También esto pasará

May 25 • destacamos, Ficciones, principales • 2728 Views • No hay comentarios en También esto pasará

/

Las celebraciones por el cumpleaños 80 del autor italiano continúan, y lo festejamos con la publicación de esta crítica literaria desde la ficción

/

POR CLAUDIO MAGRIS 

La cena estaba por concluir, dentro de poco llegaría el momento del brindis, de los discursos, de las reiteradas felicitaciones al ganador. Sobre el mantel se advertían algunas manchas de vino y cada tanto, de las velas, escurrían gotas de cera. Los meseros se esmeraban en ir sustituyendo platos y cubiertos; sus brazos descendían sobre las mesas y, cual estocadas, se replegaban impetuosos; pero, por doquier, esa geometría comenzaba a desarticularse, algunos movimientos se interrumpían y uno que otro objeto lograba escabullirse de las redes del orden, se quedaba atrás, abandonado a la inercia y a la erosión de las cosas. Miró el plato de su vecino –que, medio dándole la espalda, narraba en voz alta algo divertido– y observó la grasa que se había acumulado en el fondo. Apenas un poco antes, ese jugo todavía estaba bueno y se podía comer. A saber dónde y cuándo comenzaba la primera cisura, si existía un punto preciso, una solución de continuidad entre el cuello que todavía seguía almidonado y el que ya estaba sudado.

 

Lanzani le sirvió de beber, ignorando su resignado rechazo. “Es un Freisa extraordinario, lo producen aquí cerca, a pocos kilómetros de Casale. Que los tintos franceses, en medio mundo, sean más apreciados que los piamonteses, sólo nos viene a demostrar que nosotros no sabemos cómo hacerlo y que, a pesar de todo, en la guerra y en el comercio todavía estamos aprendiendo los rudimentos. Con excepción, afortunadamente, del amor”. Serra sonrió con gentileza y lo miró con sus ojos acuosos que alguna vez habían sido azules. Tuvo que hacer un pequeño esfuerzo para mirarlo en realidad, para distinguir su cabello negro y lacio, su enorme y rapaz nariz, la boca golosa e impertinente. Desde hace tiempo sentía que no podía detener su mirada sobre un objeto en particular, sino que sobrepasaba las cosas como si fuesen transparentes y que se perdía, con su vista miope, en una lejanía incolora.

 

Le sonrió nuevamente a Lanzani, una triste sonrisa de disculpa por aquella dificultad para enfocarlo, para advertir su imperiosa presencia. Se daba cuenta que a los ojos ávidos y penetrantes de Lanzani se les escapaban pocos detalles, incluso cuando solamente parecían reír, velados por el vino o encendidos por alguna anécdota narrada entre un platillo y otro. Los platillos eran decorosos y dignos, como todo el premio, de la hospitalidad de Lanzani. Era difícil deponer a las Musas de su trono. Las empresas que Lanzani poseía eran, para quienes escuchaban a menudo nombrar sus siglas, tan impenetrables como el destino y los periódicos de los que poseía porcentajes decisivos podían contribuir a remover a un presidente de su silla o a Dios de un corazón, pero algo le infundía un extraño respeto por la gente que alineaba palabras sobre el papel, anodinas y, sin embargo, respetables. El munífico premio literario, que Lanzani había instituido para la narrativa joven y que era conferido por un jurado sobre el que no hay nada que decir, era la propina de un patrón, pero también la ofrenda de un devoto.

 

El ganador había leído un capítulo de la novela premiada y ahora la costumbre quería que otros leyeran, en su honor y en honor a sí mismos, algunas de sus páginas. Luego se le rendiría, como era justo, homenaje al lugar en el que se celebraba la premiación, a sus nobles tradiciones y a su cultura. Serra miró, fuera de la ventana, las grandes montañas engullidas por la noche, sobre cuyas cumbres todavía seguían enredados algunos jirones del atardecer. Los versos y las prosas que eran leídos a unos metros de él le llegaban como un murmullo, no se distinguían bien del rítmico zumbido que la alta presión le hacía escuchar en los oídos. Se dejó arrullar por ese fluir uniforme, sin seguir las diferentes voces y palabras que se sucedían. Le gustaba que la vida corriese regular y simétrica, cancelándose de continuo, como las comidas de su pensión, como el acto de rasurarse cada mañana. Dentro de poco le tocaría a él; él era, por así decirlo, una especie de invitado de honor, para presumir a los presentes.

