La ceremonia del caos

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La India es un territorio conflictivo donde la modernidad convive con el misticismo de los templos y el barullo de las calles y su gente, como narra esta crónica de viaje

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POR LUIS FELIPE PÉREZ SÁNCHEZ

Romain nos recogió en el aeropuerto Charles de Gaulle, en París. Nos lleva rumbo a su departamento. Nos ofrecerá risotto preparado por él, jamón y vino blanco. Hablamos de sus trabajos sobre música mexicana. Luego, nos pone el corrido de Maradona y pregunta qué sucede en México con esto. Hemos de ir por pan a la boulangerie de la cuadra y aprovechamos para apoltronarnos en una barra a mitad de camino. Podemos ver en la televisión la noticia que surcará la estancia. Ha muerto Charles Aznavour. Nos dice Romain que es el Frank Sinatra de por acá. Sus canciones se escucharán en cada rincón por donde habremos de pasar las dieciocho horas que estaremos ahí. Sorbemos la cerveza. Recuerdan entonces un concierto de los Tigres del Norte al que asistieron en el año 2001, su charla con ellos en San Miguel de Allende o en San Felipe gracias a que Èlodie, una amiga en común, era influyente con alguien cercano a los intérpretes de “El jefe de jefes”. Eso marcó la vida de Romain, la de todos. Se nota en la manera milimétrica en que recorren las esquirlas de la memoria que se achispan con nuestra visita mientras recorremos los alrededores del Cité Nationale de l’histoire de l’immigration.

 

Nuestro destino es Dehradun, India. Nos esperan en Navdanya, una granja, allá, en la India. Habremos de pasar por Mumbai hacia Nueva Delhi. En Delhi, el fogonazo de llegar a esta ciudad apenas amaneciendo me saca risas nerviosas. Sólo de recordarlo, lo saboreo como quien se purga con una cucharada de wasabi consumida por equivocación, pensando que era aguacate.

 

Perseguimos al sol yendo de Europa a Asia. Vimos dos veces el amanecer en doce horas. La segunda vez, a bordo de una vagoneta pequeña con un conductor frenético: un pigmeo que se comunica con lances de torero al volante y pitándole a todo mundo, como todo mundo hace aquí. Todo olores. Los sentidos se indigestan de tanto en una sola estampa: nos despedimos del taxista, un gato cruza ágil ante nuestro paso dubitativo ostentando una rata en el hocico, los comales preparan caldos condimentados con hinojos y cominos, anís y curry; braseros encendidos queman inciensos, el humo se embarra en las papilas: la nafta de los corredores de la estación de tren, el hedor de los mingitorios públicos a cada cuadra, el denso aire a muebles viejos.

 

El sol nace y hiere, se frunce el rostro que se apergamina encandilado. Tengo que gritar mi inglés pocho, –nadie entiende nada más que por señas–, preguntando y regateando precios por encima del claxonazo generalizado, efusivo a cada segundo: el ruido de los gritos en una lengua que no entiendo, una marabunta que, ya lo acusamos en el cuerpo, indigesta los sentidos. Estamos en una Delhi de todos los días. Se puebla la mirada de olores que serán el primer día aquí para siempre: Llegamos a Delhi el dos de octubre de 2018.

 

Una vaca en las calles de Dehradun, en la India. / Luis Pérez Guarneros.

 

Vimos salir el sol mientras huíamos de las ratas del Hotel Noble Inn. Tenía buenas críticas en trip advisor: eran una absoluta mentira. Sentimos sus rayos en las espaldas a la hora de buscar un boleto de tren. En la estación existe un bureau para comprarlos. Es para extranjeros, y es la única manera de conseguirlos sin anticipación de semanas.

 

Cuando salimos de la estación, ya ha amanecido. La multitud, un enjambre. El claxon de cada tuc tuc, esos medios de transporte (mitad motoneta, mitad furgoneta) que rondan por cada centímetro de la India llevando pasaje de aquí para allá por algunas rupias pactadas con un conductor. El polvillo en el aire, cenizas de las que nos han hablado, lo puebla todo. Experimento mareos. La gente circula hacia todos lados, otros descansan aún en el suelo: la explanada es un sitio para hacerlo. Es una carrera de obstáculos sin otra regla que la improvisación. Es la estridencia.

 

Nos sirvieron algo incomible y un café intragable en un lugar que se llama Ginger Hotel a donde llegamos casi por equivocación luego de andar perdidos entre una marea de ruidos y olores que le hacen a uno respirar lo menos posible. Ahí, por fin sentados, hablamos de cosas.

