Irreverencia y misterio

Sep 14 • Lecturas, Miradas • 2989 Views • No hay comentarios en Irreverencia y misterio

POR CLAUDIO ISAAC

 

Provenientes de un país que nunca se especificará, Simón y David —un hombre de mediana edad y un niño de cinco— arriban como exilados al Centro de Reubicación del puerto de Novilla, lugar donde se habla español. La época histórica y la geografía son indeterminadas: ambas pertenecen al dominio difuso de la utopía. Más cercana a la República de Platón que a una España verídica, en la tierra a la que llegan se vive bajo un régimen de socialismo benigno. La población es servicial y solidaria pero distante y no necesariamente amable, parecen haber quedado vacíos de las emociones más profundas y un bienestar por consigna gubernativa le confiere a la gente una especie de embotamiento espiritual.

 

Contrario a lo que pudiera suponerse, Simón no es el padre de David: en la confusión del éxodo el niño ha perdido a su familia y los dos personajes se han encontrado en el barco con rumbo a su nueva patria. Desde el comienzo, el adulto se ha fijado la misión de ubicar a la madre del menor, guiado por un arrebato de inspiración casi mística. “Ella está en algún lugar cercano, esperándote”, le dice Simón a David, y añade: “Todo se hará evidente en cuanto la encontremos. Tú la recordarás y ella te recordará a ti…”

 

Nuestros personajes pronto hallan techo y acomodo y Simón empezará a trabajar en el muelle. Durante un paseo dominical por una zona arbolada a las afueras del puerto descubren a una mujer llamada Inés y Simón queda palmariamente convencido de que se trata de la madre de David. Inés no tardará en aceptar el rol y abrirle los brazos al niño. La segunda parte del libro refiere las peripecias de Inés y Simón tratando que el niño, quien se anuncia como un ser prodigioso, encuentre acomodo adecuado en el sistema escolar de Novilla, donde reina una obediencia irreflexiva a los estatutos establecidos.

J. M. Coetzee, “La infancia de Jesús”, traducción de Miguel Temprano, Mondadori, México, 2013, 272 pp.
J. M. Coetzee, “La infancia de Jesús”, traducción de Miguel Temprano, Mondadori, México, 2013, 272 pp.

 

 

La historia posee el trazo lineal de la parábola, así como sus ambivalencias. Fiel a sí mismo, J. M.Coetzee se abstiene de juzgar a sus personajes o definir una postura respecto de sus acciones. Se entiende que eso ha constituido la parte toral de su ética de la lectura, pero en este caso el rasgo se torna más inquietante que de costumbre. Será el lector quien haya de llegar a conclusiones, pues el autor se ha negado, por elemental respeto, a pastorearlo.

 

No se trata de una narración futurista ni moralizante, no es un relato aleccionador o de advertencia (eso que en inglés llaman cautionary tale); sin embargo, subyace el clima ominoso común a estos géneros. Por supuesto, nunca aparece un personaje de nombre Jesús, de manera que el título mismo delata una clave de la ironía que respirará en el libro de modo soterrado. No hay una intención alegórica, más bien se nos proponen posibilidades múltiples de entender esta narración que fluye en un ámbito donde la paráfrasis y un sutil humor irreverente coexisten con una médula de arrobo y de revelación. Ante todo, domina una inflexión de misterio, en el sentido religioso y en el más general.

 

En tanto extranjero, Simón externa puntos de vista que se oponen a los de sus compañeros estibadores, lo cual da pie a confrontaciones verbales que tributan y al tiempo parodian el mito platónico de la caverna. Del mismo modo, la situación que se desarrolla cuando Inés se deja convencer y acepta a David como hijo arremeda en buena medida la doctrina de la maternidad virgen de María. Mientras tanto, el pequeño Mesías resulta desconcertante: desea tener poderes para curar enfermos y hacer milagros. A su corta edad es tan sorprendente como necio y a menudo deja a sus guardianes adultos irritados o confundidos.

 

Sin duda, esta novela representa un logro más en la depuración progresiva de la prosa de Coetzee y su evolución hacia una poética de la austeridad. La deliberada falta de detalle en la descripción del entorno desata una densidad de atmósfera que se instala y no deja de gravitar a lo largo del libro, nutriendo su calidad envolvente y ahondando en el espíritu de la fábula kafkiana, donde el mundo se convierte en una especie de limbo. En una carta a Paul Auster, el novelista confiesa que su literatura carece de imaginación visual, anotando que “en lugar de eso posee algo que vagamente llamaría aura o tonalidad”.

 

Hasta hace poco, la indagación de los mecanismos de la ficción y el lenguaje inclinaban al autor a un sesgo metaliterario en el que la trama tendía a desaparecer. Tras novelas como Elizabeth Costello y Diario de un mal año, donde la línea argumental es casi nula, más bien un pretexto para entablar deliberaciones filosóficas y lingüísticas, lo que podía preverse era que se enfilara a un callejón sin salida. Resulta inesperado y alentador descubrirlo retomando la quintaesencia del arte de relatar una historia. Para alguien habituado al impacto aciago de sus libros más célebres, La infancia de Jesús puede ser una experiencia desconcertante: como aquel que ha permanecido en una habitación sombreada y al salir al patio queda cegado fugazmente, aquí el lector debe prevenirse y ajustar la sensibilidad al nuevo registro del narrador y así apreciar la riqueza de matices que nos ofrece bajo el signo de una aparente ligereza de ensueño.

 

A final de cuentas, el viejo desasosiego sigue ahí, al igual que su contraparte tonificante, eso que Coetzee da en llamar “la belleza y generosidad del mundo”.

 

 

J. M. Coetzee, La infancia de Jesús, traducción de Miguel Temprano, Mondadori, México, 2013, 272 pp.

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