Usos políticos de la figura de Benito Juárez

Jul 6 • destacamos, principales, Reflexiones • 8312 Views • No hay comentarios en Usos políticos de la figura de Benito Juárez

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La historia nacionalista ha tenido un rol crucial en la política del país, sobre todo figuras como la de Benito Juárez que actualmente tiene gran protagonismo en la gestión del presidente López Obrador

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POR REBECA VILLALOBOS ÁLVAREZ
El uso político de la memoria histórica ha sido uno de los gestos más celebrados y también uno de los más cuestionados del nuevo oficialismo. Tras dos sexenios de relativo olvido —por momentos franco abandono— de la historia patria como recurso de legitimación política, llama la atención este renovado interés por héroes y emblemas que si bien jamás han abandonado el espacio de las conmemoraciones oficiales y los rituales cívicos, parecen adquirir, al día de hoy, mayor poder de convocatoria y un potencial diluido por décadas de acartonamiento y desgaste. Como han hecho notar tanto críticos como defensores de la llamada Cuarta Transformación, uno de los componentes más visibles del discurso oficial actual es la activa promoción de una historia nacionalista –que algunos juzgan anacrónica pero otros deseable o cuando menos necesaria— y la revaloración de sus íconos más populares. En este contexto, la abierta predilección del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) por la figura de Benito Juárez no es asunto menor pero tampoco inédito. La imagen del oaxaqueño, mitificada y promovida por distintos gobiernos y grupos políticos desde su muerte en 1872, ha permanecido estrechamente asociada a la figura presidencial desde el Porfiriato, y aun si a raíz de la revolución de 1910, y con el posterior triunfo del obregonismo, otras le disputaron primacía en la parafernalia oficial, logró mantenerse como uno de los referentes más estables e incuestionados del nacionalismo mexicano.

 

Desde una perspectiva de más largo aliento, al colocar a Juárez en el centro del logotipo del gobierno de México (un sitio que podría juzgarse reservado para Miguel Hidalgo) el nuevo oficialismo en realidad apela a un símbolo muy conocido y ciertamente desgastado, mas no por ello menos significativo. El hecho de que la figura de Juárez haya permanecido vigente en la memoria histórica mexicana como un ícono broncíneo e inmutable que habita en billetes, postales y estatuas de plazas públicas a lo largo y ancho del país; el que constituya uno de los personajes más citados en conmemoraciones oficiales (particularmente aquellas que involucran al presidente de la República); o que su nombre sea uno de los más utilizados para bautizar calles, escuelas o programas públicos, ha generado una suerte de normalización de los significados que entraña el llamado legado juarista. A fuerza de reiterarlo una y otra vez, el Benemérito ha ganado presencia en la memoria visual e histórica de este país pero acaso ha perdido, precisamente en razón de su ubicuidad, vocación ideológica. Es en relación con esto último que su vigor como símbolo político pareciera renovado en tiempos de la “4T”. Si bien no es el único referente del fervor patriótico que este gobierno reivindica cotidianamente, la novedad parece consistir en devolverle su dignidad como ícono del presidencialismo y no sólo como emblema del estado laico.

 

Desde su etapa como jefe de gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador se mostró no sólo como un adepto más del juarismo sino como un político que supo capitalizar el desafío público más evidente a la memoria del prócer en la historia reciente. La coyuntura actual probablemente haya hecho olvidar a muchos los cuestionamientos del entonces presidente Vicente Fox a la figura de Juárez al igual que su desapego por las formas tradicionales del ritualismo oficial. Cuando el primer presidente de la alternancia hizo pública su visita a la Basílica de Guadalupe antes de acudir a la toma de posesión del 1º de diciembre y, más adelante, cuando ordenó remover las efigies de Benito Juárez y Lázaro Cárdenas de la residencia oficial de Los Pinos e incluso se atrevió a declarar la verdad (por otro lado evidente) de que en México se ha construido un pedestal para la figura de Juárez, sus acciones fueron interpretadas como una ofensa a los principios del buen gobierno y a los valores republicanos. Estos hechos, que bien pueden juzgarse anecdóticos mas no carentes de implicaciones ideológicas, reactivaron la presencia de Juárez en la discusión pública y revivieron, al menos al calor de aquellos tiempos, su presencia en la memoria histórica y política.

