El lado correcto de la historia

Jul 6 • destacamos, principales, Reflexiones • 9222 Views • No hay comentarios en El lado correcto de la historia

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El uso de los íconos históricos del país forma parte ya del lenguaje revisionista y moderno que han utilizado los gobernantes para legitimarse; y hoy se usan para buscar un lugar en la posteridad

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POR ALFREDO ÁVILA 
El 8 de septiembre de 1971, el presidente Luis Echeverría envió una iniciativa al Legislativo para inscribir en las sedes de los poderes federales la frase “La patria es primero”, atribuida a Vicente Guerrero.

 

Faltaban sólo dos semanas para que se conmemoraran los 150 años de la independencia de México, de modo que la propuesta fue atendida con urgencia en las cámaras. La única tentativa de debate ocurrió en la de Diputados, pues Juan Landerreche Obregón, del Partido Acción Nacional, tomó la palabra para señalar que “Agustín de Iturbide fue también consumador de la independencia” junto con Guerrero.

 

En tentativa se quedó, pues la mayoría de los diputados se conformó con los discursos que elogiaban el patriotismo de Echeverría y recordaban los actos heroicos de don Vicente, el consumador “verdadero”. Sólo Rubén Moheno se detuvo en la intervención del panista para preguntar retóricamente: “¿Quién puede negar que la nación mexicana, que todos los mexicanos –hasta algunos de Acción Nacional– reconocen en Vicente Guerrero al auténtico consumador de la independencia?”

 

En el Senado no hubo ninguna voz discordante. Con espléndida retórica, Martín Luis Guzmán apoyó la iniciativa de Echeverría. Aunque citó parte de la correspondencia entre Iturbide y Guerrero (publicada desde la década de 1940), no estaba interesado realmente en ponderar lo que sucedió en 1820 y 1821. Bastaba con recordar que el comandante realista había combatido ferozmente a los insurgentes, mientras que el caudillo de Tixtla daba continuidad a la obra de Hidalgo y de Morelos. Guerrero siempre estuvo en “el lado correcto” y eso bastaba para considerarlo como el “auténtico” consumador.

 

La perorata de Martín Luis Guzmán tenía una intención clara, mostrar que, como decía la iniciativa, “nunca se ha perdido el rumbo”, que la trayectoria de Hidalgo y Guerrero era igual a la de los hombres de la Reforma, de la Revolución y la de Luis Echeverría.

 

Hacer de Vicente Guerrero el “auténtico consumador” de la independencia es un caso extremo del uso político del pasado, pero no el único. La figura de Agustín de Iturbide ya había ocasionado discusiones semejantes desde hacía décadas. En 1914, Antonio Díaz Soto y Gama se había lanzado contra el “traidor” que se hizo coronar, y en 1921 consiguió que el nombre del michoacano fuera retirado del Palacio Legislativo, argumentando que “la historia consiste en juzgar a los hombres” y que no hacerlo es pusilánime.

 

A lo largo de los siglos, la utilización de la historia con el fin de alcanzar o retener el poder ha sido lo más frecuente. Los jefes de los grupos guerreros relataban sus hazañas y presumían sus actos crueles para generar la admiración y el temor de las personas que los obedecían. En algunos casos, los relatos no se limitaban a la historia de la vida del líder sino a la de sus ancestros.

 

En pequeños asentamientos sedentarios, hacer el recuento del pasado común ha servido para promover identidad. De paso, la cohesión del grupo beneficiaba a sus dirigentes, quienes no eran vistos como los que dominaban sino como los que encarnaban los valores comunitarios.

 

Este fenómeno puede apreciarse incluso en la época colonial hispanoamericana en los llamados pueblos de indios. Sin importar que los principales se apropiaran de los cargos de gobierno local y de las tierras destinadas a esos cargos, la memoria del pasado y del origen de los títulos primordiales fortalecía la solidaridad interna y evitaba divisiones entre los que mandaban y los que obedecían.

 

Las monarquías europeas no dudaron en recurrir a la historia para obtener legitimidad. Los reyes españoles se imaginaron como herederos de los godos. A finales del siglo XVIII, las obras de historia inventaron el concepto de la “reconquista” contra los moros como fundamento de la España católica. Le Siècle de Louis XIV de Voltaire consagró al Rey Sol, pero también difundió la imagen de una Francia unida y potente, motivo de orgullo para sus súbditos y de temor para otras potencias.

 

Las revoluciones de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX modificaron el orden político del mundo atlántico. El derecho divino de los reyes fue cuestionado. En varios países europeos y en todos los americanos se determinó que el poder sólo podía ser legítimo si provenía de la voluntad de la nación, a través de las elecciones.

