El lingüicida
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Un joven filólogo es enviado por el Tercer Reich a México para investigar la existencia de una lengua a punto de extinguirse, pero que de caer en las manos del partido nazi podría convertirse en un arma letal. Cuento ganador de la más reciente edición del Premio Nacional de Cuento Fantástico y Ciencia Ficción, que otorga el Gobierno de Puebla
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POR ALEX ZAMORA
Cuando escuché mambé por primera vez, conocí el miedo. No era un miedo fugaz, ese que va y viene luego de un sobresalto. Casi me hace olvidar la paranoia en que vivíamos a causa de la guerra y por un instante dejé de pensar en el nuevo mundo que se avistaba lleno de incertidumbre. Este miedo era real y definitivo: lo vi incorporarse y hacer de la lengua una herejía. ¿En qué pensaba cuando decidí acercarme a este miserable idioma?
Había algo en el mambé que apestaba, como si las mismas palabras despidieran un hedor al usarlas. En realidad nunca supe qué era lo que más detestaba del idioma: lo inacabado de la pronunciación, sus absurdos silencios, su falta de cadencia, lo imposible de su gramática, o el odio inherente a sus frases. Las palabras del mambé tenían esa peculiaridad de herir dos veces al interlocutor: una vez en el significante y otra vez en el significado.
¿Qué había detrás de esta lengua mordaz? ¿Cómo semejante bestia sobrevivió a través de los años? ¿Era el mambé capaz de expresar algo más que odio? ¿Se trataba de la lengua primigenia? Esas fueron algunas de las preguntas que me hice durante mi viaje a Mamboria. Sin embargo, hubo una interrogante que me acompañó hasta el final: ¿Había una cura para esta enfermedad?
Llegué a Mamboria en 1939, en los albores de la guerra. Nuestra misión estaba financiada por el partido nazi y el objetivo era hacer un estudio comparativo del mambé. En aquellos años el Tercer Reich comenzó a financiar una miríada de proyectos de diversa índole. Algunos de ellos abonaron a la causa alemana, pero la gran mayoría fueron una pérdida de tiempo y dinero. A pesar de ser de los únicos proyectos con el que no se pretendía desarrollar nuevas tecnologías, nuestra investigación fue clasificada como ultra secreta.
Yo, Robert Lang, fui designado como asistente del políglota Lars Böttcher, experto en lenguas muertas, y del Dr. Hans Witzlinger, responsable del proyecto, y cuyas investigaciones en sociolingüística llamaron la atención de un alto mando alemán. Según el informe oficial, iríamos a Mamboria a “estudiar un idioma y comprender más sobre el origen del lenguaje”. Sin embargo, el partido nos estaba enviando, a sus propios científicos, a un campo de concentración al otro lado del Atlántico.
Salimos de Hamburgo a bordo de un submarino. Era media noche. Teníamos prohibido hablar con el resto de la tripulación acerca de nuestro destino final y de la intención de nuestro viaje. Las instrucciones del capitán eran llevarnos hasta las costas mexicanas, nada más. Una vez hecho esto, continuaríamos por cuenta propia hacia el sur de México, puesto que ahí, escondida en la Sierra Sur de Oaxaca, se dedujo que se encontraba Mamboria, tierra de bramidos.
Las referencias a Mamboria en los libros de historia son bastante vagas. En algunas crónicas de la conquista hay testimonios que hacen alusión a un supuesto lugar “donde las montañas hablan”. Aparentemente debido a la intrincada geografía de la región, aunada a una fuerte actividad sísmica, los murmullos de los mambehablantes resonaban haciendo vibrar el suelo y el corazón de los intrusos. Fue por este inusual fenómeno que los hombres de Cortés, temerosos, se mantuvieron alejados de aquella parte de la Sierra.
El historiador inglés George B. Truman publicó un libro donde habla de un pueblo prehispánico que, tras una correría de mixtecas, decidió refugiarse en lo alto de las Montañas Parlantes, como las bautizó. Según él se trataba de un pueblo que “sufrió como ningún otro el yugo y la humillación azteca. Más que razones políticas, detrás de la brutal represión hubo motivos raciales y posiblemente lingüísticos. Estos hombres tenían tanto miedo de ser encontrados que no dejaron ni un rastro de su paso por la tierra. Simplemente desaparecieron. Y junto a ellos, su lengua”.
