Una larga lucha
POR LUCÍA MELGAR
El 17 de octubre conmemoramos, y celebramos, el 60 aniversario de la obtención del sufragio femenino en México. La fecha, como apunta la historiadora Gabriela Cano en un artículo reciente (“Paradojas del sufragio femenino”, Nexos, octubre), remite al día de la publicación, en el Diario Oficial, del decreto que reforma el artículo 34 constitucional para incluir explícitamente a las mujeres en la ciudadanía; al momento, sugiere, en que ya no había marcha atrás: las mujeres podrían votar y ser electas.
Conmemorar la entrada de las mujeres en la ciudadanía plena a partir de la publicación oficial, en esa fecha y no otra, resulta significativo. Si pensamos en otras conmemoraciones como la Independencia, la Revolución, o incluso el Día Internacional de la Mujer, vemos que en cada una de ellas lo que se configura como acontecimiento histórico se representa metonímicamente en una escena dramática, que corresponde al inicio de un proceso o a un drama, con participación de masas (real o esperada), demandas y denuncias, acción y voz o, en resumen, movimiento social. En contraste, el 17 de octubre se nos aparece como un momento de alivio o alegría mesurada, ante la confirmación de que “por fin las mujeres podrían votar y ser electas” (retomando el titulo de un libro de Enriqueta Tuñón). Más de una, podemos imaginar, recordaría cómo 15 años atrás, llevadas por el entusiasmo, habían celebrado la simple aprobación de la reforma al artículo 34, sin imaginar jamás que su publicación oficial quedaría en suspenso, hasta el final del sexenio cardenista, junto con el cual caducaría.
La falta de dramatismo de una fecha puede ser irrelevante o se puede justificar como una opción razonable para conmemorar un logro social corroborado con sellos oficiales. En términos prácticos, importa que las mujeres podían por fin ir a las urnas y postularse a puestos de elección popular en todo el país, no sólo en los municipios, y sin correr el riesgo de perder en los tribunales o en los hechos lo que habían ganado en las urnas, como sucedió a las pioneras que afirmaron su derecho a la ciudadanía activa aun cuando la voz de la tradición (y del estado) se lo negara (pensemos en Hermila Galindo, Elvia Carrillo Puerto, Soledad Orozco y otras). En términos simbólicos y culturales, en cambio, importa también la forma en que se alcanza el sufragio femenino, lo tardío de la fecha (como también ha señalado Cano) y lo que implica conmemorar la obtención de un derecho ciudadano a través de (o en) una enunciación oficial.
Así resulta que a nuestra celebración le faltan luces de bengala para ser una verdadera fiesta popular, o una fecha a la altura de todas las protagonistas del camino hacia las ciudadanía. En efecto, el sufragio femenino no sólo se atrasó 15 años —o casi cuatro décadas si tomamos en cuenta la participación de las mujeres en la Revolución y las discusiones en torno a la Constitución del 17—, sino que llegó a México cuando un país que excluía a las mujeres de la ciudadanía era casi impresentable en el ámbito internacional, y cuando regímenes autoritarios como el de Machado en Cuba o Perón en Argentina habían “dado” el voto a las mujeres tiempo atrás (1934 y 1947, respectivamente), opacando así la importancia de las demandas femeninas y feministas que les habían precedido. Pero, además, lo que conservamos en la memoria es la segunda etapa de la lucha por el sufragio, la menos popular, la más paternalista, aquélla en que se opta desde arriba, y con la anuencia (así fuera conveniente) de las de abajo, por el cambio gradual; la etapa que nos lleva de la exclusión pasiva por desconfianza en 1939-40 a la inclusión “hogareña” que asimila el municipio con la casa y acepta que las mujeres puedan ser buenas administradoras; a una inclusión completa, sí, pero no exenta de condescendencia.
En la iniciativa enviada a la Cámara por el presidente Alemán, por ejemplo, se dice que “los ayuntamientos tienen como función principal suministrar servicios que hagan la vida cómoda, higiénica y segura”, se plantea la necesidad de que las mujeres participen a nivel local y se establece un símil implícito entre casa y municipio, para luego plantear que, tras esta experiencia, se le atribuirá a la mujer “una más amplia y general capacidad electoral”, como explica Enriqueta Tuñón en ¡Por fin… ya podemos elegir y ser electas! (2002).
La mujer a la que el estado otorga el derecho a la ciudadanía plena en 1953 no es el ser humano a quien se le reconocen los mismos derechos y se le convalidan formalmente como un acto de justicia (en 1937) sino una persona a la que se considera menos capaz, que ha ido aprendiendo y que por fin ha demostrado que se puede confiar en ella.
