Clases virtuales universitarias y epidemia: un experimento tecnológico en la desigualdad
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Para los profesores universitarios las clases virtuales han representado un reto que trasciende lo tecnológico y apela a la comprensión humana, pues esta emergencia sanitaria desnuda las brechas de acceso a internet y los esfuerzos para la supervivencia por el que atraviesan muchas familias
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POR ERNESTO PRIANI SAISÓ
Filósofo. Autor de Sobre el alma (Bonilla Artigas Editores, 2017); Twitter: @epriani
En mayo, cuando la epidemia comenzaba a arreciar en México, la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México inició el semestre completamente en línea con muchas dudas, pero la esperanza puesta en la tecnología.
No era para menos, a diferencia de la mayor parte del sistema educativo que suspendió actividades el 23 de marzo al empezar la Jornada Nacional de Sana Distancia, cerca de terminar el año escolar, la Facultad no había podido cerrar el primer semestre ni continuar con el segundo por un paro estudiantil que la había mantenido ocupada entre noviembre y abril, con la exigencia de una mayor y mejor atención a la violencia de género.
En esta circunstancia, entregadas las instalaciones a finales de abril, su Consejo Técnico tomó la decisión de iniciar el semestre de manera remota el 4 de mayo como una forma de recuperar el tiempo perdido y valorando, con cierto optimismo, la experiencia del resto de las escuelas y facultades hasta entonces.
En todas ellas, sin embargo, se habían tenido la oportunidad de formar los grupos y de trabar contacto de manera presencial y, de algún modo, habían tenido la oportunidad de ponerse de acuerdo sobre cómo trabajar a distancia. En el caso de Filosofía –como ocurrió también en el caso de la Universidad Autónoma Metropolitana, que trataba de compensar también un paro prolongado el año anterior–, la virtualización de las clases presenciales se dio sin un acuerdo previo y en medio de una doble incertidumbre: la provocada por la epidemia y la ocasionada por la ausencia total de experiencias educativas previas de ese tipo entre alumnos y profesores.
En mayo no se sabía cómo afectaría la epidemia a los miembros de la comunidad, ni qué tan capaces serían los estudiantes y maestros de adaptarse a los sistemas virtuales. Una de las frases que más se escucharon en ese momento es que había que ser flexibles. Una señal inequívoca de que el sistema educativo enfrentaba y todavía enfrenta esta crisis precisamente como un reto a su inflexibilidad, a la enorme dificultad de pensarse y organizarse de una manera diferente en cualquiera de sus niveles.
En realidad, el salto a la virtualización de las clases presenciales fue paradójicamente al mismo tiempo el único y el último recurso disponible para continuar o reiniciar el proceso educativo en la educación superior.
El único porque no había otra alternativa –el uso de la televisión o el radio son inadecuadas para públicos tan especializados. Además, el desarrollo de la infraestructura de comunicación, así como de las plataformas educativas a distancia alcanzó ya un punto de madurez que las hacen accesibles y funcionales a la gran mayoría.
Pero era también el último recurso porque salvo excepciones, las instituciones de educación superior en México carecen de una política para favorecer el uso de herramientas digitales en el aula y en algunos casos hay una activa resistencia hacia ellas. Por ejemplo, la UNAM ha tenido una política errática a lo largo de los años para ofrecer un correo institucional a todos los miembros de su comunidad y no todos contaban con él o no lo utilizaban al momento de suspender actividades.
Pero para la estrategia de virtualización de las clases, tener un correo institucional era fundamental para operar administrativa y funcionalmente algunas plataformas, así que los profesores de Filosofía y Letras, donde enseño, tuvimos por primera vez un correo institucional de manera emergente y urgente a raíz de la epidemia y la inminencia del semestre.
En el caso de nuestros alumnos, que abren un correo institucional al inscribirse en la prepa o en la licenciatura, no suelen usarlo después porque no se usa mucho institucionalmente. Por eso hacer contacto con ellos fue particularmente caótico, al punto de optar por publicar las listas de los correos institucionales de los maestros, para que los alumnos pudieran a su vez escribirles.