De todos, seguramente fue el Padre Rodríguez quien mejor conociera Mamboria. No se sabe exactamente cuánto tiempo pasó en la Sierra ni cómo encontró el camino rumbo a las Montañas Parlantes. Parte de su vida está narrada en un diario que posteriormente sirvió en las investigaciones del Dr. Witzlinger. Aunque en realidad sólo eran fragmentos de dudosa procedencia, se trataba del único documento que aseguraba la existencia del mambé y de los mambehablantes. Fue por medio de estas páginas que tuvimos un mayor conocimiento del idioma.
Al leer los textos supimos que el Padre Rodríguez llegó a la región con una misión evangelizadora: “Pobres criaturas. El mambehablante está condenado a vivir solo, incapaz de comunicarse, abandonado a su propia suerte. Tan lejos de Dios y al mismo tiempo tan lejos de Satán: al menos él sí puede distinguir el bien del mal”.
Sin embargo, conforme prolongó su estancia en Mamboria, el Padre Rodríguez reconoció que no estaba llegando a ningún lado. Frente a las primitivas palabras del mambé, la elevada palabra de Dios resultó simplemente hueca y estéril. El evangelio, por lo tanto, debía anunciarse y transmitirse en mambé. Desde luego que eso tenía ciertas implicaciones. Sin maestros, el Padre tuvo primero que aprender el idioma de forma autodidacta. Y más tarde hubo que afrontar la otra realidad. Hasta antes de su llegada, el mambé era una lengua meramente oral: nunca antes había sido escrita.
La preocupación del sacerdote era genuina. Quería salvar a su pueblo y por eso desarrolló, durante meses, una escritura del mambé con la cual trató de enseñarles a leer y a escribir. Su estancia en Mamboria parecía una misión espiritual, sin embargo, lo que en realidad hizo fue diseñar un mapa hacia la oscuridad. Si no se conocen las instrucciones para llegar a él, el infierno se mantiene únicamente como una posibilidad. No obstante, con su Breve gramática del mambé, como tituló a su obra, el Padre Rodríguez dejó todas las pistas por escrito.
En la Breve gramática del mambé estaba descrito de una manera muy básica cómo funcionaba el mambé. Más allá del rigor científico que pudiera aportar un hombre religioso, lo más representativo de esta obra fue que por primera vez el mambé tuvo una forma, es decir, se le dotó de un alfabeto.
El Dr. Witzlinger nunca puso sus manos sobre la Breve gramática. Supo de su existencia por las constantes referencias que dejó el Padre Rodríguez en su diario, el cual, por cierto, tenía fragmentos escritos tanto en español como en mambé. Esto le bastó al Doctor para comenzar a descifrar el idioma. Con lo investigado, Witzlinger pensaba publicar su obra cumbre. La llamaría Nueva gramática del mambé, en obvia alusión a la Breve gramática del mambé.
Para su desgracia no pudo completar el trabajo. Al poco tiempo el Dr. Witzlinger emprendió su último viaje, un viaje que lo llevó hacia las profundidades del mambé y del cual nunca regresó. Durante la travesía trasatlántica, el investigador se abocó únicamente al estudio de la engañosa lengua. Aunque ya había hecho grandes avances en la Universidad de Bonn, no fue sino hasta llegado a alta mar que comenzó, literalmente, a quebrarse la cabeza con la gramática. Su cuerpo y mente colapsaron en un rarísimo caso de enfermedad que atacó desde el pensamiento.
Era cierto que el Dr. Witzlinger solía ensimismarse cada vez que estudiaba un nuevo idioma. Sin embargo, en esta ocasión era diferente. El mambé era la lengua que siempre quiso conocer, la que posiblemente le daría todas las respuestas. Así, se sumergió en un mundo de morfemas nuevos y sintaxis revoltosa. No tardó mucho en dominar el idioma, y viceversa. Sin darnos cuenta, el mambé le nubló el juicio.
