La selfie de Stendhal

Nov 30 • destacamos, principales, Reflexiones • 2616 Views • No hay comentarios en La selfie de Stendhal

/

Clásicos y comerciales

/

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL 

Melancólico ante el espectáculo del incendio de Notre–Dame, la primavera pasada, Régis Debray se dispone a escribir un libro, dedicado a uno de los temas de mayor prosapia: el genio francés. Nada menos. Me entró la más honda “tristeza reaccionaria” y tomé la precaución de leer, antes, Hija de revolucionarios (Anagrama, 2018) que cuenta la sofisticada vida –mitad ancien régime, mitad rive gauche– de Laurence Debray, la primogénita del camarada francés del Che.

 

Corroboré mis prejuicios no sin reconocerle la temeridad de abandonar, en 1967, los cafés del Barrio Latino para enrolarse en el fracaso guerrillero boliviano. Mientras estaba preso en la cárcel de Camiri, Guevara fue ultimado y tras su liberación, Debray fracasó también como consigliere del presidente Mitterand. Convertido en un mediocre “mediólogo”, autor de libros sobre las imágenes o de encuestas sobre la existencia de Dios, fue como aquellos astrónomos que descubren un satélite en su juventud y dedican el resto de su biografía a cobrar los réditos académicos de aquel hallazgo afortunado. Debray ha sobrevivido gracias a su celebérrimo “error de juventud”, sin que haya mediado alguna rectificación de calado. No hace mucho, el compañero Régis figuraba como cómplice de Maduro y hacía campaña por el impresentable Mélenchon, ante el horror de su propia hija (cuya madre es venezolana) y quien sí sacó, Laurence, las –en mi opinión– conclusiones correctas como hija que es de revolucionarios.

 

Entre cauto y curioso, me puse a leer Du génie français (Gallimard, 2019), de Debray, recordando, en cuanto a la generación del 68 –particularmente la francesa–, esa cínica y certera conclusión de Richard Wolin sobre el maoísmo de aquellos europeos: su revuelta nada tenía que ver con los chinos, los cuales les tenían sin cuidado como individuos, ignorantes de la mortandad causada por la Revolución Cultural. Se rebelaron contra sus padres para cobrarse, en nombre de la Humanidad, sus cuentas psicológicas.

 

Pero los franceses siempre tienen un as bajo la manga. Hube de tragarme mucha de la ideología que me cierra la garganta pues Du génie français es un libro muy inteligente, sabrosamente escrito, aunque difiera yo infográficamente de su desenlace. Posee no sólo un conocimiento previsiblemente excelente de sus clásicos sino mana hondas reflexiones sobre la vida en el siglo XXI, lo que torna aún más desagradable el empecinamiento troglodita de Debray. Partiendo de un juego banal originado en el trauma genealógico que ha hecho de la literatura francesa la más grande de todas (según Borges, quien la odiaba), es decir, la ausencia de un autor del Hexágono en el pináculo donde debaten solitarios Dante, Shakespeare y Cervantes junto al ruso que usted prefiera, Debray se pregunta cuál será el más grande de los escritores franceses.

 

Desterrados platónicamente los poetas puros, Debray descarta, a fuerza de ser simpático, las candidaturas de Molière, por misoginia pequeñoburguesa; de Pascal, por ludópata; de Racine, por elitista; de Chateaubriand, por su venal artificialidad; de Balzac, por sobrepeso; de Flaubert por bravucón y clasista; de La Fontaine por ser demasiado escolar y omite a Proust.

 

Quedan como finalistas, según Debray, Stendhal (56% en esta demoscopia imaginaria) contra Victor Hugo (44% a su vez) y da comienzo a una en verdad hermosa presentación de Henri Beyle –como soy de “esos amantes a la antigua”, los indexistas de mis libros, por lo general jóvenes a los cuales la cultura francesa les interesa aún menos que el urdu, no saben que Stendhal es el pseudónimo de Beyle y los registran, cuando los cito por separado, como dos tipos distintos.