 

Resultaba algo cómico representar el papel del genius loci de esas tierras, que no sabía si podía llamar suyas, incluso si las amaba, en los límites en los que le era permitido conjugar ese verbo. Pero, ciertamente, no se sentía fuera de lugar, desde hace mucho tiempo había abandonado esa sensación, es más, no entendía cómo, en este mundo, uno podía sentirse a gusto o a disgusto. Ese cenicero a su izquierda, en el que cada tanto una mano sacudía un cigarro, no estaba ni el lugar justo ni en el equivocado, sencillamente estaba allí, a su izquierda.

 

“¿Pero usted, cuándo escribe? Quiero decir, ¿cuándo escribe realmente?” La curiosidad de Lanzani le pareció indecorosa, como si le hubiese preguntado a qué hora y en qué posiciones acostumbraba hacer el amor, pero sintió que en aquella pregunta había respeto y casi deferencia, el deseo de conocer los secretos de una actividad que al otro debía parecerle misteriosa, mientras que a él siempre le había parecido monótona, cuando mucho, melancólicamente casual. “Realmente, realmente, nunca”. Lanzani rió estrepitosamente y le asestó una manotada en la espalda. “Usted realmente es un buen tipo, un verdadero escritor, se le nota de inmediato”. ¿Sea verdad o no, desde hace cuántos años no escribía? El valle sin fondo, sobre el cual Lu se elevaba como un papalote, lo desconcentró por un instante y para poner orden en ese vacío oscuro que sentía por dentro, meticulosamente le pasó revista, en su imaginación, a la habitación de la pensión en la que vivía: la cama, el lavamanos, dos o tres estanterías con libros, el sillón junto a la mesa, el perchero, la fotografía de sus padres, el paraguas apoyado en una esquina. El pensamiento del paraguas lo tranquilizó: sostener en la mano su mango arqueado, liso y robusto, siempre le proporcionaba una cierta tranquilidad. En esa habitación estaba todo lo que le había quedado. Lo demás… era un poco absurdo pensar que hubo otras cosas, muchas otras cosas, y en cómo se habían perdido. Recordaba bien, eso sí, la hermosa casa con jardín, y la fresca terraza, un poco en las afueras de la pequeña ciudad en Moldavia donde su padre había establecido la fábrica de sombreros. Su madre, en una tumbona en el jardín, leía libros alemanes; su padre, cuando por las noches regresaba a casa, le hablaba de Italia, que él recordaba poco, de las rojas torres de Asti y de las colinas de Monferrato, de la distancia que mediaba entre el valle del Tanaro y el del Po. Sobre todo, recordaba a una campesina rumana que le servía en el jardín, durante el verano, con los pies descalzos, la nuca recia y morena, la espalda que le quedaba un poco al descubierto cuando la blusa se le resbalaba al inclinarse para colocar los platos sobre la mesa.

 

Lo que vino después, se precipitó en una carrera confusa; los años en los que tomó el lugar de su padre en la dirección de la fábrica de sombreros, la guerra, la quiebra, la fuga, sus padres, un muerto en su cama y la desaparición a saber dónde, polvillo de cenizas en el exterminio, el retorno a Italia, la vida tratando de salir adelante en grandes edificios grises, llenos de papeles para escribir a máquina y rubricar; y, finalmente, el retiro en aquella pensión, en los lugares en los que no sabía si recordaba haber partido o si se lo habían contado de niño. Estaban, eso sí, un par de libros, quizá hasta discretos, que unos años antes había tenido una modesta pero indudable resonancia –acaso porque, pensaba, las historias judías, después de la guerra, tenían un mínimo de éxito garantizado.

 

Lanzani, junto a él, hablaba de cenas y viajes, sacando a relucir, cada tanto, y en un tono familiar, nombres que a Serra le eran vagamente conocidos por las páginas de los periódicos. El profesor Ribaudo, cultor de historia patria, había evocado brevemente a sor Angela Vallese, la primera misionera en la Tierra de Fuego, nacida en Lu Monferrato; y Serra, cuando se levantó para leer, pensaba con nostalgia en selvas y en ríos exóticos, en la sombra verde oscura que corre junto a las canoas. Su historia contaba acerca de un hombre que, jovencísimo, había sido guardia en una especie de lager situado en una isla adriática y que regresa a esa isla, treinta años después, junto a una mujer mucho más joven que él, con la que se había casado hacía poco. Había paseos, cigarras, lagartijas que se escabullían entre las piedras, allí donde treinta años antes el hombre había sido esbirro, el rostro avejentado de una campesina, el horror y el encanto del verano, algunas crudas escenas eróticas entre los dos cónyuges que le provocaron, mientras las leía, un poco de sonrojo, porque se dio cuenta que se trataba de cosas que, en el fondo, no había experimentado.