Pasaron días sin verlo. Una mañana, mientras Lars y yo estábamos en el comedor submarino, nuestro jefe se nos acercó con el rostro desencajado y la mirada perdida. En cuestión de días su cabellera rubia y saludable comenzó a repoblarse por miles de canas. Y cómo no notar que había bajado de peso: 15 kilos en 30 días. A pesar de todo, el Dr. Witzlinger parecía ignorar su estado de salud. Temblaba. Llegó y nos confesó en lo bajito, como revelando un secreto que le costaría la vida: “Siempre pensé que cada idioma era una forma única de interpretar el mundo. Pero me equivoqué. Con el mambé no se puede entender nada”.
A los pocos días cayó en cama, inconsciente. El médico a bordo lo revisó sin hacernos muchas preguntas. Además de una fiebre altísima, la única anomalía que vio en él fue un brote de úlceras en la garganta. “No hay mucho por hacer. Hay que esperar”, dijo. Las revisiones médicas continuaron toda la semana. La fiebre se fue, pero las úlceras se propagaron. Con todo y los lavados que el médico le procuraba a diario, las llagas abarcaron pronto toda la cavidad bucal dejando a su lengua completamente minada.
Con el Dr. Witzlinger en agonía, Lars tomó el liderazgo de la investigación y revisó los archivos clasificados que guardaba en su camarote. Entre otras cosas encontró cartas del partido dirigidas al Doctor y fragmentos del diario del Padre Rodríguez a los que no habíamos tenido acceso antes: “Arde, se siente como si mi garganta estuviera en llamas (…). Llevo la penitencia por haber adoptado a esta blasfemia por idioma (…). Repentinamente, la lengua de fuego ha comenzado a quemarme desde adentro (…). ¿Qué clase de castigo es éste?”.
Lengua de fuego: así es como el padre Rodríguez llamaba al mambé constantemente. ¿Por qué alguien quisiera acercarse a una lengua de fuego?
En un documento firmado por el propio Witzlinger, se abordaba la verdadera naturaleza de nuestra misión: “Ya no basta con obtener la victoria en los campos de batalla. Las guerras de hoy se libran en las mentes de las personas, de ahí la importancia de las ideologías. Al controlar el lenguaje, nos aseguramos también de controlar el pensamiento. Esa es la verdadera y única forma de dominación a largo plazo”.
Me estremecí de sólo pensarlo: en manos de los nazis, este idioma tenía el potencial para convertirse en un arma letal. ¿A eso íbamos: a estudiarlo y controlarlo? O peor aún, ¿a propagarlo por el mundo? De pronto sentí una gran ansiedad. ¿Seguiríamos adelante con el plan original y llevaríamos a cabo la encomienda nazi? ¿O tendríamos el valor para sabotear la misión y afrontar la inevitable persecución del partido?
Tan pronto desembarcamos en un remoto lugar de Veracruz, en las costas de México, Lars y yo volamos en una avioneta hacia a la ciudad de Oaxaca. Ya ahí, le pagamos a un hombre para que nos guiara hasta la Sierra. Después de eso estuvimos solos. Éramos dos científicos en busca de respuestas impulsados más que nada por el vil miedo a la muerte.
Llegamos al cabo de unos días a la Sierra Sur de Oaxaca, uno de los más grandes laberintos que hay en la Tierra. Sólo ahí, en un lugar tan confuso, tan inexpugnable, es que pudo haber prosperado el mambé. ¿Cómo habrá influido la geografía en la escabrosa forma del idioma? ¿Cuánto habrá tardado en moldear sus peligrosas maneras?
Montados en unos burros de carga que compramos a una familia de campesinos, Lars y yo deambulamos durante semanas. Por nuestro periplo escuchamos mixe, zoque, numerosas lenguas zapotecas, triqui de Cicahuaxtla y el casi extinto ixcateco; pero de mambé no escuchamos ni una palabra. Alguien se burlaba de nosotros: estábamos justo en medio de un paraíso lingüístico, al alcance de cientos de lenguas vivas, mientras que nosotros íbamos absurdamente tras la lengua de la muerte.
