Jaime Torres Bodet: lecciones no aprendidas, decepciones olvidadas

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Las Memorias del exsecretario de Educación son un testimonio fiel de los retos que enfrentó y de los errores que sus sucesores están llamados a no repetir

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POR GERARDO OCHOA SANDY 

 

I

 

Jaime Torres Bodet fue secretario de Educación de 1943 a 1946 durante el sexenio de Manuel Ávila Camacho y de 1958 a 1964 en el periodo de Adolfo López Mateos. En sus Memorias registra los detalles de su proyecto y los retos que enfrentó. La nueva reforma educativa y el aviso de la Estrategia Nacional de Lectura del gobierno actual imponen la relectura de sus reflexiones. La razón: experiencias fallidas que se repiten, decepciones olvidadas como si no hubieran ocurrido, vicios vueltos cáncer social.

 

II

 

21 de diciembre de 1943. Ávila Camacho cita a Torres Bodet, subsecretario de Relaciones Exteriores, en Palacio Nacional. El presidente le expone los problemas relativos al magisterio. En tres días se llevaría a cabo en Palacio de Bellas Artes un congreso para la unificación de varios grupos magisteriales, y su eventual fracaso sería contraproducente.

 

Un sector dividido.

 

Por un lado, “millones de profesores titulados: muchos de ellos de luz escasa o cansada ya por la edad, o extenuada por la miseria”. Por otro, junto a maestros capaces pero “vejados por la política”, los “millares de jóvenes recluidos al favor de cualquier capricho (…) sin más diploma que el certificado de educación primaria”.

 

Y unos cuantos maestros con “conciencia y corazón”.

 

Hacía falta, apunta Torres Bodet, la “instauración del estatuto jurídico de los empleados al servicio del Estado” pero ¿era posible ofrecer las mismas garantías a quienes cumplían su función mientras otros “iban a mantenerse en sus puestos por obra del estatuto?”

 

Era necesaria una “ley de servicio civil” para establecer niveles “de calidad y también de mérito: fundar mejores escalafones, señalar plazos equitativos para regular situaciones irregulares (…) asegurar la selección en virtud de la competencia; dar estímulo a los más dignos de recibirlo; y hacer de la profesión del educador una rampa sólida y firme, de elevación segura a niveles justos, y no un inmenso ascensor burocrático, lento en su impulso y sin más puertas normales de escape que la renuncia, el retiro o la defunción”.

 

Pero el presidente no estaba decidido a los cambios:

 

“Lo que podía era designar a otro secretario de Educación Pública, y enviar al despacho de Vasconcelos a una nueva víctima del sistema que había prevalecido en el curso de los últimos años. Esa víctima —sin que don Manuel empleara el término— sería yo.”

 

Así asistió como nuevo titular al congreso en Bellas Artes, que dio origen al SNTE.

 

Torres Bodet no hablaba de 2019 sino de 1943.

 

El diagnóstico era preocupante.

 

Hoy sigue el mismo debate. La situación es desastrosa.

 

III

 

El sindical no era el único frente.

 

Los libros de texto eran “inadecuados, anémicos y confusos, cuando no francamente malos”. Los rescatables eran “los más antiguos y, por consiguiente, los que, a pesar de ciertas adaptaciones, no respondían sino de manera muy fragmentaria, a los programas de 1943”. No lo lograría entonces pero, tres lustros después, bajo la presidencia de López Mateos, concretaría, el 12 de febrero de 1959, la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, con la expectativa de remediar la situación.

 

El tres de febrero de 1944 se instaló la Comisión Revisora y Coordinadora de Planes Educativos, Programas de Estudio y Textos Escolares. La reforma educativa era el paso siguiente. La escuela pública tendría que ser “activa”, “práctica”, “vital”, no sólo ocupada de los “conocimientos abstractos” sino de las “habilidades concretas y adiestramientos indispensables para el trabajo”.

 

El secretario planteaba una estrategia que hoy se denominaría “transversalidad”:

 

“Respecto al trazo vertical de los planes y los programas, insistí en la necesidad de imaginar una serie de diagonales imprescindibles; esto es: una sucesión de sistemas abiertos y coordinados, que hicieran del proceso completo (desde el jardín de niños hasta los grados superiores, a los cuales eran tan pocos los que ascendían) no una línea hermética e inflexible, sino una vía con diversos escapes de derivación lateral. Queríamos que los muchachos que no dispusiesen de recursos para seguir esa vía hasta su término, recibieran la oportunidad de carreras cortas, y se acabase así con el tipo del estudiante fracasado y con la antieconómica deserción escolar.”

