Chiras pelas: evocación del patio escolar

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Los juegos infantiles son ricos en reglas de competencia que regirán la vida adulta. Este relato recuerda parte de la jerga usada en el juego de las canicas, muchas veces con evidentes connotaciones sexuales, en la que el mayor halago consistía en recibir el señalamiento de “vago”

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POR JOSÉ MONTELONGO

Si el patio de la escuela es el universo de la infancia, entonces esa parcela sin grama, pura tierra, puro polvo, donde mis amigos y yo aprendimos a jugar a las canicas, fue nuestra Vía Láctea, la galaxia doméstica en donde dimensiones y traslaciones guardaban proporción con nuestro tamaño y nuestras fuerzas. Al traspasar los límites de esta parcela, especie de antesala del enorme patio, había dos campos de futbol, y aventurarse en esos prados era entrar en latitudes comanches. Una horda de salvajes avanzaba confusamente en persecución de una pelota, triturando a quien se atreviera a incursionar en sus dominios. En la esquina más apartada, más allá de la última portería, un gran árbol tentacular y maléficamente seco marcaba el finis terrae de nuestro universo infantil; el folklore escolar le adjudicaba un nombre de leyenda: el Árbol del Diablo. Bajo su sombra se realizaban las transacciones satánicas, allí se fumaba y se escupía y se palabroteaba, allí dejaba uno los dientes cuando los pleitos pasaban a mayores.

 

Yo no sé qué vientos se encargaban de traer al patio cuatro temporadas de juegos. No los juegos de fuerza, sino los de destreza y maña. Había una estación de trompo, una de yoyo, una de tapados y finalmente —porque la primavera tarda pero siempre llega— una de canicas. En los campos de trogloditas normaba otro calendario: siempre era temporada de futbol, pero a intervalos regulares aparecían el beis y el futbol americano. Si era octubre y en la tele pasaban la Serie Mundial, una mañana aparecía en el patio un tímido par de guantes de cuero, al día siguiente un cavernario se apersonaba blandiendo un bat de aluminio, y a los dos días una fugaz fiebre beisbolera se apoderaba de la colectividad. Pasado el día de Reyes llegaba la temporada de americano, y con ella las estampidas de chamacos arreciaban, esta vez con un brío y un jolgorio y un desgobierno que hacían ver al futbol —el normalito— como un deporte de caballeros y estrategas.

 

A su debido tiempo también a nosotros —estudiantes de primer ingreso, chiquillos de seis o siete años— nos llegaba el turno de practicar deportes durante la clase de educación física. Enfundado en unos pantalones deportivos color beige, el regordete profesor dirigía una tentativa de calistenia, luego se sentaba sobre un balón de básquet y nos dejaba correr y patear la pelota el resto de la clase. Pero a la hora del recreo las canchas pertenecían, por puro derecho de alzada, a los cromagnones preadolescentes. Esa era la ley y en aquel universo no se admitían relatividades.

 

Había chamacos con instinto suicida que se alejaban de nuestras coordenadas espaciales y se arrojaban al remolino del fut o del americano. Una mañana de enero, Ramón trajo a mostrarnos un viejo recorte de periódico donde aparecía su papá, que había sido mariscal de campo en el Politécnico. Ramón creyó que por linaje le correspondía abrirse paso y ser el quarterback, “el core”. ¿Quieres corear, pinche pulga? ¡A ver, este güey dice que quiere corear! ¡Vamos a darle chance una jugada! Y al rato regresaba el pobre, sorbiendo mocos, limpiándose con el dorso de la mano la tierra y la sangre. Algún camarada, con quien había dejado encargado su trompo mientras se iba a conquistar los campos prohibidos, le devolvía su juguete. Todavía lagrimeando e hipando, Ramón se ponía a enredar el cordel.

 

Nadie lo confortaba, nadie se acomedía a serenarlo. Era una escuela para varones.