 

Historiadores como Lepold von Ranke o George Bancroft escribieron obras monumentales en las que la nación era la protagonista. Las naciones y los nacionalismos, aprovechados por empresarios, partidos políticos y gobernantes, fueron en muy buena medida producto de los libros de historia que se escribieron en el siglo XIX.

 

México no ha sido excepcional en ese sentido. Ya desde el siglo VII, los gobernantes de Calakmul ordenaron el levantamiento de estelas en las que se contaba la gloriosa historia de su linaje, en un momento en el que su poder peligraba. Las obras mandadas a hacer por la corona española, entre los siglos XVI y XVIII, sobre la conquista de los territorios americanos tenían una intención semejante: dar legitimidad al dominio sobre un enorme continente.

 

Algo parecido se puede decir de los libros de historia escritos en el siglo XIX. Lorenzo de Zavala y José María Luis Mora escribieron para defender posiciones liberales; Juan Suárez y Navarro y José María Tornel para respaldar a los santannistas; Lucas Alamán y Luis Gonzaga Cuevas para promover un ideario conservador.

 

La obra cúspide de la historiografía nacional del siglo XIX, México a través de los siglos, no ocultaba su intención de mostrar una línea de continuidad que presentaba a los gobiernos de Porfirio Díaz y Manuel González como herederos de un pasado heroico. Los discursos en las plazas públicas conmemorando el 16 de septiembre tenían el mismo objetivo: mostrar a las personas que los escuchaban que debían su origen a los “grandes hombres”, como los que en ese momento gobernaban o aspiraban a hacerlo.

 

En el siglo XX la escritura de la historia en México tuvo, como el dios Jano, dos caras diametralmente opuestas. Los llamados “gobiernos de la Revolución” promovieron la fundación de instituciones académicas dedicadas al cultivo de la investigación sobre el pasado mexicano, con una explícita intención patriótica. De esas instituciones y de los resultados de sus trabajos me ocuparé más adelante. Por ahora, me dedicaré a la otra cara. Tras las guerras civiles de la segunda década de siglo, esas que conocemos con el nombre de Revolución Mexicana, sus protagonistas tomaron la pluma para construir relatos históricos que mostraran la importancia de su participación en la lucha, como hiciera Álvaro Obregón.

 

Otros, como Luis Cabrera, no sólo escribieron para dar su propia versión de los acontecimientos, sino para construir un relato épico que englobara los distintos movimientos políticos y militares ocurridos a partir de 1910 en un proceso único.

 

Si en el Porfiriato se consideró que la Independencia y la Reforma fueron los dos grandes hitos de la historia mexicana, en el siglo XX se agregó la Revolución. Entre 1957 y 1961, Jesús Reyes Heroles publicó El liberalismo mexicano, el más elaborado relato de esta historia. De un modo simple, se presentó la Independencia como una gesta que ganó la soberanía política.

 

Las décadas de 1940 y 1950 representaron un reto para los gobiernos del Partido Revolucionario Institucional. El milagro mexicano no alcanzó para todos. La pobreza persistió, en especial la del campo. El desempeño económico del país no era muy diferente del de otros países de América Latina, algunos de los cuales habían sido más exitosos en el combate a la pobreza. Los mecanismos corporativos no permitieron dar respuesta adecuada a las peticiones de grupos de obreros, campesinos y a clases medias urbanas. En varios casos, se recurrió a la represión. Se multiplicaron las voces que consideraban que los ideales de la Revolución habían quedado sepultados; y en agosto de 1953, Adolfo Ruiz Cortines constituyó el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana para promover investigaciones y divulgar el conocimiento de ese proceso histórico.

 

El nuevo Instituto dependería de la Secretaría de Gobernación, lo que dejaba claro el carácter político que se otorgaba al estudio del periodo revolucionario. La historia parecía servir de principio de legitimidad para un régimen cada vez más cuestionado por su fracaso en atender las demandas de justicia social.

 

México se acercaba al medio siglo del estallido revolucionario en medio de críticas al régimen. La represión de 1959 de la huelga ferrocarrilera y el ejemplo de Cuba parecían dar cuenta de que, en efecto, el modelo mexicano estaba agotado. La revolución cubana se volvió un referente para quienes en México estaban descontentos con el régimen.

 

En 1960, varias publicaciones aparecieron para apuntalar a los “gobiernos de la Revolución”. Jesús Silva Herzog publicó su Breve historia de la Revolución Mexicana. Por iniciativa del secretario particular de Adolfo López Mateos, Humberto Romero, y del escritor y diplomático José Iturriaga, en ese momento asesor presidencial, el Fondo de Cultura Económica publicó los cuatro volúmenes de México: cincuenta años de Revolución, que abordaron las condiciones económicas, sociales, políticas y culturales del país desde la crisis del régimen de Porfirio Díaz hasta el gobierno de López Mateos.

