente, más hermosa que ellos. La intimidación era su estrategia, su rabia sexual. Y debía serlo. Al menos le funcionaba. El cuerpo, esa máquina de poder, era su táctica. Ana, la otra amiga, la maestra de escuela, asentía. No solía discutir nada, como yo. Ana no había tenido novio nunca, solía llamarle ex a un tipo con el que se fue a vivir unos meses y que no volvió a ver nunca. Desde entonces sólo cogía por ahí, por allá. Pero quién soy yo para juzgar. Verlas a ellas es verme también a mí. Dos matrimonios, cinco empleos distintos entre sí y varios amantes en fila india. Opté por dejarlos de ver.

 

De pronto, Bertha mencionó a Arturo. Al parecer le había dado like a una de sus fotos. Se soltó a hablar mierda de él, de cómo los hombres se intimidan tanto con las mujeres poderosas, y más si están buenísimas como ella. Que era un cobarde, un bueno para nada, torpe, pero que lo único que ella extrañaba era coger con él.

 

—Pero eso es como hablar de un consolador con una persona pegado, ¿no? —se me salió antes de que pudiera controlarme. De ahí no pude parar:― tus hombres son tus juguetes sexuales. Lo cual no tiene nada de malo, ¿pero has intentado salir con alguien que sea más como tú, más cercano a ti?
—¿En serio tú conoces a un hombre brillante?
—Bueno, sí, uno que otro.
—Dime uno solo que sea brillante que no ande con alguna tarada poca cosa. Porque los hombres brillantes sólo usan a las mujeres como sus secretarias, ya deberías saberlo. Tú viviste con un artista.

 

Algo se rompió en ese momento. La alusión a mi matrimonio fallido, la alusión a la única persona de la cual no hablo nunca, fue el sacacorchos de la botella. Yo era el contenido de esa botella.

 

No recuerdo en sí toda la conversación. Recuerdo la furia, algunos argumentos, la cara de Ana, los brazos de Ana queriendo tocarnos, calmarnos. Los ojos de Ana, la voz de Ana llamándonos a la calma. El mesero que llegó a preguntar si todo estaba bien.

 

Muchas veces he querido estar en el lugar de la gente. Lo he intentado, cierro los ojos, imagino cómo hubiera sido si yo hubiera tenido un padre o una madre así pero no lo logro, me temo. Estar en los zapatos del otro sólo se me da si lo veo en una película, así contado como que no me salía.

 

Nunca el odio había sido dirigido hacia nosotras. Era como un pacto. El odio es en tercera persona. Pero las piedras habían sido arrojadas y levantadas. Las vi sin maquillaje. No sé bien si éramos feas o hermosas, gordas, celulíticas. Sólo éramos unas mujeres a mitad de algo: la crisis de edad, la madurez bruta, la confesión, la separación amorosa.

 

¿Podríamos vivir en crisis eterna? Es posible. ¿Perdonar, si fuera el caso, a los padres, a los ex? ¿Perdonarnos? ¿Eso es posible? ¿Perdonar que existimos y que deseamos cosas, personas?

 

Pensé en la generosidad de Roberto, el artista, su buen corazón, su ambición que siempre estuvo encima de todo y de nosotros mismos. De nuestro amor rebasado, de que detestaba a mis amigas (Bertha y Ana incluidas), de cómo se desesperaba por mi falta de ambición, de cómo me salí yo de ahí, de esa cúpula del amor, de esa burbuja, de esa cápsula espacial parecida a un supositorio. De cómo tuvimos todo el amor del mundo y nos faltó construir lo otro: la paciencia, la entrega, la voluntad de estar.

 

Y ella, Bertha, ¿qué había tenido? Hombrecitos en serie, elegidos por el azar de su dedo índice, uno como modelo del otro: callados, sin personalidad, brutos, dispuestos a aceptar que una mujer decida todo por ellos. Comprendieron que el amor es entrega absoluta y los pobres llegaron como esclavos con manos extendidas: vacas al matadero del amor. Hombres que olvidaba uno al día siguiente, nada notables, sin argumentos; hombres antidiscursivos: no peleaban, cedían como animalitos complacientes. Como Ana. Es más, Ana sería un mejor novio que esos tarados buenos para nada, mequetrefes sin rumbo.

 

Es lo que recuerdo. Bertha se quedó pálida, pasmada, varios segundos y se fue diciendo que tenía que madrugar al día siguiente. Esa noche Ana y yo comimos solas. Y no hablamos del tema. Nos concentramos en los demás comensales, en hablar del clima, la belleza, el paisaje, la música de fondo, algún niño que corría por ahí.

 

En casa pensé en todo a la vez: Roberto y su paranoia antes de un concierto, Roberto creyendo que mi gripa era un sabotaje, que la vez que me perdí por borracha y lo hice salir a buscarme en la madrugada era un sabotaje. Todo era un sabotaje. Las tardes en la televisión, sin salir nunca, nunca de casa porque los demás, mis amigos, en especial, eran seres muy inferiores a nosotros, aunque por nosotros quería decir él. Juzgaba a todos y nadie se libraba de sus dientes mordaces una vez que decidía comerlos. Directo a la yugular. No sé cómo duramos tanto. Quizá yo era muy joven, me faltó comparar. Debí haber visto otros hombres en la tienda, pero luego pasa que no podemos ver nada más. Cuando menos lo pensé ya tenía la tarjeta de crédito en la mano y me llevé a ese hombre simpático, sin saber qué pasaría después. De eso se trata, supongo. No pensar en el después. Es una fiesta eterna el amor, donde no contamos las copas de vino y tampoco pensamos que estaremos muertos en la cama fría de la resaca, vomitando la euforia y la risa de la noche anterior.