Fueron días en que caminamos mucho, comimos poco y dormimos como pudimos. Aun así, Lars encontró tiempo y energías para estudiar la inconclusa Nueva gramática. Aunque no llegó a comprobar ninguna, desarrolló varias hipótesis sobre la naturaleza del mambé, suficientes como para conformar un perfil más detallado del idioma.
De acuerdo con sus observaciones, el mambé se comportaba como un parásito de la lingüística. A medida que el usuario avanzaba en su conocimiento, el mambé se volvía más invasivo. Por ejemplo, suprimía los juicios de valor, expulsaba a otros idiomas y al final forzaba a su huésped a reinterpretar el mundo de una manera desalmada.
Por otra parte, no parecía encajar en el árbol de lenguas. Al no encontrar similitud con ningún otro idioma, Lars decidió instaurar una nueva familia: la de las necrolenguas. El mambé sería una lengua aislada, ajena a todas las demás. Esta clasificación la vi con recelo, con el temor de que existiera otro idioma igual de voraz escondido en algún rincón del mundo.
En fin, parecían tantos los peligros del mambé que Lars me prohibió aprenderlo. Aunque claro, él había aceptado el riesgo. Si quería entender a la bestia, la única forma era explorar en sus entrañas. Es decir, en la estructura gramatical.
Los días de Lars, al igual que sus pensamientos, estaban contados. Todo comenzó con su último sueño:
Lars se encontraba al lado de un río que no llevaba agua, sino voces. Era un río caudaloso en donde las voces se perdían y chocaban unas con otras. Lars comenzó a caminar río arriba hasta llegar a donde la corriente era más débil. Ahí se sentó a oír el flujo de las voces, pero sin entender lo que decían. De pronto, entre murmullos sintió que alguien finalmente le hablaba. Se puso de pie y corrió detrás de la voz que se perdía entre miles. Siguió el cauce del río, atravesando valles y cascadas. Esa voz que seguía era la del mambé: jadeante y entrecortada. Lars corrió como un loco hasta llegar a una pequeña cuenca donde la voz lo aguardaba. Se agachó, metió las manos al agua y bebió con presteza. Nunca había tenido tanta sed. Poco a poco sintió cómo su cuerpo y sus pensamientos se inundaban de mambé. Mientras bebía, la voz que lo había traído hasta ese lugar se volvió inteligible y una lengua de fuego se posó sobre él. Le oyó hablar de fortalezas y precipicios, de cómo la gente se escabulle en la oscuridad y terminó por revelar lo más ansiado: las instrucciones para llegar a Mamboria. Cuando el sueño terminara, un mundo de confusión esperaba al lingüista Lars Bötcher.
Al despertar me lo contó todo: desde su insaciable sed de mambé hasta aquel breve momento de iluminación. Y usando las palabras que escuchó del propio río me compartió su gran secreto: “Sigue la voz de la montaña. Llega a la fuente de todos sus murmullos. Ahí me encontrarás”. Con esas confusas coordenadas me aferré a la vida en los días que siguieron.
Lars sufrió una transformación muy parecida a la del Dr. Witzlinger. Olvidó el alemán a los pocos días junto con los otros trece idiomas que sabía. Aún se mantenía en pie, aunque no podría decirse que Lars y yo camináramos juntos por la Sierra: él iba a su ritmo, a veces caminaba en dirección opuesta a la mía o simplemente se detenía en seco y permanecía inmóvil durante horas. Cuando las úlceras comenzaron a aparecer, Lars durmió por varios días hasta que una noche lo vi alejarse cual sonámbulo. Lo seguí. Me mantuve alejado para no molestarlo, aunque no demasiado, pues apenas veía en esa noche sin luna. Por un instante pensé que Lars me guiaba con un propósito, como si quisiera mostrarme algo. Sin embargo, al cabo de varias vueltas parecía más bien que lo que buscaba era perderse. Y lo logró: desapareció sin más. La oscuridad lo absorbió. En aquel silencio habría sido fácil escuchar su voz, pero llevaba días sin pronunciar una palabra. Pobre Lars. ¡Qué infierno sería para él estar solo con sus pensamientos llenos de mambé! Grité lo más fuerte que pude y sentí cómo la Sierra vibraba con el sonido de su nombre: ¡Laaaaaaaaaaaaaaaaars! Las Montañas Parlantes estaban murmurando por primera vez en mi presencia.
