Andréiev: simpatía por el diablo

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Clásicos y comerciales

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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

Casi adolescente les sugerí a un grupo de condiscípulos montar una obra de Leonid Andréiev (1871-1919) y sin ningún escrúpulo solicité una cita con el poeta que entonces dirigía La Casa del Lago para apartar el espacio al cual me creía merecedor sin saber nada de teatro. Por fortuna, aquel sueño se esfumó como suele ocurrir en aquella edad del hombre, pero me quedó el recuerdo de esa vana pretensión.

 

¿Por qué Andréiev? Pues porque mi padre coleccionaba las obras completas que Aguilar iba editando y su primogénito ambicionaba leerlas todas y como Andréiev, por mor del orden alfabético, daba comienzo a la generosa fila, había yo decidido empezar por allí el cumplimiento de mi ilusa expectativa. Nunca volví a ocuparme de Andréiev y cuando supe que en 2019 el ruso cumpliría cien años de haber muerto un 12 de septiembre en el antiguo Ducado de Finlandia, a salvo de esos bolcheviques a quienes aborrecía, vi la hora de leerlo.

 

No es tarea sencilla. La obra es vastísima: la prologó y la tradujo al español ese héroe nunca del todo homenajeado como lo merece que fue Rafael Cansinos­-Asséns en aquellos dos tomos acariciados en mi infancia. Incluye acartonadas novelas realistas de actualidad (Risa roja, Los siete ahorcados, Sachka Yegulev), ficcionalizaciones bíblicas (un célebre Judas Iscariote, muy mediocre) y un enorme repertorio dramático simbolista, lo mismo que muchos cuentos y relatos. Todo aquello fue escrito durante la llamada Edad de Plata de la literatura rusa, fechada entre la muerte de Dostoievski en 1881 y las revoluciones de 1917, que para el poeta Aleksandr Blok, fue, en esencia, la vida de artistas flotantes en un “solitario estado de éxtasis”.

 

Podría decirse, para acabar pronto, que Andréiev no tuvo estilo propio sino absorbió a placer el de su época, siendo al mismo tiempo realista y simbolista, revolucionario y conservador, pacifista y patriota. A la vez, según leemos en A Book about Leonid Andreev (1922), el prolífico autor fue un alcohólico decadentista y un rico padre de familia, marinero aficionado, pintor de
domingo y pionero de la fotografía a color. Tuvo amigos, dividido entre Moscú y San Petersburgo, en todas las escuelas rivales, aunque está asociado sobre todo al Sreda, el “círculo de los miércoles”, más propio de los realistas que del modernismo.

 

A quien más quiso fue a Gorki, pero la política los separó porque las simpatías socialistas de Andréiev nunca fueron muy ardientes y se apagaron tras la revolución de 1905. Tuvo trato, aunque no tan estrecho, con el poeta Blok y el novelista Andréi Bely, lo mismo que con el resto de los amigos quienes le tributaron aquel libro de 1922, editado y comentado por Frederick H. White en Memoirs and Madness. Leonid Andreev through the Prism of the Literary Portrait (2006), buen rescate y mala interpretación pues al eslavista le interesa Andréiev como caso clínico retratado por sus contemporáneos, doble y fallido cometido. La literatura de Andréiev, a White, le importa un bledo, entretenido en averiguar si la locura del ruso fue resultado de la neurastenia, alcoholismo o bipolaridad.

 

Andréiev fue un escritor comercial, lo cual, hacia 1900, no era tan fácil como en nuestra época. Vulgarizó la colosal herencia de Dostoievski sin ser un espíritu religioso y hombre de pocas lecturas tanto como de pluma infatigable, le bastó con Schopenhauer, Nietzsche y Hartmann para hacerse admirar lo mismo por el gran público que por sus colegas. La condesa Tolstaya lo condenó por inmoral y los críticos franceses lo consideran, además, uno de los padres del expresionismo. Proteico, tuvo épocas miserables y otras de gloria, satisfaciendo las influencias simbolistas en el teatro (discípulo de Maeterlinck) lo mismo que el apetito de actualidad, notorio en los lectores de novelas. Pasó a la historia como el retratista de unos terroristas rusos con los cuales pronto dejó de simpatizar.

 

Apoyó Andréiev la Gran Guerra en 1914, a Kerenski contra el zar en febrero de 1917 y el último homenaje recibido fue aquel de 1922 cuando la cultura rusa aún no se bolchevizaba por completo. Las letras soviéticas y sus comisarios lo borraron del mapa aunque en los años treinta, gracias a las beneméritas traducciones de N. Tasin, se le leía mucho en español: su heroico y desgraciado Sachka Yegulev fue lectura de rigor, entre nosotros, para los jóvenes Octavio Paz y los Efraín Huerta.

 

Elegí para homenajear a Andréiev en su centenario El diario de Satanás (1919), publicado póstumamente en 1922 y del cual hay edición mexicana (Axial/Colofón, 2011) con prólogo de Luis Alberto Ayala Blanco. El argumento es dostoievskiano, pero en este caso no es Cristo quien visita la España de la Inquisición, sino un diablo aburrido quien se hace pasar por un millonario estadounidense y se aloja en un palacio romano en las vísperas de la Primera Guerra Mundial. Encarnado en hombre, el diablo se enamora de una mujer a la que cree avatar de Nuestra Señora. Esta comedia de enredos no es nueva, porque de Jacques Cazotte a Manuel Payno pasando por Frédéric Soulié, esas ociosas visitas demoníacas, sea en forma de súcubo o de dandi son frecuentes en la narrativa occidental. Y el millonario de los Estados Unidos también figura, sulfuroso, en Hotel Savoy (1924), de Joseph Roth, como una imagen que a la vieja Europa le parecía fantástica.

 

Cierta teología moral considera farisea, es decir, propia de una religiosidad afectada en mostrarse inclemente, esa tentación de buscar al Hijo del Hombre o al mismísimo demonio para que recorran la tierra, incordiando con una regañona alegoría para escarmiento de los pecadores. Eso parece ser El diario de Judas, pero el mercurial Andréiev en realidad —contra lo pensado por Bely y Blok— no le interesaba el combate entre el caos y el cosmos por el alma humana. Hasta donde puedo ver –insisto, la obra es inmensa­– lo suyo estaba en el ingenio satírico. Quizá haya sido más hijo de Gógol que del autor de Los hermanos Karamázov, un ruso más cómico que trágico, a quien su propia locura le parecía un baile de máscaras, capaz de escribir que “si en su pasado no hay páginas oscuras que usted sólo ha inventado a modo de adorno retórico, hay algo peor aún: hay páginas en blanco que no puedo leer”. Quizá, como sospechan sus editores mexicanos, Leonid Andréiev lo que tuvo fue, como los Rolling Stones, simpatía por el diablo. Pero en el remoto 1974 a mí me interesaban los ahorcados rusos antes que Mick Jagger.

 

Aclaración Por una vez, hace quince días, en mi artículo “La destrucción de Galaxia Gutenberg”, me equivoqué para bien. Sólo la mitad de la editorial comprada por Planeta liquidará la colección de Obras completas. La otra parte del catálogo, conserva la firma de Galaxia Gutenberg, con toda independencia, y a varios de sus autores, los cuales seguirán siendo editados con belleza y dignidad gracias a Joan Tarrida y a Jordi Doce.

 

FOTO: Leonid Nikoláievich Andréiev formó parte del movimiento expresionista de Rusia./ Especial

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