 

Si tomamos en cuenta que para el año 2000, el papel protagónico de Juárez en el imaginario nacionalista no sólo contaba con más de un siglo de trayectoria, sino que durante los últimos 25 años había permanecido inalterado —acaso anquilosado en los ritmos más bien lentos de las conmemoraciones públicas y las efemérides— se puede contextualizar mejor la envestida foxista al igual que las reacciones que suscitó. Los primeros en responder la afrenta con el clásico “¡Viva Juárez!” fueron precisamente los legisladores de oposición en la ceremonia de aquel 1º de diciembre del año 2000, pero no fueron los únicos en repetir el gesto. AMLO supo entonces, como lo sabe ahora, instrumentar su genuina filiación juarista para fines más inmediatos, utilizar un lenguaje plagado de alusiones patrióticas y efectismos discursivos para trasmitir sus ideas y valores políticos y, al mismo tiempo, supo aprovechar esos recursos para posicionarse ante sus adversarios y minar su credibilidad. En aquel entonces, como ahora, AMLO evocó a Juárez en sus discursos, particularmente en el de su toma de posesión como jefe de gobierno del Distrito Federal, y se presentó como guardián de ese legado. Entonces, como ahora, apeló a viejas pero consensuadas fórmulas: la idealización de Juárez como gobernante modelo; la asociación indiscutible entre el personaje y las virtudes patrióticas; la utilización de Juárez, en suma, como un recurso todavía eficaz de legitimación de posturas y decisiones políticas.

 

Tras conseguir la presidencia de la República en las últimas elecciones, la reivindicación del juarismo en el discurso de AMLO ha cumplido idénticas funciones. En las conferencias matutinas y en los discursos oficiales, el prócer oaxaqueño es referido con frecuencia al igual que las sentencias que el Presidente (y no sólo) juzga más emblemáticas de su pensamiento. Bien conocida es la peculiar forma en que López Obrador utiliza y al mismo tiempo actualiza, en estos contextos, expresiones típicamente asociadas con la gesta juarista como la dicotomía entre conservadores y liberales, el llamado a la austeridad republicana o la defensa de la dignidad y de la soberanía nacionales. En los dos discursos pronunciados en los actos protocolarios del 1º de diciembre pasado, la figura de Juárez se reivindicó como ejemplo a seguir tanto para el pueblo como para el gobernante; idea reiterada en la conmemoración del pasado 21 de marzo.

 

El discurso pronunciado aquel día en Guelatao, Oaxaca, inició confirmando el estatus de Juárez como “el mejor presidente que ha habido en la historia de nuestro país”, un personaje que, de acuerdo con estas palabras, “todavía gobierna por su ejemplo”, “un ideal”, en suma, “que debe inspirar siempre a un buen gobierno”; declaraciones todas que confirman la intención de revestir la imagen del Presidente con las cualidades del modelo. La convicción, por otro lado, de pertenecer él mismo al pueblo y la idea de “mandar obedeciendo”, sostenidas como virtudes juaristas, constituyen formas de legitimación que son, al mismo tiempo, morales e históricas. Al afirmar que la democracia “es un principio universal desde la época de los griegos” pero “también un legado de la práctica democrática de las comunidades y de los pueblos indígenas”, el mandatario se mostró muy consciente del lugar, tanto simbólico como real, desde el cual pronuncia sus discursos y confirmó su inclinación por utilizar la memoria histórica en virtud de las necesidades actuales. Cuando declaró que la democracia “sólo se ha conservado en el estado de Oaxaca”, en particular en la Sierra Juárez, porque ahí “no hay politiquería” y “no llega a ser presidente municipal el que hace campaña, el que abraza cuando necesita el apoyo del pueblo y sonríe de manera hipócrita”, AMLO legitimó su propio estilo de hacer política al tiempo que desestimó a quienes desafían los principios en que pretende sustentarse.

 

La desaparición del Estado Mayor Presidencial y la decisión personalísima del Presidente de viajar sin seguridad, obedecen a su rechazo a someter al pueblo por la fuerza y constituyen, de acuerdo con su particular perspectiva, una forma de emular el “nada por la fuerza todo por el derecho”. Otro principio juarista que AMLO juzga todavía vigente es que “el triunfo de la reacción, es decir de los conservadores, decía Juárez, es moralmente imposible”; argumento que legitima el avance inevitable de la cuarta transformación de México y el sentido de unidad que, según el discurso de homenaje, supone también la reconciliación nacional. En una de sus últimas y muy celebradas arengas de este 21 de marzo, el Presidente denominó a Guelatao la capital de la dignidad y a Benito Juárez la encarnación de esa misma virtud, y utilizó ese referente como un garante de su propia determinación por mejorar las condiciones de vida de los pueblos y comunidades oaxaqueños a través de sus programas de asistencia y de sus políticas públicas, enumerados todos con meticulosa insistencia.