Volví como pude a donde planeábamos dormir aquella noche. Me mantuve ahí durante una semana esperando el regreso de mi compañero. Hacía semanas que los burros de carga habían muerto por inanición. A los pocos días fui yo quien se quedó sin comida, y aun así prefería morir de hambre a ser presa del mambé.
Era tal la situación, que mi percepción del mundo estaba cambiando. Incluso el nazismo se sentía como una amenaza menor, tan lejana que había perdido credibilidad. En cambio, entre más atormentaba mis días, más me convencía de que el mambé era un ser vivo, mucho más real y mortífero que la guerra a punto de estallar en Europa.
A la mañana siguiente tembló tan fuerte que parecía que la tierra hablaba nuevamente. Me desperté de golpe, muerto de miedo. Pensé que era el fin, que se abriría un hoyo en la tierra y que descendería por él. De pronto, como en una epifanía, supe qué hacer después, si es que sobrevivía. Una vez que terminara el temblor me dirigiría a Juchatengo, donde se origina la mayor cantidad de terremotos en México. De esta forma comenzó la última parte de mi viaje y me dirigí al epicentro, a la “fuente de todos los murmullos”.
En el camino olvidé a mis amigos, mi profesión y hasta mis creencias; pero no olvidé mi lengua. Mi lengua, como mis pensamientos, eran aún míos. Cada noche, antes de dormir, me hablaba a mí mismo para no olvidar quién era y de dónde venía: “Ich bin Robert Lang. Ich gehöre nicht hierher. Ich bin Robert Lang. Ich bin ein Fremder in diesem Land”.
Durante los días que siguieron, la tierra continuó temblando con mayor intensidad. Cuando llegué a Juchatengo puse mi oído contra el piso esperando escuchar algún murmullo, alguna indicación. A los pocos días me topé con un río, que, aunque seco, me hizo pensar en el caudaloso río con el que soñó Lars. Hice lo mismo que él, y lo recorrí como un loco. El cauce se extendía por varios kilómetros cuesta arriba. Remontar el río seco implicó adentrarse al corazón de la Sierra Sur. Al cabo de varios días llegué a una cuenca igualmente vacía. Me senté ahí, imaginando a Lars bebérselo todo. Yo estaba agotado. Me recosté y, con los ojos puestos en el firmamento, me quedé dormido.
Cuando desperté me asomé desde las alturas y noté la caprichosa trayectoria del río. Serpenteaba la Sierra como alguien que no encontró la salida al laberinto. Después comencé a explorar la zona. El paisaje era imponente. Estaba parado sobre una meseta que se extendía por varios kilómetros. Al notar los cerros que nos rodeaban me surgió la sospecha de que no estaban ahí por accidente, sino que estaban alineados con algún propósito, siempre a la defensiva. No vi árboles, sólo arbustos casi secos. Esto tenía que ser Mamboria, ésta tenía que ser la tierra de bramidos.
A lo lejos vi un pueblo formado por varias construcciones de adobe. Me acerqué pensando que estaba listo para encarar a los desdichados mambehablantes. Pero a decir verdad no lo tenía muy claro. ¿Había llegado para buscar la cura o para acabar de una vez por todas con la amenaza lingüística?
Por un rato observé las casas a distancia. A lo sumo eran doscientas. Al contrario de lo que pude imaginar, Mamboria me pareció un lugar apacible. Aunque probablemente esto tenía una explicación: sus habitantes deberían estar todos moribundos, con sus gargantas llenas de úlceras y sin poder moverse por culpa de un idioma que les ofuscaba el cuerpo y la mente.
Fui a buscar algo de comer. Caminé por el pueblo sin toparme a nadie. Incluso las casas a las que entré parecían deshabitadas desde tiempo atrás. El viento levantaba la tierra con violencia, acentuando la soledad del lugar. Seguí caminando hasta llegar al final de la meseta, donde comenzaba una pendiente que se inclinaba hacia el abismo. Volví a recorrer el pueblo un par de veces más en busca de respuestas. Entre más caminaba, más me convencía de que una catástrofe había caído sobre aquel lugar: la sequía y el abandono lo hacían ver como un pueblo fantasma.