 

Al mismo tiempo, la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, bajo la dirección de Martín Luis Guzmán, empezó sus tareas con la publicación de los libros para los primeros años de educación primaria.

 

A partir de tercer grado, ya había un libro único y oficial de historia y civismo. Se trataba de un volumen casi en su totalidad dedicado a la historia de las culturas prehispánicas de México, así como a la conquista española. Y dedicaba las últimas treinta páginas a una revisión del resto de la historia mexicana, con énfasis en la Revolución de 1910 y su legado, en particular la Constitución, el reparto agrario y el proceso de industrialización entre 1938 y 1960.

 

El libro de cuarto año estaría dedicado a la historia del país a partir de 1521; el de quinto a la historia de América y el de sexto, encomendado a los jóvenes Eduardo Blanquel y Jorge Alberto Manrique a la historia mundial, aunque sus últimas páginas estaban dedicadas a la formación cívica con un repaso de la historia de México. El civismo era conocer la historia patria.

 

Entre las características destacables de estos libros de texto se cuenta la construcción de una historia única de México, sin importar las diferencias regionales, de clase o étnicas. La nación mestiza –ese mito que se empezó a inventar desde el Porfiriato, en un país con un alto porcentaje de indígenas no mestizos– se imponía a las diferencias del país. La nación sólo tenía una historia, dirigida por héroes como Hidalgo, Morelos, Juárez, Madero y Cárdenas. El historiador Luis González bautizó acertadamente este relato con el nombre de “historia de bronce”, en alusión a las estatuas de los próceres.

 

Luego de 1968, se levantaron nuevas voces en contra de un régimen que parecía haber abandonado los ideales revolucionarios. En 1971, Adolfo Gilly expuso magistralmente esa decepción en La Revolución interrumpida. Claramente, el gobierno de Luis Echeverría no estuvo de acuerdo con una interpretación que consideraba que el proceso revolucionario había sido abandonado después del cardenismo.

 

El régimen necesitó de nuevo la historia para hallar la legitimidad que la represión y la desigualdad social erosionaban. De ahí que en 1971 promoviera, por decreto, que Vicente Guerrero era el “auténtico consumador” de la independencia.

 

También impulsó la publicación de numerosos libros de historia dentro de la Colección SepSetentas, encomendada al entonces secretario de Educación, Víctor Bravo Ahuja. Antes de concluir la década, pero ya bajo el gobierno de José López Portillo, se dio financiamiento a El Colegio de México para publicar la colección Historia de la Revolución Mexicana, que cubría no sólo los años de la guerra civil, sino que llegó al gobierno de Adolfo López Mateos.

 

Aunque se suele creer que los gobiernos neoliberales no recurrieron a la historia como medio de legitimarse, la presidencia de Carlos Salinas de Gortari impulsó proyectos y publicaciones que reinterpretaban la obra clásica de Reyes Heroles para dibujar la trayectoria histórica del “liberalismo social”.

 

Si López Portillo promovió los estudios sobre el México prehispánico y colonial (fue fundador del Claustro de Sor Juana) y Miguel de la Madrid empujó trabajos sobre Morelos y el constitucionalismo mexicano, Salinas tenía especial devoción por la figura de Emiliano Zapata. No sólo entregó a Anenecuilco los títulos primordiales que los revolucionarios habían usado como bandera, sino que estableció el Museo Casa de Zapata y promovió varios estudios académicos.

 

Destacan los libros de la historiadora Alicia Hernández Chávez, Anenecuilco. Memoria y vida de un pueblo, y La tradición republicana del buen gobierno. Este último, apareció en una colección financiada por el presidente mediante el Fideicomiso Historia de las Américas, que ha dado a la luz destacadas obras académicas.

 

Las instituciones creadas por el Estado empezaron a formar historiadores que cada vez se alejaban más del relato tradicional.

 

En las facultades e institutos de investigación de las universidades, así como en los centros de investigación como El Colegio de México, el de Michoacán o el Instituto Mora, se producían y producen libros y artículos que cuestionan la historia de bronce.

 

Los estudios monográficos dieron cuenta de que no hay una historia uniforme de México. Se dejó de aceptar que la historia es producto de “los grandes hombres”, para poner atención a los factores económicos, los movimientos sociales y los aspectos culturales, además de ponderar el papel de la gente común y corriente y de las mujeres.