 

Le quedaba el consuelo de la admiración: tamaños ojos que abríamos para ver cómo soltaba el trompo con un latigazo y cómo lo recibía dócil sobre la palma de la mano, pajarito, y cómo lo deslizaba sobre el cordel de un lado a otro, equilibrista, y cómo se lo echaba a bailar en la uña, maestro. Ya existían videojuegos como el Atari, pero nuestra escuela, con ser privada, era de medio pelo y sólo unos cuantos chavos tenían el Pac-Man que sus papás habían traído de San Antonio. Y como no hay envidia más pura y transparente que la de un niño, el Atari de Pepe Achar nos provocaba una envidia inmaculada, sin sombra de disimulo. Pero no asombro.

 

El asombro estaba reservado para el que amaestraba las espirales del trompo y para el que dominaba las rotaciones del yoyo como si controlara fenómenos meteorológicos. Llegar soltando el yoyo con desparpajo era como dejarse ver unos años más tarde con el cigarrillo en la boca. Toda la gracia del yoyo se reduce, en último término, al arte de convocar miradas —arte que si en la adolescencia se logra con una mezcla de pedantería y afectada indiferencia, en la infancia todavía depende de un honesto despliegue de habilidad corporal.

 

En la juglaría del yoyo no se hacen aspavientos, simplemente se encuentra un rincón cualquiera del patio y se comienza a tirar suertes con el mayor desenfado posible. El perrito era el nombre de una suerte sencilla; el columpio, una de dificultad media; la montaña rusa, una avanzada; la vuelta al mundo se llamaba un numerito de dificultad variable según el número de revoluciones y la velocidad del proyectil. Y es que hacía falta aplomo, más una pizca de temerario desdén, para no encoger el cuerpo cuando pasaba zumbando el pequeño satélite infantil.

 

El yoyo es al niño lo que el bastón al dandy.

 

Los tapados tenían francamente menos chiste. Lo difícil era desembolsar todo tu domingo, semana tras semana, comprando las estampas. El juego consistía en poner aquellas láminas de cartón sobre la hierba, echar una suerte para definir turnos, aconcavar las manos y golpear las estampas de modo que dieran un giro y cayeran volteadas, mostrando el reverso, es decir tapadas. Si el contrincante fallaba, la estampa era tuya. Era juego de coleccionistas, donde el vértigo estaba en jugarse un Alessandro Altobelli por un Roberto Falcao, o arriesgar un Karl-Heinz Rummenigge por un Ubaldo Matildo Fillol. Lo trepidante era jugarse un Zico o un Maradona para conseguir las tres cochinas estampas de jugadores desconocidos que necesitabas para completar tu álbum de España 82.

 

Para quien quiera escribir un tratado sobre la masculinidad en ciernes, propongo la siguiente hoja de ruta: Estudiar el ánimo coleccionista de los niños varones, tanto en diversos estratos sociales como en el ámbito urbano y rural. Analizar colecciones de estampas, de insectos, de carritos, de balas, de navajas, de monedas, de figuras de acción, de cajas de fósforos, de modelos para armar y, por supuesto, de canicas. Buscar en una historia universal del juguete los hallazgos arqueológicos concernientes a los guijarros más antiguos: niños romanos que jugaban a las canicas usando nueces, niños nahuas que intercambiaban canicas de barro, niños australianos que se las ingeniaban con caquita seca de koala. Finalmente yuxtaponer, frente a la imagen mental de esos niños ataviados según la costumbre local, el recuerdo de uno mismo y de sus amigos en el patio escolar:

 

El suéter color guinda que unos llevaban holgado y otros muy al talle, a veces porque el niño había crecido mucho el último mes, a veces porque lo había heredado de un hermano mayor; la camisa blanca con cuellos raídos de tanto lavarse; el pantalón gris de brincacharcos, con parches de baloncito en las rodillas; los zapatos negros, brillosos y embetunados los lunes por la mañana, que se iban ensuciando al paso de los días y llegaban al viernes de un color parduzco. Aunque nos depositaban en la escuela con el cabello bien relamido, pocas horas más tarde, con el correr y el sudar y el alborotar, la pelambrera se rebelaba y todo el aliño matutino desaparecía. Los pajecitos bien atusados de las 7:30 de la mañana revertíamos bien pronto a un estado casi perfecto de naturaleza, excepto por los debiluchos, los asmáticos y algunos inconformes, que se mantenían al margen de corretizas y socializaban aparte, en grupúsculos donde se podía discernir como en germen a los futuros estafadores y artistas.

