Dos lecturas de un divertimento

Sep 28 • destacamos, Lecturas, Miradas, principales • 7137 Views • No hay comentarios en Dos lecturas de un divertimento

POR JAVIER MUNGUÍA

 

Luego de la exhaustiva investigación que le supuso su ambiciosa y fallida novela anterior, El sueño del celta (2010), el haber escrito El héroe discreto debe de haber supuesto para Mario Vargas Llosa un respiro, una vacación. ¿Un alivio, quizás, ante la compulsión escritural? Con sus más de 50 años como practicante del género y 16 novelas (17 si contamos como novela el largo relato Los cachorros), a Vargas Llosa no debe de haberle costado demasiado esfuerzo fraguar una nueva ficción extensa ambientada en el Perú contemporáneo, de acusada liviandad y que no supone ninguna sorpresa respecto de su producción anterior.

 

No se trata de un hito en la carrera del Nobel peruano, como sí lo fue La Fiesta del Chivo en el año 2000, cuando ya se pensaba que lo mejor de su obra quedaba lejos, pero tampoco es uno de esos bodrios infumables que era tan dado a dar a la imprenta en sus últimos años Carlos Fuentes. El héroe discreto quizá peca de apocamiento, pero se deja leer sin hastío y con cierto culposo placer: funciona como recuperación y a la vez despedida de procedimientos y personajes típicamente vargasllosianos.

 

Vargas Llosa recurre de nuevo a un recurso inspirado por Las palmeras salvajes (1939), de William Faulkner, que ha vuelto una marca de identidad: la estructura bipartita. Dos planos narrativos se alternan. Si en Faulkner esas líneas nunca se tocan de manera explícita y la estrategia no se reitera en futuras obras, en las novelas de su aventajado alumno peruano las líneas terminan convergiendo y el recurso reaparece en uno y otro libro: está presente en La tía Julia y el escribidor (1977), Historia de Mayta (1984), El hablador (1987), Elogio de la madrastra (1988), El Paraíso en la otra esquina (2003) y El sueño del celta (2010), y en sus memorias, El pez en el agua (1993). Otros libros hacen también uso de este recurso, pero los planos alternados son tres, cuatro y hasta cinco, y no siempre se pasan la batuta con tan estricta rigidez.

 

Felícito Yanaqué es el protagonista del primer plano de El héroe discreto. Se trata de un cincuentón afincado en Piura, dueño de una empresa de transportes; un hombre hecho a sí mismo, proveniente de la clase más humilde y de inflexible rectitud. Por ello, cuando, a través de un anónimo sin más firma que una araña, un grupo delictivo lo amenaza con hacerle daño, a él y a sus seres queridos, si no se resigna a pagar una cuota mensual, Felícito ve como inadmisible ceder al chantaje, así le cueste la vida. Uno de los policías que lleva el caso de Yanaqué es Lituma, el personaje con más apariciones en las narraciones del autor, cuya trayectoria continúa en esta entrega.

 

El segundo plano lo protagoniza don Rigoberto, viejo conocido de los lectores vargasllosianos por Elogio de la madrastra (1988) y Los cuadernos de don Rigoberto (1997). Este limeño sesentón, sibarita irredento, está por pedir su jubilación anticipada, luego de años haciendo de gerente en una empresa de seguros, para dedicarse con exclusividad a la degustación de arte y a su familia, cuando un hecho inopinado da al traste con sus planes: Ismael Carrera, su jefe y amigo octogenario, le pide que sea testigo en su boda con su exsirvienta y lo mete en graves apuros con sus herederos, que se oponen de manera terminante al matrimonio de su anciano padre.

 

Estas líneas narrativas parecen inconexas en un principio; es ya avanzado el libro cuando se tocan, aunque de forma más argumental que significativa, y aun un tanto fortuita. Si el plano de Felícito promete en un principio dar pie a una reflexión sobre el heroísmo cotidiano, casi imperceptible en un mundo degradado, aunque beneficiario de cierta prosperidad, conforme pasan las páginas se va revelando como una historia algo truculenta, más digna de un culebrón que de una novela y sin mayores implicaciones que su propia gracia melodramática. El plano de Rigoberto tampoco se queda atrás: el cuento de la sirvienta que se convierte de la noche a la mañana en una mujer riquísima gracias a un matrimonio conveniente es tan viejo como los cuentos de hadas, y ya ha sido explotado hasta la náusea por las telenovelas. Los hijos canallas que quieren separar al padre de su nueva esposa, a la que juzgan oportunista, son simples estereotipos, sin espesura alguna.

 

En cuanto a Lituma, se retoma su historia e incluso se consigna su reencuentro con Los Inconquistables, pero con trampa: se sugiere que uno de los primos del policía tendrá algo que ver con la extorsión que padece Felícito, pero después el autor parece olvidar esa pista, que queda trunca, sin desarrollo. En el otro plano, volvemos a ser testigos de cómo Rigoberto y Lucrecia enriquecen su intimidad fantaseando con la gente de su entorno, pero las fantasías resultantes son un tanto mecánicas, carentes del vuelo imaginativo que sí animaba las dos entregas anteriores de su saga y sin nexo alguno con el conjunto de la novela. A Fonchito se le crea una subtrama atractiva e incluso inquietante que termina por resolverse de manera torpe, y que se revela apenas como un gancho para mantener el interés del lector, sin importar su decepción final.

 

Recurre Vargas Llosa en este libro a técnicas narrativas que había usado con anterioridad, como los diálogos yuxtapuestos (diálogos que ocurren en diferentes tiempos y espacios se entrecruzan y relacionan) y vasos comunicantes (episodios de distinta naturaleza o separados por una barrera espaciotemporal se narran a través de fragmentos alternados). Pero estos recursos no se aprovechan a plenitud: son chispazos ocasionales. No pasan de ser un guiño a viejos lectores: “Miren: ya no estoy para estos trotes, pero sigo siendo el autor de La casa verde, de Conversación en La Catedral“.

 

Se me ocurren dos formas de evaluar esta novela, y quizá entre ambas se encuentre el juicio más equilibrado. Ya escogerá el lector la suya. La primera es un tanto condescendiente: de Vargas Llosa difícilmente podemos esperar una novela a la altura de sus obras maestras, pero con El héroe discreto nos entrega una ficción que coquetea de manera abierta con el melodrama y no le teme a sus excesos. Una novela risueña y jocosa. Un divertimento para el autor y sus lectores. Una travesura de niño malo que se puede permitir un novelista veterano sin causar mucho disgusto, apelando a una benevolencia bien ganada. La segunda forma es quizás demasiado severa: El héroe discreto confirma el temor de algunos lectores vargasllosianos: que don Mario no está ya para escribir novelas sino para continuar sus memorias. Su reciente ficción es una de las más ligeras que haya publicado y delata decadencia imaginativa. Pletórico de personajes acartonados y sucesos fortuitos, el libro se lee con el mismo interés que se ve una telenovela: por pasar el rato. No enriquece ni empobrece el conjunto de la obra de Vargas Llosa, pero sí le crea excrecencias. El feroz crítico de la civilización del espectáculo ha entregado, sin sentimientos de culpa, una novela que es banalidad explícita, feliz, pura.

 

Mario Vargas Llosa, El héroe discreto, Alfaguara, México, 383 pp.

 

*Fotografía: Mario Vargas Llosa, durante la presentación de su última novela, “El héroe discreto”, en la Casa de América, en Madrid, el 11 de septiembre pasado/ARCHIVO/EFE.

 

 

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