 

Hablamos de lo que debió haber pensado Paz un dos de octubre de sabemos qué año, cuando vivía aquí. Cuando el gesto aquel de renunciar al cargo de embajador o “ponerse a disposición”, dependiendo de quién lo diga. Cuando se opuso a las medidas del gobierno de Díaz Ordaz ante las manifestaciones estudiantiles en Tlatelolco.

 

Estamos en Delhi y aprovechamos para buscar la casa donde fue embajador Octavio Paz. Sin dormir más que los cabeceos del vuelo rumbo a Mumbai, caminamos por Prithviraj Road hasta dar con el número 13. Salimos de la cloaca donde nos hospedaríamos esa noche, un hotel a cien metros de la entrada principal de la Estación de Trenes. Tomamos un tuc tuc que nos saca de la vieja Delhi hedionda para llevarnos a las avenidas de la Nueva Delhi que se lee en las notas de Paz. Conocimos los Jardines de Lodi, un pasaje verde, lago y varias parejas de muchachos en sus orillas; un templo y, alrededor, muros y rejas, árboles y novios secreteándose. Luego de lo que nos ha arrojado la India en nuestras primeras horas nos sienta bien algo de calma. Damos con la Embajada de Belice, inmenso caserón de una manzana entera. Topamos con la Embajada de España, hay una fila de indios que buscan una visa. Llegamos al número que buscamos. Hablamos a un guardia de seguridad que no nos entiende ni nosotros a él. Cruzamos el portón y logramos que nos deje pasar al jardín donde montan unas mesas, carpas y algunas sillas de fiesta. Parece que habrá una boda. Nuestra conclusión es ésa. La embajada de México en la India de los años sesenta es ahora un jardín que se alquila para fiestas. Está pintada de blanco pero es la misma casa que hemos visto en fotos. Quizá, sin saberlo, vemos el árbol donde Paz se sentaba a escribir que la India le parecía vislumbre al caos original. Lo entendemos un poco: la primera bocanada que interpeló nuestros sentidos puede tener este colofón: “La India descubre el palpable ritmo del infinito”.

 

“La embajada de México en la India de los años sesenta es ahora un jardín que se alquila para fiestas. Está pintada de blanco pero es la misma casa que hemos visto en fotos. Quizá, sin saberlo, vemos el árbol donde Paz se sentaba a escribir que la India le parecía vislumbre al caos original.” / Luis Pérez Guarneros

 

Caminamos sin rumbo, extraviados como desde que hemos llegado aquí. Yo me siento entre deshidratado y nauseabundo. Por equivocación hemos dado con la casa de Gandhi. Es un santuario. Una retrospectiva fotográfica, un jardín, un altar, lugares que recorremos como con la sensación de venir de un desierto. Pero no hay un lugar dónde pedir agua. Buscaremos algo que se asemeje a una tienda. Nos haremos de comida y nos refugiaremos en ese humedecido cuarto de hotel, un séptimo piso desde donde podemos ver a la vieja Delhi encontrar la noche de uno de los días más largos de nuestras vidas. El ruido permanente es el eco de un gong al que el golpe del mazo ha dejado resonando desde siempre.

 

Tomaremos un tren muy de mañana, al día siguiente, hacia Dehradun, que es la capital del estado de Uttarakhand. Habremos de llegar a donde nos esperan. Ahí escucharemos conferencias sobre ambientalismo en el International Biodiveristy Congress. La sede, el Forest Research Institute University: jardines y edificios que evocan la época británica de esta India profunda. Se cumplen cuatro días después de haber empezado a viajar.

 

Dice Paz que el exceso de realidad se vuelve irrealidad, que aquí en la India se reconcilian los tiempos. Estoy incrédulo, pero tengo que decirlo: creo haber visto a Juan Gabriel. Pienso que no ha muerto (alucino) y se mudó a Dehradun, en la India. Lo vi en el tren; lo vi, o lo estuve imaginando cinco horas seguidas. Saco morado, camisa azul, pantalón negro, gafas de sol y caminadito como de dar brinquitos a cada paso. Pasamos las estaciones con estampas indias de arrozales y de ingenios cañeros. Desfilaron ante nosotros casas como de antes de Gandhi, cruzamos con trenes atiborrados con gente colgando, vendimias de plátanos y pomelos; bosques, campo abierto, mucho polvo, y yo sólo esperaba darme valor para saludar al divo y comprobar que era él, decirle que lo echamos de menos (¿Hablaría hindi?). En medio de la marabunta de pasajeros que bajamos y los que subían se me perdió el de saco morado, camisa azul, pantalón negro y pañuelo para el sudor. Se escapó de mi comprometida mirada que lo estuvo espiando. Sólo me resta decir que viajé cinco horas, de Nueva Delhi a Dehradun, a diez asientos de Juan Gabriel, o alguien idéntico a él.