 

La tremenda popularidad de que goza el actual Presidente y la frenética respuesta, negativa o positiva, a casi todas sus declaraciones y discursos en el ámbito de la opinión pública no debería opacar el hecho de que AMLO sigue las huellas de algunos de sus predecesores. En este sentido, vale la pena hacer un poco de memoria y mencionar algunos de entre los muchos usos políticos de la imagen de Juárez en los gobiernos anteriores. Como señalé antes, los orígenes del mito de Juárez o, dicho en otros términos, su configuración como figura heroica, se remontan al año mismo de su muerte (1872). Ante el sorpresivo deceso, suscitado por una afección cardiaca, la feroz crítica de que había sido objeto en sus últimos años en el poder cedió de forma notable ante el luto conmemorativo y la aclamación de sus virtudes políticas. Desde entonces, y a lo largo de todo un siglo, Juárez se convirtió en símbolo de los principios más importantes del liberalismo mexicano, entre los cuales destacan el laicismo, el respeto a la legalidad, la defensa de la soberanía nacional y la lucha por la democracia. A mediados del siglo XX, a estos valores se sumaron otros como la defensa de los oprimidos, la celebración del mestizaje y la reivindicación del pasado indígena. A la luz de un repertorio tan variado de referentes ideológicos —esgrimidos por distintos grupos políticos en el contexto siempre cambiante de la lucha por el poder— destaca la estandarización de su imagen como ícono del estadista ejemplar. Esa representación emblemática, en principio tan propia del Porfiriato, no hizo sino reiterarse en otras coyunturas y al servicio de otros intereses políticos, lo cual implica reconocer que el lugar protagónico de Juárez como portador del estandarte nacional, sostén de la República, patricio defensor y liberal inmaculado no es, en absoluto, una ocurrencia del actual presidente, sino un gesto aprovechado por muchas y muy distintas facciones políticas y por diversos gobiernos desde finales del siglo XIX hasta la fecha.

 

Vale la pena recordar, por ejemplo, que hacia mediados del siglo XX, la promoción gubernamental del legado juarista adquirió nuevo impulso y se rearticuló su vínculo con el poder presidencial. Una expresión, entre muchas otras, es el mural Muerte al invasor (1940), de David Alfaro Siqueiros, en el que se representan los rostros superpuestos de Benito Juárez y Lázaro Cárdenas en alusión a su importancia como defensores de la soberanía nacional y consumadores por excelencia de la independencia política, el primero, y de la económica el segundo. En marzo de 1953, esa misma idea se reiteró a través de un multitudinario y triple homenaje que celebraba el natalicio de Juárez, los beneficios de la expropiación petrolera y las virtudes del gobierno de Adolfo Ruiz Cortines en tanto defensor y continuador de los entonces llamados postulados revolucionarios. Las administraciones subsecuentes refrendaron el sentido de continuidad del legado juarista como principio del buen gobierno. La de Juárez era una figura que servía para acreditar el poder presidencial pero también para sortear, en el contexto de la guerra fría, las presiones internacionales. Al amparo de la imagen férrea de Juárez se celebró, por ejemplo, la recuperación hecha por la administración de Adolfo López Mateos, en 1964, de El Chamizal, un territorio que el gobierno mexicano se disputaba con el de Estados Unidos desde un siglo atrás. Para 1972, la evocación a Juárez como estrategia de promoción del poder ejecutivo cristalizó con particular ostentación a través de una serie casi inédita de homenajes promovidos desde el gobierno y destinados a celebrar el así bautizado Año de Juárez. En un contexto de agitación política marcado lo mismo por movimientos civiles que guerrilleros, el discurso oficialista de la administración de Luis Echeverría se amparó otra vez en la figura Juárez, como garante del derecho y la soberanía, para sostener la lucha contra cualquier oposición (ya interna o externa) y promover una pretendida unidad nacional en la que no había espacio para la disidencia. A no pocas décadas de distancia, podría decirse que esos gobiernos han perdido su prestigio ideológico sin que el descrédito haya logrado minar la validez de algunas de sus estrategias de legitimación, como es la reivindicación de la memoria juarista como principio de gobernabilidad.

 

Quizá la novedad del oficialismo actual no está en la forma de concebir o utilizar la imagen de Juárez, sino en haber encontrado, tras algunos sexenios de aparente quietud, auditorios más receptivos y coyunturas políticas favorables para ello. Su presencia en el discurso oficial confirma la importancia de la memoria juarista en la discusión pública pero no acaba por explicar los significados que entraña en la cultura política actual. Para comprender la supuesta revitalización del juarismo en la “4T” no basta con descifrar las intenciones del Presidente, se requieren preguntas que están, de hecho, bastante lejos del Juárez histórico y mucho más cerca de los valores que nosotros reivindicamos en su nombre. Las posibles respuestas habrían de apuntar hacia los motivos por los cuales ese discurso es capaz de convocar, persuadir o provocar y tendrían que contemplar también aquellos espacios sociales en los que la figura de Juárez —heroica, cuestionable o desafiante— todavía es capaz de hablar.

 

FOTO:  Detalle del mural Muerte al invasor de David Alfaro Siqueiros/ Especial

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