 

La historiografía académica se percató de que no hay un lado “correcto” de la historia. La intolerancia religiosa, por ejemplo, resultó ser muy moderna en tiempos de Isabel la Católica, aunque desde nuestro punto de vista sea repudiable y algo que conviene dejar en el pasado. Tampoco hay que reñir a Morelos ese mismo aspecto ni su interés en mantener los fueros eclesiásticos. Contra lo que afirmaba Soto y Gama en 1921, la historiografía académica concluyó, en palabras de Edmundo O’Gorman, de que la historia no juzga y que pocas cosas hay más ridículas que regañar a los muertos.

 

Los gobiernos federales encabezados por el Partido Acción Nacional no variaron mucho el relato del pasado mexicano. La Revolución de 1910 siguió siendo importante, aunque tal vez se pusiera más atención a Madero que a Calles. Claro que esto desató críticas en la oposición. La decisión de Vicente Fox de vetar la Ley de Desarrollo Rural en 2001 ocasionó que el priista Antonio Aguilar Bodegas lo acusara de “pretender cancelar la trayectoria histórica” del zapatismo. El mismo Fox, un par de años después, se referiría a Miguel Hidalgo como “el cura del cambio”. La conmemoración de 2010 puso más atención a la Independencia que a la Revolución, y no rompió con la narrativa tradicional. Cada 16 de septiembre y cada 20 de noviembre, en los desfiles, las autoridades políticas y militares repiten la cantaleta de los “héroes que nos dieron patria”, sin interesarse en las precisiones que desde la academia viene haciendo la historiografía profesional.

 

En 2018, la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia de la república ha puesto de nuevo en primer plano el uso político de la historia. Para empezar, hay una repetición sin complejos de la historia de bronce, como puede observarse en la imagen oficial del gobierno de México, que recupera puntualmente a los “grandes hombres” incluidos en los libros de texto de la década de 1960.

 

En 1987, el ahora presidente era un militante del Partido Revolucionario Institucional que trabajaba en el Instituto Nacional del Consumidor, cuando presentó su tesis para obtener el título de licenciado en Ciencia Política, en la Universidad Nacional. Se trata de un resumen de historia política de México de 1824 a 1867, titulado Proceso de formación del Estado Nacional en México. No es un trabajo que aportara nada al conocimiento que se tenía del periodo. Buena parte de las interpretaciones contenidas procedían de la obra de “don Jesús Reyes Heroles”, a quien cita en más de una docena de ocasiones.

 

El apego a la interpretación de Reyes Heroles condujo a López Obrador a simplificar la primera mitad del siglo XIX mexicano como un conflicto entre liberales (republicanos, federalistas y democráticos) y conservadores (oligárquicos, centralistas y monárquicos). Si bien empleó la bibliografía académica con la que se contaba entonces, incluidos los trabajos de Michael Costeloe, Harold Sims, Walter Scholes y Josefina Z. Vázquez, omitió obras fundamentales que problematizaban su visión simplista y maniquea de la política mexicana del periodo. El mejor trabajo publicado hasta entonces sobre el pensamiento liberal de la época de Juárez, Las ideas de la Reforma en México, de Jacqueline Covo, no aparece citado, tal vez porque mostraba las inconsistencias intelectuales de los reformistas del periodo 1855-1861. De igual forma, El liberalismo mexicano en la época de Mora, de Charles Hale, le hubiera mostrado que las propuestas básicas de Lucas Alamán eran muy semejantes a las de José María Luis Mora, pues provenían de las mismas fuentes. Aunque la tesis de López Obrador tenía un fin académico no es una obra de historia, sino que se limitaba a repetir la mayoría de los prejuicios de la historia de bronce.

 

Como presidente, ha llamado a su grupo con el nombre de “partido liberal”, sin importar que algunas de sus propuestas sean opuestas a las que enarboló Juárez. Cuando el Partido Socialista Obrero Español sacó el mayor número de votos en las elecciones de este año, el presidente mexicano felicitó al “partido liberal” de España, aunque las propuestas del PSOE estén muy alejadas del liberalismo, en especial en lo económico. Puede argüirse que las referencias que ha hecho al “partido conservador” en realidad son críticas a los políticos (neo) liberales que lo antecedieron. Al presidente, no le interesa la coherencia histórica sino su uso. López Obrador no utiliza la historia en el mismo sentido que los gobiernos de López Mateos, Echeverría o Salinas, para hallar legitimidad en su supuesto origen revolucionario. No lo necesita, dado su rotundo triunfo electoral.

 

Su discurso repite el cliché de la historia de bronce, sin importar lo que los estudios históricos académicos han mostrado, porque así pretende ubicarse a sí mismo en el “lado correcto de la historia”.

 

 

ILUSTRACIÓN: Dante de la Vega

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