 

Lo difícil es recordar cómo se sentía el paso de las horas —o el peso de las horas, su densidad, su fluidez— en aquella época de la vida. Hay que comenzar, como el escritor que persigue el tiempo perdido a través de la magdalena y otros datos sensibles, por el sonido de las canicas entrechocando, y evocar después la prosodia de su argot. Reconstruir las palabras y frases que formaban el código de las canicas.

 

Hace ya muchos años que tu cuerpo se sacó la infancia de encima y la arrumbó con otros cachivaches innecesarios. No sabes dónde quedó la talega con tus canicas, aunque podría estar aún por ahí, en el cajón aquel, en casa de tu madre. Lo que ahora te complace es atesorar un puñado de palabras como los filatelistas sus sellos, y clasificarlas sin otra herramienta que el alfabeto y la memoria.

 

Pequeño lexicón de las canicas

 

Agüita. Canica transparente de color rojo, verde, azul o amarillo. Es la canica de más baja denominación.

 

Balín. Canica de metal cromado. La costumbre en mi escuela prohibía la heterodoxia de introducir balines en un juego de canicas de vidrio.

 

Bombocha. Canica de grandes dimensiones (hasta una pulgada de diámetro), que puede participar en un juego con otras bombochas o servir como moneda de alta denominación. “Te juego tres agüitas por una bombocha”. “Te juego mi tirito por cinco bombochas”.

 

Calacas. Jugada en donde una canica, que previamente ha adquirido las vidas, choca la del contrincante y la expulsa por la línea de saque (¡pelas!).

 

Cebra. Canica transparente que contiene gajos multicolores y helicoidales. Es la más valiosa entre los entendidos porque al girar produce un efecto caleidoscópico. El tirito de muchos vagos es una cebra.

 

Chin-cham-pú. Duelo fugaz para determinar quién tira primero, también conocido como “Piedra, tijera o papel”. Otras cantinelas comunes con la misma finalidad, pero para tres o más contendientes, son el “De tin marín, de do pingüé” y el “Pin-pon-papas”.

 

Chiras. Nombre de la carambola en el juego de canicas. Si uno trae las vidas, el contrincante puede cantar “¡Chiras pelas!” antes del tiro que amenaza su canica. La advertencia significa: si haces carambola, pierdes. También incurre en chiras la canica que choca con otra tan tímidamente que la golpea dos veces.

 

Diablito. Canica roja encarnada y no translúcida. Había otras canicas refractarias a la luz y de muchos colores. O bien he olvidado sus nombres, o bien nunca los tuvieron, porque si hasta los más pequeños e insignificantes objetos en el universo debieran, además de existir, tener un nombre, la Inteligencia Divina estaría todo el tiempo en cama con surmenage.

 

Galáctica. Muy apreciada a principios de los ochenta por su novedad, es una canica no translúcida, de superficie negra, salpicada con puntos dorados o plateados que semejan constelaciones.

 

Gua. Palabra masculina de origen desconocido y que jamás he oído pronunciar en boca de nadie, pero que según el Diccionario de la Lengua Española sirve para designar el hoyo en el juego de canicas.

 

Hoyo. Concavidad natural o artificial en el terreno. El primer competidor que mete su canica en el hoyo adquiere las vidas y puede matar (¡pelas!) a los otros competidores. Si caes en el hoyo cuando ya tienes las vidas, te ahogas. Los jugadores suelen ser párvulos sin ninguna conciencia de las metáforas sexuales implícitas en el acto de meter la canica en el hoyo para ganar las vidas. Cuando un participante sale con ese tipo de alusiones, significa que ya tiene peluche en el estuche y debe dejar de jugar a las canicas.