Por otro lado, aunque la educación a distancia se ha desarrollado mucho en la UNAM, como en otras instituciones de educación superior desde hace ya tiempo, ello no ha implicado el desarrollo de plataformas propias para la enseñanza en el aula, con la capacitación respectiva para su uso entre alumnos y profesores.
Y aquí quiero hacer una aclaración. No es lo mismo la enseñanza a distancia, que se estructura a partir de programas, metodologías y actividades planeadas para conducir la enseñanza de ese modo, que usar instrumentos digitales para el apoyo de la enseñanza en clases presenciales, teniendo en mente un modelo híbrido como el que de manera emergente y urgente propuso la UNAM al hacer cambios administrativos para responder a la situación. Pero ninguna de estas dos es lo que estamos viviendo ahora que es la virtualización de las clases presenciales; es decir, el uso de la tecnología digital para representar una clase presencial en línea, con uso desmedido de sistemas de videoconferencias para simular lo que usualmente pasa en el aula.
En suma, la ausencia de una política integral para la incorporación de herramientas digitales a los procesos educativos y académicos fue una de las condiciones determinantes para que al inicio de la epidemia y del semestre estuviéramos en la más absoluta incertidumbre. ¿Qué plataforma se iba a usar? ¿Cuántos profesores sabían usarla? ¿Cómo la usarían? ¿Adaptarían sus programas a las nuevas condiciones? ¿Cómo van a evaluar? ¿Los alumnos podrían conectarse? ¿Tienen el equipo que se requiere? ¿Cómo lo harían, por red o por datos? ¿Tendrían espacio y tiempo en su casa? ¿Su situación familiar se lo permitiría? ¿Cómo van a coordinarse para llevar las 6 materias de manera virtual?
Las respuestas a estas preguntas se han ido dando sólo de manera gradual y con el paso del tiempo. En principio, todas las instituciones han hecho un enorme esfuerzo para salvar la brecha digital que habían dejado desatendida durante mucho tiempo ofreciendo un abanico de opciones. La UNAM, por ejemplo, además de utilizar la plataforma Moodle apuró acuerdos con Zoom, Google Classroom, Microsoft Teams, Blackboard y Webex. La UAM siguió estrategias distintas en cada una de sus sedes. Azcapotzalco uso Moodle y Classroom; Iztapalapa utilizó un sistema propio, el SIIPi. En la Universidad Autónoma de Querétaro además de Moodle se trabaja con Neo LMS y Classroom de Google. La Universidad Autónoma de Zacatecas decidió usar una adaptación propia de Moodle. El Colegio de San Luis utiliza Bluejeans como plataforma de videoconferencias y Classroom. Se trata pues de una ensalada de plataformas que van de gratuitas de acceso abierto como Moodle, gratuitas como Classroom y las que requieren el pago de una licencia para operar con todas sus ventajas (Zoom, Bluejeans, Neo LMS).
Este abanico de opciones cuenta sólo una parte de la historia. La decisión final de cuál plataforma usar, salvo excepciones, recayó en los maestros. Después del 23 de marzo, muchos profesores continuaron sus clases mandando actividades por correo, por WhatsApp o bien teniendo sesiones por Facebook Live y otras plataformas semejantes, adaptando sus cursos a aquello que conocían o que ya usaban con sus alumnos.
En el caso de los programas que iniciaron durante la pandemia, la decisión de cómo dar clases fue de nuevo de los maestros, profesores en la UNAM y la UAM usaron el correo, grupos de Facebook para enviar actividades, otros usaron Zoom, otros Classroom, algunos incluso subieron videos a Youtube para discutirlo después con sus alumnos, otros más usaron blogs personales; en realidad, es asombrosa la variedad de alternativas que los profesores encontraron para llevar adelante su clase. Así que, ante la ausencia de una política institucional, cada quien hizo uso de lo que conocía, estaba habituado o pensaba que le ofrecería una manera más eficaz de comunicarse y enseñar a sus alumnos.