 

El aplauso era sincero y Serra se sintió, no sin aturdimiento, adulado. “¡Espléndido, magnífico!”, tronaba Lanzani. “Es una lástima que lo conozcan muy pocos. Realmente será necesario hacer algo al respecto. Una velada en Roma, es más, en París, todavía mejor, yo sé a quién echarle una llamadita”. Los rostros de los comensales estaban ruborizados y exangües. Una ráfaga de viento que entraba por la ventana abierta hacia oscilar las lámparas y un destello de sombra se deslizaba, a intervalos, entre los escotes, dibujando por un instante líneas oscuras en la piel fresca y bien cuidada. “Oh, me haría feliz esto, realmente, ya son tantos años que… pero gracias, no puedo con esta pierna –Serra se dio, juguetonamente, un pequeño golpe con el bastón–, me resulta muy abrumador viajar, subirme al tren…”.

 

Lanzani contempló con humildad el bastón, y se acordó de los reyes pastores de los que había leído en algún lugar. “Pero qué tren, no se preocupe, se entiende que viajará en avión, en el mío, yo voy a ir por usted”. Serra pensó en la vieja torre de Lu, en todo el pueblo que se precipitaba en lo alto como un pájaro de la noche y se sintió, sin saber por qué, un poco en casa. “Gracias, es usted muy gentil, sí, mucho –respondió, advirtiendo con desagrado la indiferencia de su voz–, pero incluso viajar en avión me resulta difícil, sabe, esas escaleras, esos transbordos, realmente no creo que sea el caso”.

 

“En resumen –Lanzani, achispado y sonrosado, golpeaba el puño sobre la mesa, poco habituado a tropezarse con obstáculos de poca monta– no es posible, debe haber una manera, basta con que se quiera, es un delito que su libro… pero ahora no se haga el difícil, ¿qué pretende, un trineo, un globo aerostático, un helicóptero?” Las sonrisitas de los contertulios impacientaron a Serra, pero al contemplar el semblante alegre y lúcido de Lanzani, complacido de animar una reunión, le pareció que la ancha boca abrigaba una arruga casi dolorosa. “El helicóptero estaría muy bien, respondió en el tono más resuelto del que era capaz, pero figúrese lo que diría la dueña de la pensión, con todo ese escándalo, si usted la conociese, es una de esas mujeres que son tremendas”.

 

“Conozco, conozco a las de su tipo, siempre hay una, pero qué una, ojalá solamente fuera una, en la vida de cada pobre cristo… está bien, está bien, ya veremos. Mientras tanto, vayámonos a dormir”. Lanzani dudaba, inseguro, como alguien que tratara de ganar tiempo. “¿Le gustan las canciones de Gino Paoli?”, le pregunto de improviso. “No las conozco, pero dicen que son muy hermosas”, replicó Serra, con el afable descuido que tenía para el universo. “Le regalaré todos sus discos, se los haré llegar. Son fantásticos, ya lo verá”. “No lo dudo, gracias, me dará mucho placer escucharlos”. “¿Pero usted tiene un tocadiscos?”, preguntó la muchacha que acompañaba a Lanzani. “No, desgraciadamente, respondió conciliador, pero no hay problema, lo puedo pedir prestado”.

 

Lanzani lo miró a los ojos, luego se levantó y le extendió la mano. “Gracias de nuevo por haber venido, espero volverlo a ver y si puedo serle útil”. Serra apretó la mano y por un instante sintió una vaga y desconocida sensación de culpa. Miró a su alrededor. “¿Quiere que lo lleve? Lo acompaño”, le preguntó uno de los poetas que había escuchado poco antes. “Con mucho gusto, pero no se moleste, también se lo puedo pedir a él, si le digo”, y señalaba con el bastón a Lanzani que ya se estaba marchando, furibundo por no recordar, en ese instante, su nombre.

 

“Pero, pero no, es mi camino, venga”.

 

Serra…

 

Traducción: María Teresa Meneses. 

 

Ilustración: Dante de la Vega

« »