 

Más que apátrida, Stendhal fue un europeo a disgusto como tantos de nuestros contemporáneos en la maltrecha Unión Europea. Le repugnaba Grenoble, su ciudad natal, es célebremente el más italiano de los franceses, (“Arrigo Beyle”, como se grabó su epitafio), tomó su pseudónimo de un pueblo alemán (aunque hay quien duda del filón geográfico de ese alias) y París sólo fue para él el lodazal donde cayó muerto, infartado en plena calle, tras pedirle chamba al gran Guizot. Napoleón lo decepcionó pronto en clave republicana y nunca profesó de nacionalista porque para él la patria es donde se juntan los amigos, sus happy fews, entre los que incluyó a sus lectores del futuro. Su Italia no fue la de Casanova –indiferente a la música– sino la del “mundo del sexo”, diría Henry Miller, aunque su “arte de amar” acaso le resultó frívolo a Erich Fromm. Su cosmopolitismo, insiste Debray, no incluía a la Antigüedad (aunque mataba el aburrimiento del diplomático de segunda categoría haciéndole de modesto aficionado a la arqueología), ni se dio los baños de pureza neoclásica tan caros a Goethe, quien conoció mujer muy tarde en la vida mientras Stendhal inventó el freudiano complejo de Edipo, en su póstuma Vie de Henri Brulard, admitiendo haber amado indecorosamente a su madre.

 

Su itinerario, bromea Debray, fue más bien el de las becas Erasmus que el del Grand Tour propio de los años de aprendizaje. Escaso en convicciones, ni la guerra –le tocó la desastrosa retirada de Rusia– le impresionó demasiado. Se acomodó a la mediocridad del centro –el justo medio de Luis Felipe, el rey burgués– porque la democracia es el único régimen que nos permite quejarnos a gusto. Habría votado por Macron, fascinado por la madurez de su señora. Como cuando a los hombres de izquierda les da por ser prudentes, afirmó Beyle que prefería luchar por el pueblo a convivir con él. Juntos pero no revueltos, anota un resignado Debray.

 

La desdeñosa universalidad stendhaliana, se sostiene en Du génie français, ha sido bien acogida por todas las familias políticas: la energético–derechista de Barrès y la judeo–socialista de Blum, junto a la feminista de Beauvoir, mientras que Balzac, gracias a Lukács, pasó del monarquismo católico al materialismo histórico. A Balzac, resume Debray, lo representan los almacenes La Samaritaine, es decir, la muchedumbre del Black Friday, mientras Stendhal sale caro en las boutiques de Gucci.

 

Lo adoran los viejos dandys de hoy pero les causó horror, por obsceno, a madame Sand y a Musset, en camino de convertirse en los atorrantes amantes de Venecia, famosos–porque–eran–famosos, en el año de 1833. A diferencia de los románticos–revolucionarios, Stendhal sabe lo que quiere pero no sabe cómo conseguirlo. A sus personajes se les puede tutear, son impredecibles. Neutros, sólo conocen las catástrofes autoinfringidas: Julien, Mathilde, Lucien, Fabrizio, Clelia, la Sanseverina. El inventor del egotismo es un millenial, autónomo y onanista, capaz de proclamar su éxito en la posteridad y salirse con la suya.

 

Stendhal, parece concluir Debray, aunque murió poco antes de que Nadar pudiese fotografiarlo, es el creador de la selfie. Pero… en ese punto de Du génie français, ocurre el sorpasso. Tras ridiculizarlo por haber vivido al revés (joven poeta aristocrático de la Corte, primero, viejo bardo democrático de la calle, al último), por la gigantomaquia de su humanitarismo, por sus kilómetros de alejandrinos, por ser más Offenbach que Wagner, porque ninguna gran novela ha llevado nunca un título en plural, porque nadie ha leídos completos Los miserables, por un exceso marítimo que sólo contuvo su exilio en la isla de Guernsey mientras que “Stendhal, verdadero clásico, detesta el agua salada”, declara a Hugo, sorpresivamente, vencedor en sus fantásticas elecciones.

 

¿Fraude electoral? No, más bien es la sangre llamando al exguerrillero. Si la victoria de Stendhal tiene su lógica en este mundo que detesta (y comparto algunas de las razones de Debray para detestarlo), la de Hugo sigue siendo, a pesar de los pesares (del comandante Chávez, me imagino, fiel lector de Hugo, supongo pesarosamente), la candidatura de izquierda a votarse.

 

¿Por qué si ambos son de izquierdas? Aquí Régis Debray me devuelve al tedio de mis ideas fijas y lo veo mostrando, marcado sobre su espalda, el estigma totalitario, al asumir que el autor de Nuestra Señora de París, incendiada durante la primavera, representa legítima y legalmente al genio francés porque “Stendhal reduce el hombre al individuo” mientras su rival ve al hombre más allá “del individuo”, es decir, “en su máxima concentración, la de la noche y la mañana”. Contra Stendhal –se jacta Régis Debray– Victor Hugo nunca excluyó que de la oclocracia –tiranía de las masas– pudiese proyectarse el porvenir, “la oceánica Revolución”.

Yo voto por el egotista de la selfie.

 

FOTO: Retrato de Henri Beyle “Stendhal” (1783-1842) por Johan Olaf Sodemark./ Especial

« »