 

IV

 

Para su campaña de alfabetización, José Vasconcelos había acudido a los maestros universitarios, lo que implicó un descuido de la universidad, señaló Daniel Cosío Villegas en sus Memorias. La publicación de los clásicos no fueron para muchos —las cartillas aparte— los materiales de lectura más adecuados, rememora molesto Vasconcelos en Ulises Criollo. Torres Bodet, a través de la Ley para la Campaña Nacional de Alfabetización, buscaría otra solución.

 

En ella se fijó que “todo mexicano mayor de 18 y menor de 60 años, residente en México, que supiera leer y escribir y que no sufriera de alguna discapacidad, tendría la obligación de enseñar a leer y a escribir a cuando menos a un analfabeto, mayor de 6 y menor de 40, que no estuviera incapacitado ni inscrito en una escuela”. El periodo de prueba: del primero de marzo de 1945 al último de febrero de 1946.

 

La SEP imprimió 10 millones de cartillas, más una cifra no precisada por Torres Bodet para los indígenas. Ferrocarriles Nacionales las distribuyó y, para llegar a los municipios más distantes, se acudió al Ejército. “Resultaba, en efecto, conmovedor contemplar a nuestros soldados —muchos de ellos analfabetos— transportar esa carga nueva: libros en vez de balas, cuadernos de trabajo en lugar de ametralladoras”.

 

Era necesario, asimismo, un Instituto Federal de Capacitación del Magisterio.

 

Ante la falta de personal, los cursos y las evaluaciones se realizarían por correspondencia. Luego los maestros-alumnos asistirían a cursos orales y presentar el examen final.

 

V

 

No se tardó Torres Bodet en advertirlo:

 

“(…) miles de mexicanos trataron sinceramente de enseñar a leer y a escribir a sus compatriotas. Muchos lo hicieron, de buena fe. Sobre todo en provincia, según pude observarlo (…) Pero las virtudes del maestro no se improvisan”.

 

No se hizo ilusiones. No esperaba que esas lecciones “sirviesen para alfabetizar a los iletrados, sino —a lo sumo— para guiar sus primeros pasos por el camino de la lectura”, pero lo desconsolaba la “pasividad de la juventud”:

 

“(…) los muchachos menores de 18 años no estaban obligados a enseñar por determinación de la ley. Pero ¿no sentirían, por lo que tiene la adolescencia de generosidad espontánea y franca, el deseo de contribuir a la redención de sus compatriotas? De los 15 a los 18 años, el alma se encuentra abierta, como en ninguna otra época de la vida, a todas las nobles incitaciones. Para no hablar sino de la historia de nuestro pueblo, menos de 15 años tenía Vicente Suárez en 1847. Y figura en la promoción de los Niños Héroes. ¿No existían, en la República, en 1944, Vicentes Suárez sin uniforme, dispuestos —si no a morir— a vivir para el bien de México?”

 

Y la presiones sindicales, las ríspidas negociaciones con la secretaría de Hacienda y el desinterés de las organizaciones populares, los sindicatos, las agrupaciones cívicas y el sector industrial.

 

Eran los presidentes municipales, médicos de provincia, obreros y agricultores y los “maestros y maestras, viejos y enfermos, algunos ya desterrados del paraíso de las escuelas”, los que asumían el desafío. No bastaba.

 

Un problema adicional: a los indígenas ¿se les castellanizaba o se les alfabetizaba en su lengua natal? Para la segunda opción había menos maestros. El nuevo Instituto de Alfabetización en Lenguas Indígenas era la opción, pero se malogró. Acusa Torres Bodet:

 

“Hubo de interrumpir su labor (…) cuando el trabajo más necesario no había empezado: la formación de los instructores. La cuarta de sus cuartillas fue impresa en agosto de 1946. Tres meses más tarde cambió el gobierno y, con el gobierno, el personal directivo de la secretaría”. Los entrantes siguieron la inercia. No obstante “todo cuanto podía recordarle un esfuerzo mío, producía no sé qué alergia en el licenciado Manuel Gual Vidal, mi amigo, mi compañero de escuela… y mi sucesor”.