 

Moco. Raya que se traza sobre la tierra delante de una canica, con el fin de impedir que el tirador adelante la mano y acorte la distancia del tiro. “¡Pinta tu moco, pinche güey!” puede traducirse, para los delicados oídos del lector, en el imperativo “¡Traza una línea de honor, estimado condiscípulo!”.

 

Ojo de gato. Esta canica es una subespecie de la cebra, con una orla monocroma, por lo general amarilla, en el centro.

 

Palomas. Jugada parecida a “calacas” en donde la canica que trae las vidas mata a otra canica, con la diferencia de que también escapa ella misma por la línea de salida. Antes de la jugada el tirador puede cantar “¡Calacas y palomas dobles!” Para hacer efectivo el pago doble, ambas canicas deben abandonar el terreno tras el choque.

 

Pelas. Así canta el jugador que trae las vidas y choca otras canicas: ¡Pelas! Algunos sinónimos comunes de pelar: pifar, bailar, zumbar, chupar faros, valer, valer gorro y valer madres.

 

Pulsito. Tirar sin recargar la mano sobre la tierra, es decir, a pulso. Se usa en la frase “voy a tirar a pulsito” y es una forma de jactancia porque aumenta gratuitamente el grado de dificultad.

 

Tirito. Canica de la suerte, la que mejor acomoda a su dueño y con la que más juegos ha ganado. Aunque se juegue con ella, sólo se apuesta contra un botín muy atractivo. La negociación va más o menos así:

 

—Te juego dos bombochas, dos cebras y dos galácticas contra tu tirito.

—¡Tch! ¡Estarás tan bueno!

—Entonces te juego mi bolsa de canicas contra tu tirito.

—A ver, deja calar la merca, no sea que traigas puras agüitas.

 

 

Toque. Antes de ganar las vidas, los jugadores pueden acercarse al hoyo chocando las otras canicas. Aunque con un toque no se elimina al contrincante, permite prolongar el turno y despejar el terreno.

 

Vago. El que siempre gana. “Contigo no juego porque eres un vago” significa “Contigo no juego porque seguro me ganas”. Se dice para demeritar al jugador habilidoso —este chavo no hace más que estar en la calle jugando canicas: es un vago— y sin embargo el epíteto se lleva con orgullo pues equivale al más alto rango en la jerarquía del juego callejero.

 

Vidas. Traer las vidas es tener el poder. Después de obtener las vidas tu canica no sólo choca: mata. La canica que trae las vidas es la que las puede, la mera mera, la chidonga, la arrebolada, la tira-tira, la astrolabia, la picuda, la notentumas y la sinforosa.

 

Coda

 

La infancia estudia las leyes de la dinámica en las espirales del trompo. En las órbitas del yoyo ejercita el dominio de la pequeña astronomía corporal. El tapado es puro paracaídas calculado, y su caída es silenciosa, contraria al mínimo y crocante choque de una canica que desplaza a otra y permanece girando sobre un montecito de polvo.

 

Sola gira la canica en el descampado mientras los ojos de la infancia la observan, primero con estupefacción, luego con indiferencia. Al fin y al cabo no es más que una pequeña bola colorida carente de luz propia, linda e insignificante como el tercer planeta del vecindario solar.

 

El humilde gozo sensorial de palpar las canicas se asemeja al placer de sopesar palabras como si fueran cantos rodados, pedrezuelas trabajadas por el río del tiempo y el genio de la lengua.

 

Para escuchar el cristalino ¡toc! de las canicas basta con cerrar los ojos y evocar los sonidos del patio escolar. Los gritos y los balonazos y las carcajadas, el frufrú de las bolsas de papas fritas, el crujido del chicharrón en la boca, la manzana en el acto de ser mordida, la campana anunciando que el juego terminó y es hora de volver a las aulas. Enseguida hay que apartarlo todo, ponerlo entre paréntesis para recuperar, en aislamiento y asombro, el instante en que una categórica voz infantil anuncia, como si fuera cosa de vida o muerte: “Chiras, amigo, chiras pelas”.

 

Ilustración: Dante de la Vega

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