Por supuesto, para los alumnos el resultado fue un caos. Seguir diversas clases en plataformas distintas, con métodos distintos, con modos de comunicación diversos terminó siendo, como documentan diversos testimonios periodísticos, un desafío importante de adaptación, acelerado aprendizaje tecnológico y de control de la ansiedad en un momento muy extremo.
Pero este fue, quizás, el menor de los males. La experiencia reveló también algo que ya sabíamos, pero que se hizo tristemente muy tangible. La brecha digital existe.
Muchos alumnos en universidades públicas no cuentan con las condiciones para trabajar digitalmente. Las dificultades van desde falta de conectividad, falta de equipo, falta de habilidades digitales, hasta falta de espacio en casa para trabajar en línea. Para mitigar algunas de estas deficiencias, Instituciones como las UNAM y la UAM ofrecieron el préstamo de Tablets con conexión a internet, pero es un esfuerzo insuficiente. En realidad, no importa lo que se haga en este momento, esa brecha seguirá impidiendo que muchos alumnos continúen con sus estudios en las condiciones actuales porque la tecnología es un factor de desigualdad.
El otro gran problema que emergió y del que se habla poco en este contexto, es el de las dificultades familiares y personales sobre todo de los estudiantes para afrontar la doble incertidumbre de epidemia y la educación virtual.
Aunque las universidades no han dado datos precisos, muchos alumnos han desistido de continuar con sus estudios debido a las dificultades para lidiar con el estrés, la ansiedad y la depresión en condiciones de encierro y con la presión de continuar en línea.
La tecnología puede facilitar muchos procesos o también volverlos muy complejos. En las condiciones sociales actuales del país, la virtualización de las clases llevó la enseñanza universitaria, pero en general la escuela, a espacios no adecuados para estudiar o socializar. En el caso de jóvenes adultos en procesos de alcanzar su identidad e independencia personal, las medidas los privaron de espacios de socialización, actividad y expresión en donde se compensaban, en muchos casos, situaciones complejas en casa.
Al final, el reto a lo largo del semestre en línea no ha sido tanto tecnológico como humano. Hemos tenido que aprender a ser empáticos y comprensivos porque si bien el aula nos iguala, como se dice a menudo, también oculta las condiciones desde las cuales se llega a ella. El experimento de la educación virtual que hemos vivido este semestre ha vuelto esas condiciones un elemento importante que debe incorporarse al proceso educativo. Cosas tan simples pero significativas como dejar que los alumnos no conecten la cámara y el audio en sesiones por video y se comuniquen y pregunten por chat, porque están conectados en un cuarto común donde están otros miembros de la familia, o porque su equipo no lo permite o porque algo los apena, se volvieron fundamentales para incluir y hacer posible el intercambio, la comunicación y la enseñanza.
En tanto las instituciones tratarán de volver lo más rápido posible a la normalidad, es decir, a las prácticas institucionales que teníamos hasta ahora y la costumbre nos llevará a todos de nuevo a ellas, quiero pensar que la experiencia tenida hasta ahora, y que se prolongará todavía por un tiempo incierto, nos dejará dos enseñanzas principales:
Vamos tarde en la incorporación de la tecnología a nuestros procesos académicos. Aprovechemos que ahora tenemos varias generaciones que han pasado por una capacitación acelerada en el uso de la tecnología, para acelerar ese proceso.
Tenemos que ser más empáticos, más comprensivos, más tolerantes en el proceso educativo. Reconocer la profunda desigualdad de condiciones que existen en el país y se reflejan en el sistema educativo, debe ser un punto de quiebre para hacer posible una mejor educación. A fin de cuentas, la virtualización de las clases nos ha mostrado más de nuestra realidad de lo que imaginábamos.
FOTO: Estudiantes durante su examen de admisión a la UNAM en el Estadio Olímpico en agosto de 2020./ Diego Simón Sánchez/ EL UNIVERSAL
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