 

Nació entonces el INI.

 

Y la SEP se desentendió.

 

VI

 

De mayo de 1944 a noviembre de 1946 se publicó —bajo la tutela de José Luis Martínez, su secretario particular, y las aportaciones de Rafael F. Muñoz— la Biblioteca Enciclopédica Popular. Era darle continuidad a la apuesta de Vasconcelos. La colección consistía en una serie de cuadernos semanales a 25 centavos y con un tiro de 25 mil ejemplares, 134 en total. Diez mil se regalaban a los maestros rurales.

 

Los contenidos: Cervantes, Tucídides, Plutarco, los héroes de la Independencia, la Reforma y la Revolución, las historias de Estados Unidos, Chile, Perú, Brasil, Ecuador, Venezuela y sus próceres. Había manuales prácticos sobre agricultura y oficios varios.

 

Los costos de papel y distribución y los descuentos a los expendedores causaron pérdidas, aunque Torres Bodet no entra en detalles. Su sucesor, Gual Vidal, la continuó dos años más, y la cerró en el número 232. En 1958, de regreso a la SEP, intentó relanzarla. Lo impidieron otra vez los costos, una actividad editorial más dinámica y su prioridad: los libros de texto gratuitos.

 

Desde la distancia, la crítica:

 

“En 1960 los libros de texto sustituyeron a los clásicos de 1921 y al liberal enciclopedismo de 1944. Hubiera sido lógico lo contrario: principiar por los manuales escolares; establecer, más tarde, la Biblioteca Enciclopédica y, como remate del edificio, proceder a la edición crítica y analítica de los clásicos. Sin embargo, uno es el orden de los conceptos, y otra (muy diferente, en un pueblo pobre) la lógica de la vida. Se empezó por lo más brillante, que era —en conjunto— lo menos caro. Y se acabó por lo más humilde, que, en conjunto, tuvo que ser a la postre lo más costoso.”

 

 

VII

 

Ya en el sexenio de López Mateos, Torres Bodet es escéptico:

 

“(…) mis experiencias me obligaban a reconocer que esa fe en la transformación colectiva por la sola virtud de la escuela podría resultar ilusoria. Cada vez se descargan más los órganos de la sociedad de los deberes educativos que les incumben. Y cada vez los trasladan más, por delegación, a un taller tan limitado en el espacio como en el tiempo: el de la escuela”.
La falta de mística docente y la corrupción sindical anticipaban la debacle actual:

 

“Los gobiernos creían que los maestros acataban fielmente sus planes que, a menudo, ni siquiera leían. Entre las razones de Estado, que exponen los funcionarios, y la forma en que muchos de los educadores interpretan tales razones, media un abismo. En 1921, Vasconcelos pugnó por federalizar la enseñanza. En 1943, imaginé candorosamente que la firme unidad sindical de los profesores contribuiría a mejorar la federalización ideada por Vasconcelos. Pero, en 1958, me daba cuenta que, desde el punto de vista administrativo, la federalización no era recomendable en los términos concebidos por Vasconcelos. Por otra parte, la unificación sindical no parecía favorecer de manera muy positiva a la calidad del trabajo docente de los maestros. Habíamos perdido contacto con la realidad de millares de escuelas sostenidas por el gobierno, desde Sonora hasta Chiapas y desde la frontera de Tamaulipas hasta las playas de Yucatán. Nuestros informantes directos eran inspectores que, como socios activos del sindicato, encubrían a tiempo las faltas y las ausencias de los maestros, pues no ignoraban que la gratitud de sus subalternos les sería, a la larga, más provechosa que la estimación de sus superiores.”

 

Lo que pasa ahora no es pues novedad.

 

 

VIII

 

Al calce. La publicación de las Memorias por parte del FCE es poco profesional. No alude a la edición que le antecede, la de Porrúa. Tampoco hay algún aporte: una introducción, una cronología comparada, un índice de nombres. Los lectores, y las editoriales, seguimos en deuda con Torres Bodet.

 

 

FOTO: Jaime Torres Bodet, entonces secretario de Educación Pública, durante la entrega de libros de texto gratuitos a niños de primaria en 1961. / Archivo EL UNIVERSAL

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