 

Lo puedo ver ahora: el amor es el engaño más delicado, a nadie le advierten. Es más, todos celebran el amor, felicitan al amante. Un complot para lo que vendría luego: el amor es la cobertura de chocolate. ¿Has visto esa cobertura que llega suave sobre el helado y luego se pone dura como costra? Se hace de aceite. Es grasa y azúcar cubriendo la frialdad del helado, más azúcar. Cuando subas 10 kilos sin saber por qué, nadie dirá que fue por el placer de la vida, el “mereces todo” y demás zalamerías. No sé si merecemos amor. El amor quema y deja cicatrices. Los quemados vemos con mayor claridad. Olemos el incendio en encendedores. Olemos el incendio en cigarros encendidos a metros de la nariz. Estamos malditos por eso. Los posibles amorosos también nos huelen.

 

Lo teníamos todo, pero no sabíamos qué significaba tener ni qué era todo. No hasta muchos años después, cuando, claro, hubiéramos dejado de tener y de serlo todo. Éramos buzos en el fondo de la piscina buscando un tiburón y sorprendiéndonos de no hallar nada, un agua turbia quizá, pero nada más. Lo teníamos todo.

 

El amor, esa entidad tan endiosada como una estampita religiosa en la cartera, la señal de la santa cruz que nos pone la madre en cuanto salimos de viaje. El amor, ese jardín de pocas, breves rosas rodeadas de espinas como soldados afuera de la casa de algún político paranoico. El amor, florero de cristal que guarda bichos al tercer día.

 

El amor lo justifica todo, dicen. Que lo debe todo, aseguran. Al que deberíamos estar rendidos desde el momento en que abrimos los ojos en este mundo hasta que el corazón se paraliza. Las personas hacen tantas cosas en su nombre que sería inútil decir qué funciona en el mundo de los seres humanos. En contraparte al amor no está el odio como diría cualquier libro de texto sobre la naturaleza humana; la contraparte es la indiferencia, la estructura fría, antisentimental, el raciocinio en extremo, la cabeza por sobre los hombros. El odio, por otro lado, es un paisaje de tonos intensos. Sabe esperar, confía, analiza, y procura no ceder ante las primeras embestidas. Prepara, de manera meticulosa, su placer. Porque no hay odio sin el placer de odiar, eso me lo enseñaron mis mejores amigas, las odiadoras.

 

Decimos que queremos conocer a la gente pero no, no es verdad. No queremos salir de nosotros mismos. A Ana no la volvimos a ver, conoció a un chico en tinder y dejó de ir los martes con nosotras. La perdió el amor, y supo que el sueño de su vida era ése: estar con alguien, llegar a casa y ver a ese alguien. Bertha logró todos los ascensos en su carrera, era imparable y poderosa, y siguió coleccionando muñequitos inflables que cambiaba cada tres meses. “Nadie está a mi altura” dice en las fiestas cuando hay mucha gente y la gente asiente intimidada por la belleza, la presencia, el cuerpo de Bertha; pero si estamos ella y yo solas, en la cocina, nos miramos y no decimos nada. Aprendí a respetar su debilidad. Ella aprendió a reconocer mi nuevo liderazgo salido de quién sabe dónde.

 

Me concentré en mi trabajo. No logré ningún ascenso, es más, conforme me volvía mayor ganaba menos, lo cual me parece paradójico. No tengo tiempo para los hombres que aparecen por mí (yo soy un espectro donde ellos fantasmean), o suelen estar fascinados o muy agradecidos, pero se van. Soy una estación de tren o de metro. Me acostumbro a despedirlos con dignidad y entereza. No volví a depender del deseo y eso me liberó de la prisión que es el cuerpo. No sé si gané o perdí. A estas alturas no tiene la menor importancia.

 

Bertha y yo somos ahora las hembras alfa y nos vemos en su casa o en la mía con las nuevas adeptas al clan, a veces hay adeptos pero suelen ser homosexuales u hombres muy jóvenes aprendiendo el camino.

 

Hablamos de Ana como alguien muy lejano en la vida, o quizá siempre lo fue. Ana estaba destinada a una vida aburrida pero larga, destinada a lo que la mayoría considera un final feliz: el final del amor, los hijos, la vida doméstica. Ana, la más femenina de las tres, la más amorosa, la más incomprensible. Con su partida, Bertha se puso radical: ahora da charlas furiosas sobre la mejor manera para combatir el mundo “capitalista y patriarcal”, en que debemos sembrar todos juntos una huerta y vivir en casas compartidas. Yo la dejo creer en todo eso y hacemos planes, después de todo, el odio necesita leña para arder y yo me había cansado de soplar el mínimo fuego que quedaba.

 

No es fácil conocer a las personas. Deberíamos no hacerlo, pero una vez que lo hacemos intentemos llegar hasta donde haya asfalto. Algo quedará de ello. Las personas son una combinación de esquizofrenia y rabia, o creaturas queriendo soltar el llanto al primero que pase.

 

No es fácil, por otro lado, conocerse a uno mismo. Si llegamos a los 98 años de edad, lo cual dudo e incluso desconfío de ello, estaremos sorprendidas por nuestra propia naturaleza esquiva, voluble y agitada. Muñequitas rusas que adentro, en lugar de otra muñeca más pequeña, concentran una yema amarilla, una yema hecha de odio y pus pero llena, contra todos los propósitos, de una esperanza rancia.

 

 

ILUSTRACIÓN: Rosario Lucas

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