La novela según Sergio Pitol
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La conversación fue una de las vías preferidas por el autor de Domar a la divina garza, quien dedicó varias obras a reflexionar sobre la creación novelística, para adentrarse en su pasión por la literatura y la filosofía de la vida, ésa que le daba sentido a tomar la pluma y crear mundos
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POR JOSÉ HOMERO
Cierta mañana de 1988, el teléfono sonó en el departamento de Xalapa donde aún vivía con mi madre. No respondí yo, de modo que sólo escuché que me llamaban y cuando me entregaron en la mano el auricular –de ese espantoso color crema que sustituyó a los fúnebres aparatos del pasado–, una acotación: “Dijo que se llama Sergio Pitol”.
Sería hasta 1990 cuando finalmente nos encontraríamos en su casa vecina a la plaza de La Conchita, en Coyoacán. En al menos un par de ocasiones había llamado a Pitol desde la caseta de un teléfono público, para acordar una cita. A veces se encontraba cansado, en otras había salido de viaje. Sin embargo, su tono era siempre amable, generoso, cálido.
Sirvan estas confidencias como presentación de la entrevista que sostuvimos en 1994. Es una de las tres conversaciones que recuerdo haber efectuado con intenciones profesionales –las otras, las amistosas, fueron innumerables–. La que a continuación ofrezco, realizada en 1994 y que en rigor es un acercamiento a su poética y una declaración devota a Henry James y Anton Chéjov, se ha mantenido casi secreta.
Hay en su obra narrativa una técnica que Carmen Boullosa llama de “el espejo” o “especular”, que permite establecer cierta distancia entre los hechos narrados y el narrador, quien puede ser un personaje. Regularmente suele ser una narración oblicua, indirecta, por ejemplo, “Vals de Mefisto”, “El relato veneciano de Billie Upward” y El tañido de una flauta…
Hace muchos años, Juan García Ponce escribió un artículo sobre mis narraciones que se titulaba “Sergio Pitol: la mirada oblicua”, donde hacía referencia a ese distanciamiento, a esa especie de velo interpuesto entre el autor y lo que está contando. Esa peculiaridad no obedece a la aplicación de alguna teoría literaria –lo poco que conozco de teoría lo he leído después de la creación de la mayor parte de mi obra–. La fuente de mi escritura habría que buscarla en la lectura de algunos novelistas que en un momento determinado me han entusiasmado. La narrativa, por ejemplo, del siglo XVIII, es decir, las novelas de la Ilustración, así como en ciertas películas de Ernst Lubitsch, de René Clair, o de [Federico] Fellini. Las novelas que me vienen a la mente serían Jacques, el fatalista de [Dennis] Diderot, Tristram Shandy de Lawrence Sterne, El manuscrito hallado en Zaragoza de Jan Potocki. Lo que me entusiasma de esa novela es una especie de rebelión de los personajes contra el autor. El autor hace planteamientos que son negados o rechazados por la conducta de los personajes. Son novelas que se hacen, se deshacen y se rehacen al mismo tiempo. Cada capítulo añade nuevos elementos que disminuyen, adelgazan o abiertamente refutan los consignados en los capítulos anteriores.
Empecé a escribir poco después de haber llegado a México –muy tardíamente, debido a la incomunicación en que nos mantuvo la Segunda Guerra Mundial– la nueva novela europea y norteamericana. Esas novelas eran una refutación fehaciente a los juicios proclamados por algunas grandes personalidades de nuestro siglo, como Paul Valéry, André Breton y José Ortega y Gasset, para citar solamente unos cuantos nombres notables, acerca de la novela como género en vías de extinción; ellos afirmaban que la novela estaba agonizando, que era una manifestación del pasado, que no tenía posibilidades de continuar con vida. De pronto, con la invasión de libros llegados a México a principios de los años cincuenta, descubríamos que las posibilidades de la novela eran muchísimos más variadas de lo que imaginábamos, que el repertorio de recursos de que podía valerse el novelista era infinito. Nos hallábamos ante un renacimiento del género, no en sus postrimerías. Recuerdo en particular ¡Absalón, Absalón! y El sonido y la furia de William Faulkner, el Rashomon de [Ryunosuke] Akutagawa, Los monederos falsos de [André] Gide, las novelas de Elio Vittorini, las de [James] Joyce y las de la Woolf, y muchas otras más. En todas esas novelas, el narrador relata una historia cuyos enigmas nunca llega a aclarar; hay un misterio propuesto de antemano que va siempre posponiendo. En Rashomon hay un asesinato y también un triángulo amoroso: cada uno de los personajes cuenta la historia de manera diferente: la mujer, el amante y el fantasma del marido asesinado ofrecen una versión distinta; hay voces que traban un determinado tejido lingüístico, hay un entreveramiento delirante de emociones, hay descubrimientos, nieblas y ocultamientos, hay un juego de tonos; el conjunto de todo eso es lo que constituye la novela. Se han contado muchas cosas y algunas de ellas han sido refutadas, se ha escudriñado en el interior de las almas, para usar una expresión antigua, el misterio al final sigue siendo un misterio, ningún enigma se ha dilucidado, todo ha quedado inconcluso, sin embargo, nos queda un fruto perfecto y acabado: la novela.