Las construcciones estaban intactas, excepto por una, en cuyo interior no había más que escombros. Entré y removí unas vigas de madera que estaban en el piso hasta que alcancé a ver una placa que decía: “Nuestra Señora de Mamboria”. Al fondo de la capilla, el altar aún conservaba su sagrario. Estaba cerrado con llave, así que utilicé una piedra para forzar la cerradura. Encontré unos fósforos y comida: hostias que se deshicieron de un bocado y vino rancio. Adentro había además un libro: era el diario completo del Padre Rodríguez. Salí de la capilla para leerlo, sobre todo las partes que no conocía. Estos son algunos de los fragmentos que me ayudaron a entender a dónde había llegado.
“Se ha vuelto complicado obtener agua en las últimas semanas. El río está cada vez más seco. Pero con la gracia y el apoyo de Dios, saldremos adelante”.
“Una especie de plaga ha caído sobre Mamboria. Las lenguas de fuego se han posado sobre varios y la gente ha comenzado a actuar de manera extraña. De pronto, hasta los más pequeños me parecen enfermizos”.
“Entre la sequía y las lenguas de fuego, los mambehablantes son cada vez menos. Quedan apenas unos cuantos. La mayor parte ha muerto sin conocer el Evangelio, ¿a dónde irán sus atormentadas almas?”.
“Han quemado la escuela que construí con mis propias manos. No ha quedado nada. De la pequeña biblioteca alcancé a salvar un Viejo Testamento y la Breve gramática del mambé. Los he enterrado en el jardín detrás de la capilla. (…). Me temo que el próximo en la hoguera seré yo”.
Fue lo último que pude leer, pues el resto de las páginas estaba escrito únicamente en mambé. Al igual que el Dr. Witzlinger, parecía que el Padre Rodríguez había vivido sus últimos días en la oscuridad. Dos mentes brillantes que se apagaron sin poder decir una palabra. Y entre una y otra muerte, los mambehablantes también encontraron su destino. Sin embargo, a los nazis les interesaban poco las tragedias; les urgía sobre todo que alguien concluyera la Nueva gramática lo antes posible. De pronto me volví indispensable para el régimen.
Con la muerte de Lars Bötcher, y a pesar de sus anotaciones, la Nueva gramática seguía inconclusa. En su estado actual se trataba apenas de un compendio de teorías sin aplicación práctica. Sin embargo, unos meses más de estudio me bastarían para describir el funcionamiento cabal del mambé. Sus reglas, casos, sintaxis… lo necesario para ser enseñado en un salón de clases.
Sabía lo que tenía que hacer. Fui inmediatamente al jardín y me puse a escarbar la tierra con las manos hasta encontrar el manuscrito. Me tomó dos días. Mis manos sangraban. No vi ningún rastro del Viejo Testamento, pero la Breve gramática del mambé había permanecido prácticamente intacta bajo tierra. Sus páginas aún eran legibles.
Junté las dos Gramáticas, la Breve y la Nueva, y al lado coloqué el diario: utilicé los fósforos que encontré en la capilla para prenderles fuego. Hincado frente a la hoguera una parte de mí lloraba. Era el único lingüista en el mundo que había destruido los últimos registros de un idioma. Me había convertido en un lingüicida. Por otra parte, tenía un fuego listo con el cual me hubiera gustado mandar señales de humo hasta Alemania: “El mambé ha muerto”.
Veía los libros quemarse cuando escuché que alguien se acercaba a mis espaldas. Volteé y vi a un perro acercándose. Era un hermoso ejemplar de una raza que nunca había visto. Tenía el pelo cortísimo, de color blanco. Se abalanzó hacia lo que quedaba de mí y comenzó a lamerme la cara en el gesto más humano que había recibido en semanas.
Mientras acariciaba al animal alcé la mirada y observé a una mujer a escasos metros de nosotros. De su boca salió un grito espantoso que el perro acató como si fueran órdenes. Yo, por mi parte, me quedé inmóvil pues había escuchado aquello que tanto temía: el mambé hecho palabra.