 

Luego de eso, caminamos unos cinco kilómetros bajo el sol de este lugar con geografía de cañada. Esquivamos camellos, vacas, autos, bicis todo el tiempo. Buscamos conseguir hotel. Dehradun está al pie del Himalaya. Rumbo a esas montañas, que vemos siempre al oeste, Nepal. Aprendemos de la cultura hindú, de la pertenencia y la coexistencia en el planeta en voz de Vandana Shiva y de Ronnie Cummings. Escuchamos cada determinado rato el llamado a la oración islámico a lo lejos. Me parece casi bucólico escuchar esas voces debajo de una pequeña hilera de árboles de mango, en la India, en una granja de productos orgánicos que forma parte de Regeneration International. Y, entonces, escribo: Tomo té calmadamente. Por primera vez, desde hace días, experimento este callar de campo que incluye graznidos y cantos de aves.

 

Volveremos al peregrinaje. Ochenta kilómetros de vértigo en un taxi hasta que apareció el Ganges y su estatua gigantesca de Shiva. Estamos en Haridwar, una ciudad sagrada. Cruzamos un puente con lentitud porque hay embotellamientos. Podemos ver el cauce y las caravanas que se aprestan a descansar. Todo lo que diga sobre este río y lo que distinguimos sería lugar común. El camino advierte que tengamos cuidado con el cruce de elefantes y tigres. Y, entonces, pasa algo con la imagen que he tenido estos días de la gente y sus tránsitos, de vértigo de blanco móvil. Voy reconociendo el ritmo y alcanzo a pensar. Aquí todo es peregrinaje, ir hacia algún lado siempre, una trashumancia que hemos olvidado nosotros, tan apegados a los territorios. Esta sensación de cambio, tan normal aquí, es una herencia o una manera de resistir, de mantener la tienda de campaña puesta ancestralmente.

 

Huiremos de las orillas del Ganges. No cabe nadie. Los desfiles de grupos para alcanzar un espacio, orar y bañarse están copados. Viajaremos a Jaipur, en Rajastán. Ahí, un Raj de los millones de Rajs que debe de haber, nos lleva a donde dormiremos. Es alto y vivaracho. Habla inglés fluido y oferta lo que puede: tours, guías, paseos. Un exceso de amabilidad sospechoso que se deberá traducir en propinas. Hemos sentido el cambio. Comienza el retorno. Venimos de haber estado entre la encina y el pirú. Ahora, los palacios y las telas coloridas.

 

“La India descubre el palpable ritmo del infinito”. Octavio Paz./ Luis Pérez Guarneros

 

Edu, un conductor de tuc tuc de Jaipur que pone “Despacito” de Luis Fonsi todo el tiempo que vamos en camino, y la canta, nos llevará durante una mañana por todo Jaipur conociendo lugares. Desganados, llenos de India, apenas tenemos actitud para regatear en tiendas. Volveremos luego de conocer el Hawa Majal, el City Palace y el Ambar Fort donde nos echamos una Kingfisher, la cerveza que sirven aquí, en el comedor del Maharaja, o eso nos ha dicho Alí, quien ahuyenta a los monos que beben agua de una tinaja metálica a la puerta del palacio; hemos acariciado camellos a media calle, nos pusimos místicos subiendo pausadamente al Monkey Temple que nos regala una panorámica de esta ciudad alargada con vestigios sarracenos y mogoles.

 

Esa mañana, antes de ir al aeropuerto, veo, desde el tercer piso. Distingo lo milenario. No es sino en la ruta de las palomas que pueblan el edificio abandonado de enfrente donde lo veo todo, y callo. Experimento ese heroísmo vegetal, esa ceremonia de la inmovilidad en medio del torbellino. Tomo té calmadamente y veo. Pienso entonces en Pável Granados. Él dice que la labor de cronista es melancólica, una condena al fracaso. Es la imposible tarea de apresar emociones que equivale a la certeza de perderlo todo sin haberlo poseído nunca. Paradójicamente, si no se hace, urgente, corre el ensombrecido peligro de la desmemoria. No escribirlas a tiempo pareciera condenarlas a no haber ocurrido porque no se dicen nunca en papel. Entonces, se me viene a la mente algo que le he leído a Paz: el camino desaparece mientras lo pienso, mientras lo digo.

 

 

FOTO: Motociclistas y conductores de tuc tuc esperan el paso del tren en Dehradun, antes, Dehra Dunn, India. / Luis Pérez Guarneros

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