Por otra parte, el final de la guerra coincide con el redescubrimiento de Henry James, cuya obra estaba casi perdida, carente de prestigio. James fue una revelación, ya que desde sus primeras obras narrativas propone nuevas y deslumbrantes formas de acercamiento a una trama. En primer lugar, establece un punto de vista que es diferente al del autor; es el punto de vista de un personaje, quien no va a contarnos una historia objetiva, sino que la va a filtrar a través de su peculiar psicología, por sus intereses particulares, por su específica participación en la trama. Deja, por lo mismo, muchas cosas en la sombra, intensifica otras y elimina cualquier apariencia de esa realidad objetiva que establecía el siglo clásico de la novela, es decir el XIX, donde el autor conoce de antemano los hechos, conoce el comportamiento de los personajes y su destino final, para con todos esos elementos, construir la novela. En James casi nunca sabemos si estamos o no pisando tierra firme, nada es definitivo, sólo conocemos la graduación de tonalidades interiores que le permite al autor privilegiar ciertas zonas y oscurecer otras. Todo ello depende del “punto de vista” del personaje que narra; a veces se trata de un niño o una niña incapaces de comprender el sentido de aquello que observan, otras un personaje con poca sensibilidad, o pocos conocimientos, un ama de llaves, una sirvienta… que captan sólo aquello que se encuentra al alcance de una mentalidad primaria dejando en la sombra, totalmente emborronado y caótico, aquello que no alcanza a comprender, de manera que la lectura de la mayor parte de las novelas de James es como el acercamiento a un misterio que uno tendrá que esclarecer; aunque no esté seguro de haberlo logrado, el lector queda con la plena sensación de haber asistido a un acontecimiento literario.
Hay obras extraordinariamente difuminadas, imposibles casi de seguir, como Lo que Maisie sabía, que han hecho nacer toda una bibliografía en el intento de interpretarlas. Es también el caso de La vuelta de tuerca, donde uno jamás sabe con entera seguridad qué es lo que ha ocurrido. Puede tratarse de un espejismo, de una alucinación del personaje que narra los hechos, como afirma Edmund Wilson, pero pueden caber otras interpretaciones. En fin, eso es James. No fue el primero en inventar un sistema, pero sí quien le dio mayor coherencia y lograr obras extraordinarias con él. Emily Brönte, un siglo antes había utilizado recursos parecidos y también Wilkie Collins, en una de las primeras novelas policiales, The moonstone (La piedra lunar), la más perfecta novela policial según Borges. Por ello decía que algunos de sus relatos me fueron fundamentales para concebir esa visión oblicua con que nació esta entrevista. Recuerdo, en especial, dos textos de Ficciones: “El acercamiento a Almotásim” y “El examen de la obra de Herbert Quain”. En este último, Borges estudia a un autor imaginario y reflexiona sobre tres o cuatro de sus novelas. Al hacerlo nos plantea una amplia y prodigiosa serie de posibilidades de tipo estructural; habla de algunos capítulos que tendrán un determinado efecto si se sitúan en una parte precisa del libro, y el efecto contrario si están en otra, también de capítulos en donde el autor ha incurrido en cierto desgano mostrando una inconcebible ineficacia para hacer destacar otros, para transmitir una señal que nos lleve a otra parte. En estos términos, hacer una novela equivale a poner en acción un ars combinatoria, donde cada una de las partes puede contar por sí misma o tan sólo tener un efecto sobre el conjunto de las otras.
