Constancia de lectura

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A setenta años de su publicación, La paloma, el sótano y la torre, de Efrén Hernández, sigue atrayendo a lectores que más allá de novedades buscan obras que se han mantenido frente a los recuentos canónicos

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POR RAFAEL LEMUS

La paloma, el sótano y la torre cumple este año setenta años. Esta noticia no importa hoy a nadie. En su momento, allá en 1949, la publicación de este libro debió haber generado la leve curiosidad que generaban entonces –y generan hoy– las novedades literarias en México: casi nada. Se trataba, al fin y al cabo, de la primera novela de un autor, Efrén Hernández (1904-1958), apenas conocido aquí y allá por un puñado de extraños cuentos y poemas. Previsiblemente, el paso de los meses sólo contribuyó a ocultar otro poco la obra: aparecieron otras novedades, se esfumó el libro de las librerías, murió su autor apenas nueve años más tarde sin haber sumado otra novela. De no ser por la tenaz tarea de algunos críticos y editores –Luis Mario Schneider, Alí Chumacero, Alejandro Toledo, Daniel González Dueñas– esta obra no habría vuelto a imprimirse. Hoy se encuentran –en esta y aquella librería de viejo– ejemplares de su reimpresión en 1984 (en la colección Lecturas Mexicanas), además de que se le halla aprisionada en uno de los dos tomos de las obras completas de su autor editadas por el Fondo de Cultura Económica. Ese es su estatuto hoy en día: existe materialmente, apenas si es leída.

 

Es difícil promover esta obra en el presente. No se trata de una novela ligera, escrita en una prosa sencilla y con una trama trepidante. No ofrece un mural de un momento histórico decisivo ni se demora en el registro costumbrista de una cierta zona. No es siquiera la obra mayor de su autor (yo diría: Cerrazón sobre Nicomaco), y jamás la acompañó algún escándalo que la hiciera destacar entre tantos otros títulos. Más bien lo contrario: es una obra deliberadamente menor y deliberadamente morosa. Su trama es pequeña y apenas si avanza: un hombre divaga y tropieza mientras cuenta un vago episodio amoroso de su adolescencia. Muy en el fondo aparece, desdibujada, la Revolución mexicana. La prosa –como siempre en Efrén– es un extraño espectáculo verbal de repeticiones, enumeraciones y rodeos. Son muchas sus virtudes… pero ya se dirá: son de otra época.

 

Eso es lo que me interesa aquí: no la improbable actualidad de esta novela sino su pesado anacronismo. El México en que fue escrita ha desaparecido hace mucho, lo mismo que buena parte de la pila de normas, valores e instancias culturales que la volvían legible y estimable. Al revés de dos o tres cuentos de su autor, no ha formado nunca parte de ningún recuento canónico –y dudo que algún profesor se la imponga hoy a sus estudiantes. Carente de toda intención de denunciar una asimetría o de reivindicar a un subalterno, tampoco funciona como una pertinente pieza al interior de los discursos culturales dominantes en el presente. Sólo de vez en vez algún crítico o alguna académica hacen tímida referencia a ella, en textos por otra parte nada visibles. Difícilmente le llegará ya su momento de notoriedad, la oportunidad de una súbita reivindicación, salvo que algún Roberto Bolaño esté trabajando por ahí una obra que vuelva atractivos a Efrén y sus camaradas. Lo contrario es mucho más probable: que La paloma, el sótano y la torre continúe su camino cuesta abajo, hasta que ya nadie más la lea, hasta que ya nadie más la miente, hasta que deje de existir de una vez por todas.

 

Hoy esta novela tiene la rara, frágil existencia de las obras literarias inadvertidas. Existe como objeto: hay cientos, miles de ejemplares en libreros y cajas y librerías y bibliotecas. Apenas si existe como literatura: esos ejemplares rara vez son abiertos, menos aún leídos, y sólo muy ocasionalmente –o mejor: casi nunca– se activa la mancha de tinta, el texto, la novela. A mi ejemplar (uno de los cincuenta mil impresos en Lecturas Mexicanas) se le han caído ya las tapas. Lo habré comprado, no lo sé, en alguna librería de viejo en Donceles. Ahora está aquí conmigo, en la casa en Acapulco en que escribo estas líneas. ¿Cuántos otros ejemplares de La paloma, el sótano y la torre habrá en el puerto? ¿Cuántos de ellos habrán sido alguna vez abiertos, y cuántos leídos? ¿Cuántos más serán abiertos y leídos? ¿Cuántas personas más –aquí o donde sea– pasearán los ojos por sus páginas? ¿Cuántas de ellas llegarán hasta el final? Acaso ha nacido ya la persona que será el último lector de esta obra.

 

Decía al principio: “La paloma, el sótano y la torre cumple este año setenta años.” Pude haber dicho: Luz que se duerme cumple cincuenta años, o El lugar donde crece la hierba cumple sesenta años, o El amor de las sirenas cumple ciento y pico años. Ninguna de estas noticias importa hoy tampoco. Estas novelas –como otras miles y miles de obras literarias– guardan hoy un estatuto similar al de La paloma, el sótano y la torre: existen –sus ejemplares ocupan aquí o allá un lugar en el espacio– y sin embargo, si no son leídas, ¿en realidad existen? De alguna forma algunos de sus ejemplares han logrado llegar hasta el presente pero ellas, las obras que esos ejemplares soportan, no han corrido con la misma fortuna: se han quedado atrás, olvidadas o, en el mejor de los casos, disueltas en la tradición. Toda ciudad alberga una copiosa constelación de estos objetos, a la vez presentes y pretéritos, sepultados entre montones de mercancías y cacharros. Ahí están: casi cadáveres, a la espera de ser abiertos y recorridos, con la secreta ambición de afectar de alguna manera el mundo del que ya casi han desaparecido. Podría decirse: pistolas cargadas que nadie empuña. Debería agregarse: es posible que, si algún día un distraído lector jala el gatillo, la mayoría de ellas ya no detone.

 

Sirvan estas líneas (que ya mañana serán olvidadas) sólo para dejar constancia de que La paloma, el sótano y la torre fue leída en Acapulco durante algunas tardes de junio de 2019 –y vaya que detonó.

 

 

FOTO: Especial

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