La mujer y yo cruzamos miradas por unos segundos. Después comenzó a caminar hacia el centro de Mamboria. El perro le siguió, y yo fui tras de ellos. Ninguno de los dos dijimos algo. Detrás de nosotros las dos Gramáticas desaparecían.
Mientras caminábamos no dejaba de observar a aquella mujer: era vieja, de movimientos lentos, pero lúcidos. Pelo largo, piel morena. Sus ropas estaban hechas a mano. En su juventud probablemente hasta tuvo una complexión atlética. Parecía sana, no como aquellos pobres hombres que había visto sucumbir ante el mambé. En su garganta era improbable que hubiera algún brote de úlceras.
La seguí hasta una casa. Su casa. Ya adentro la mujer apuntó a una silla, lo cual interpreté como una señal universal. Me senté y el perro se posó a mis pies. La mujer desapareció por unos minutos y regresó con comida en un plato para mí. Era una especie de masa y frutos secos.
Apretado contra la silla y con el estómago más tranquilo, no tuve más remedio que escuchar a la vieja hablar en su lengua madre. Así fue como empezó la hora más larga de mi vida.
El sonido del mambé era irreal, completamente desarticulado y si no hubiera tenido frente a mí al interlocutor, juraría que ningún ser humano podía conseguir esa pronunciación. Sin embargo, el milagro estaba sucediendo frente a mí. El incesante chasquido de la lengua contra el paladar o el uso de la respiración como forma de comunicación son sonidos que aún no consigo olvidar. Las descripciones del Padre Rodríguez se habían quedado cortas. El mambé era una lengua horrible y, a pesar de toda su fealdad, la mujer consiguió transmitirme su desesperación. Era como si me estuviera pidiendo ayuda a gritos.
El siguiente suceso hizo que todo aquello fuera aún más confuso. Un niño, de unos seis años, entró llorando a la habitación. Con gesto maternal la mujer lo puso en sus piernas. Al verlos a ambos en una situación tan cotidiana, pensé en los posibles límites de su idioma. ¿Qué, si no existían las palabras correctas para consolar a alguien en mambé? ¿Qué, si era imposible demostrar afecto o tan siquiera agradecer? Como fuese, el niño cesó de llorar.
Y a todo esto, ¿quiénes eran estas personas? Con seguridad eran los últimos hablantes del mambé. De alguna manera habían sobrevivido a la hecatombe que cayó sobre su pueblo. Y ahí estaban, abrazándose el uno al otro, como los únicos portavoces de su idioma.
Pasé la noche dentro de la casa. Me recosté en una hamaca, sin poder dormir. ¿La mujer realmente pedía ayuda? Pensé en el pobre niño que dormía en el cuarto de al lado. Su pueblo y su lengua tenían los días contados. Así es como se acaba el futuro, cuando te das cuenta de que no hay nadie con quién hablar acerca del pasado, cuando descubres que sin voz no hay nadie más que pueda pronunciar tu nombre.
Tomé algo de comida y me escabullí fuera de la casa con el niño en brazos. Era de madrugada. Mientras me alejaba alcancé a escuchar unos débiles ladridos. Llegué a la cuenca sin agua y seguí el cauce río abajo. Para ese entonces el niño ya había comenzado a berrear. No sabía qué era más difícil: subir la Sierra muerto de hambre o descenderla mientras alguien te grita con toda la fuerza del mambé. Nuevamente las montañas murmuraron a mi alrededor, sólo que esta vez lo hacían en una lengua muerta.
Así es. Maté al mambé, dos veces. La primera vez le prendí fuego y vi cómo sus restos se volvían cenizas. La segunda vez fue una muerte más dulce. Lo dejé morir como le sucede a los idiomas en desuso: en el triste y lento olvido de sus hablantes. A cambio, al chico le ofrecí un futuro en el cual podría alzar su voz. Lengua por lengua: una misión fácil. Cuando finalmente salí de la Sierra sur de Oaxaca, recordé que estábamos en medio de un paraíso lingüístico, al alcance de cientos de lenguas vivas.
ILUSTRACIÓN: Iván Vargas
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