Ya en 1939 o 40, Borges celebró una novela llamada A nadar-dos-pájaros, de la que en su época sólo se vendieron cincuenta o setenta ejemplares; la acogida fue tan fría que, durante muchos años, su autor, Flann O’ Brien no volvió a escribir nada. Sólo que, en esas pocas decenas de lectores, hubo algunos que fueron excepcionales: Samuel Beckett, James Joyce, Dylan Thomas, y también Borges, quien la reseñó en las páginas de El hogar. O’ Brien plantea la historia de un joven escritor que se decide a escribir su primera novela y conversa con un amigo, compañero de bebida y de estudios, sobre la trama y la calidad de los personajes. El joven autor crea a un autor imaginario que será quien relate la historia. Hay un momento en que la novela parece convertirse en un laberinto, que es a la vez un rompecabezas donde está incluida la historia de la poesía medieval irlandesa y donde los personajes creados por el personaje creado por el joven que escribe su primera novela se rebelan violentamente contra su autor; hay una independencia de acciones, tramas que generan otras tramas, cada vez más absurdas, que incesantemente se bifurcan, se entrechocan, se niegan, y al final del libro sabemos muy poco de lo que ha ocurrido, salvo que hemos asistido a una regocijante y prodigiosa experiencia literaria.
Todo esto me hacía sentir la vitalidad del género novela y su incesante renovación. Yo me adherí de inmediato a este tipo de novela que no trataba de explicar nada, sino de ser tan sólo literatura. De manera que cuando comencé a escribir me pareció natural seguir esta dirección y no adherirme a las corrientes que surgieron inmediatamente después de la guerra: la novela neorrealista, la existencialista, la nutrida por el psicoanálisis, donde los autores volvieron a desempeñar el carácter omnímodo que caracterizó a sus antecesores en el siglo XIX, y que le volvió a permitir, con una carencia absoluta de humor, emitir juicios de valor sobre la política, la sociedad, la familia, la cultura, sobre todo. Después vino una época, la posterior al nouveau roman, donde la narración se veía con sospecha, como un lastre que el novelista debía eliminar para llegar a la esencia de la literatura. Fue una época demasiado verbosa, la del dominio de Tel Quel. Pocas de las novelas nacidas bajo esa tutela me sedujeron, las más me produjeron un tedio indecible. Volver a ellas ahora me resultaría un castigo. Pero en su momento crearon una presión a nivel internacional. Mi generación salió bastante bien librada de esa experiencia.
Hace poco leí una entrevista con un pintor a quien mucho admiro, Valerio Adami, quien además de ser un gran artista plástico es uno de los intelectuales más coherentes que conozco. Se trata de un pintor extraordinario, dentro de la nueva generación, creador de una realidad absolutamente contemporánea en el sentido de que su mundo plástico es también una recreación oblicua, libérrima en relación a lo que se considera como realismo clásico. En esa entrevista contaba que en los años cincuenta, en medio de ese triunfo internacional que obtuvo entonces la pintura abstracta, cuando algunos teóricos señalaban que al fin la pintura había comenzado a ser pintura por haberse logrado desprender de la figuración, de la que se habían valido la Iglesia, el Estado, la sociedad para dominarla e impedirle llegar a su verdadera plenitud, la abstracción. En esa época, Adami vivía en Londres. Se reunía con [Francis] Bacon y con los cinco o seis pintores europeos importantes que seguían situados en la figuración y que eran considerados por los críticos y los otros pintores como una pura reliquia del pasado. Les hubiera sido fácil iniciar otra experiencia para estar a la altura de la moda. No lo hicieron por fidelidad a sí mismos. Hoy día, son los autores que quedan y gran parte de esa pintura estruendosamente celebrada hace cuarenta años, está muerta, fue solamente una excreción artificial de la época. Estoy convencido de que cada época va creando presiones sobre la creación y llenando de dudas al creador sobre su trabajo y su ruta personal. Está muy bien que así sea. Sólo los imbéciles están exentos de dudas. Serán la honestidad y la intuición personal las que indiquen la salida.
FOTO: ”Lo poco que conozco de teoría lo he leído después de la creación de la mayor parte de mi obra”, confesó Pitol, quien dedicó varios de sus libros al trabajo de distintos narradores de lengua inglesa. / Archivo personal de Sergio Pitol
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