Temporada de Minería: primera parte

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Con el violín como protagonista de esta temporada, la orquesta ha ganado en presencia y madurez sonora, incluso con algunas revelaciones instrumentales

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POR IVÁN MARTÍNEZ

Una de las cosas que me gustan de la Orquesta Sinfónica de Minería, además de aquella obvia que significa escuchar conciertos sinfónicos durante el verano mientras las otras orquestas descansan, es la que al ser un ensamble “de festival” que solo se reúne los veranos, mantiene una frescura que también significa imprevisibilidad, fascinante para quienes la escuchamos intentando describir los elementos que la hacen sonar como suena.

 

 

La constancia anual de parte de su plantilla, selecta y consistente en las cuerdas, así como la de su director, Carlos Miguel Prieto, han permitido que a pesar de no verse las caras durante diez meses, se haya ido consolidando y podamos hablar de un sonido ya particular. Pero lo mío son las maderas, no solo por mi formación, sino porque –ya lo he dicho muchas veces- es esta familia la que le construye la personalidad a un ensamble sinfónico: cómo interactúan musicalmente sus miembros, cómo se da la química artística entre sus principales, cómo los “segundos” se acoplan a los “primeros”. En ese sentido, la tradición de Minería ha sido que no hay tradición, pues cada verano cambia su alineación.

 

 

Y entonces me gusta ir a “tijerear” en cada programa el cómo va conformándose aquello. Este año ha sido una de las temporadas que más me han gustado, hay en los jovencísimos primer clarinete (Daniel Parrette) y primer oboe (Claire Kostic) mucha inexperiencia en la cuestión de liderear, aunque cada semana han ganado en seguridad y presencia sonora, y también una musicalidad natural y un oído tan intuitivo, que podría decir que Prieto está contento por cómo le van respondiendo, así como el público por disfrutarles esa amalgama tan redonda y orgánica que han construido en tan poco tiempo junto a la primera flauta (Lenka Smolcakova, ya veterana que cada verano se acopla mejor aunque siga sin poder ampliar su rango dinámico) y la primer fagot (Virya Quesada, uno de los sonidos más exquisitos de ese instrumento en el medio mexicano y la mejor nueva adquisición para esta orquesta). Amalgama que en los últimos años no había yo encontrado y disfrutado tanto. Ojalá pudiera repetirse.

 

 

La primera mitad de esta temporada 2019 fue, por casualidad, protagonizada por tres solistas de violín que, aunque no sea siempre lo más adecuado, resulta natural comparar al haberlos escuchado en semanas consecutivas. Los tres tuvieron el soporte de la batuta de Prieto y la sede habitual, la Sala Nezahualcóyotl.

 

 

El primer programa (sábado 6 de julio) recibió a Augustin Hadelich para tocar el Concierto en Re, op. 77, de Brahms, mismo que a inicios de este año lanzó en una producción discográfica que ha sido revelación en el medio musical no tanto por la forma en que todos esperábamos que sonaría tan romántica obra en las manos de este violinista, a quien le caracteriza más bien la pasión con nobleza que aquella con fiereza, sino por la cadencia que utiliza, no la tradicional de Joseph Joachim, sino una propia que es un fascinante bordado artesanal y poético que pasa por todos los temas del concierto. Quizá la presencia más estimulante de lo que va del año.

 

 

El Brahms estuvo acompañado por la obertura Egmont, op. 84, de Beethoven y la Primera sinfonía, “Titán”, de Mahler: mucha energía sonora, quizá demasiada, y tempos que en general pudieron parecer lentos.

 

 

La siguiente semana tuvo como centro el Concierto, op. 15, de Benjamin Britten, que vino a tocar la violinista Rachel Barton Pine. Cierto que no es ésta la obra más madura del compositor en cuestiones formales de desarrollo, hay una estructura más o menos clara y ya se muestran algunos de los pasajes más bellos de la literatura britteniana: Barton logró ciertos momentos con algunos de ellos, pero en general el desapego, más el que se refiere a una asimilación de la obra que a lo emotivo de esos pasajes, fue lo que caracterizó su actuación. Tampoco ayuda la poca proyección de su sonido y las características poco especiales de este.

 

 

Ese segundo programa ha sido el más raro en su concepción: comenzó con una Obertura Solemne 1812, de Tchaikovsky, a la que faltó soberbia, y tras el intermedio, concluyó con la Sinfonía no. 11, op. 103, El año 1905, de Shostakovich, en una ejecución poderosa tanto de concepto como de sonoridades.

 

 

Regresé al quinto programa el 3 de agosto, para escuchar el estreno en México del Concierto de William Bolcom en el violín de Philippe Quint, a quien este estilo, como el de los encores (una selección excesiva de su disco reciente con música de Charles Chaplin), le va como anillo al dedo. Quint navegó a sus anchas y a él se le disfruta más en los terrenos en los que él se siente cómodo e identificado (Bernstein, Corigliano, ahora Bolcom), sin embargo el concierto como obra tiene sus asegunes. El principal es aquello que conocemos como “economía de recursos”, que el compositor parece no entender, volviendo aquello en una capirotada de estilos e influencias que se disfrutarían si vinieran acompañados del desarrollo de al menos uno de los tantos temas que no se cansa en presentar.

 

 

Este programa inició con la obertura La gran pascua rusa, de Rimsky-Korsakov, donde la concertino Shari Mason tocó unos solos tan fascinantes como los del trompetista James Ready en la obra que concluyó la noche, los Cuadros de una Exposición, de Mussorgsky en la orquestación de Ravel, título que por cierto caminó con demasiados tropiezos en metales y maderas.

 

FOTO: La violinista Rachel Barton Pine, participó en el Concierto, op. 15, de Benjamin Britten. /Lorena Alcaraz Minor

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