Lo que se pierde entre la etapa cardenista y el régimen de Ruiz Cortines es la presencia activa de mujeres organizadas en un movimiento, en un Frente amplio (el Frente Único ProDerechos de la Mujer que estudia, por ejemplo, Esperanza Tuñón Pablos en su libro Mujeres que se organizan, de 1992), caracterizado por el pluripartidismo, la diversidad de clases y ocupaciones, que alcanzó su cima en 1937. Se pierde también, y esto hay que subrayarlo, el discurso de la igualdad y el sentido de justicia que lo caracterizaba desde sus inicios, por ejemplo en las célebres palabras de Hermila Galindo en 1916: “Es de estricta justicia que la mujer tenga voto en las elecciones de las autoridades porque si ella tiene obligaciones para con el grupo social, razonable es que no carezca de derecho” (en su texto “Soy una mujer de mi tiempo”). Sentido de igualdad y de justicia que persiste en 1937 y del que Cárdenas se hizo eco o adoptó en la conocida declaración que dio impulso al movimiento por el voto: “En México el hombre y la mujer adolecen paralelamente de la misma deficiencia de preparación, de educación y de cultura, sólo que aquél se ha reservado para sí derechos que no se justifican”. Observación que, además, desecha los argumentos de que las mujeres eran ignorantes o que la existencia de unas pocas ilustradas no justificaba dar el voto a todas.
Lo que surge en los años cuarenta y cincuenta es una alianza más convencional entre mujeres menos heterogéneas y el estado, y en la que aquéllas piden el voto pero aceptan (así sea por conveniencia) el discurso paternalista de éste; un discurso más conservador, acorde con el rumbo político de la época, menos nacionalista, nada revolucionario o revolucionario-institucional. Se difunde y repite un mensaje condescendiente donde la mujer es “ejemplo de abnegación” (así dice Ruiz Cortines en 1952) que justifica el gradualismo como opción políticamente responsable, cercano a las voces que se habían opuesto al sufragio del “sexo débil” como si peligrara el fin de la femineidad, la crisis de la familia, el desorden social, el fin del mundo…
Para muchos sería el fin del mundo conocido por ellos… No sólo por el voto de las mujeres, también por los demás cambios sociales que desde el siglo XIX venían impulsando maestras y profesionistas pioneras, algunos liberales ilustrados, y que en el XX dinamizaron revolucionarias, escritoras y periodistas, líderes obreras, integrantes de partidos varios, y de nuevo, maestras.
La lucha por el voto y su revés en 1917 —cuando el texto de la Constitución se interpreta en masculino y de manera excluyente—, y en 1937-38 —cuando la Cámara y la mayoría de los estados aprueban la reforma constitucional para incluir a “hombres y mujeres”—, no se valoran en su complejidad y magnitud, si no se entrelaza con la lucha por la educación y la búsqueda de igualdad en todos los ámbitos, incluido el espacio privado del matrimonio. Desde el siglo XIX hay mujeres que se pronuncian por más y mejor educación, por acceder a las profesiones y ser independientes, y que reivindican sus derechos en términos de igualdad. Durante y después de la Revolución, figuras como Hermila Galindo o María Ríos Cárdenas reivindican la participación femenina en la lucha armada, en la vida pública, en el ámbito productivo como pruebas de su capacidad y compromiso con el país.
Exigen que se reconozcan sus derechos, no como una “dádiva” ni una concesión sino como un acto de justicia o como consecuencia lógica (en el marco de lo justo) de las obligaciones que se les imponen: en palabras que el Bloque Nacional de Mujeres Revolucionarias envía a los diputados y que cita María Ríos en La mujer mexicana es ciudadana, 1940: “Falta a la moral, a la justicia, a la labor política, el gobierno que niega a las mayorías (y éstas las formamos las mujeres) el derecho de ciudadanía, y en cambio se nos obliga a cumplir con todos los deberes, como ser juzgadas por las mismas leyes penales que rigen a los hombres; cubrir los impuestos que determina el Fisco; contribuir la sostenimiento de partidos políticos, desfilar en manifestaciones de igual índole”.
Si nos preguntamos para qué querían el voto las mujeres, probablemente la primera respuesta no sea “para tener poder” sino “para cambiar la vida”, su vida. O tal vez, de manera más clara, lo querían para ejercer un derecho que se les había negado por mera arbitrariedad: tener incidencia directa o indirecta en las leyes que se les imponían. Votar fue y es en más de un sentido tener voz y poder alzar la voz. Y no hay duda que las mujeres del XIX y principios del XX e incluso las mujeres de los años treinta y cincuenta tenían mucho que decir y denunciar y mucho que reclamar en términos de igualdad y vida digna: desde las desigualdades en el acceso a la tierra, la propiedad, la educación —por no hablar de la política— hasta las iniquidades del código civil para las mujeres casadas —todavía consideradas incapaces o inferiores— o las infamias de las leyes penales ante la violencia, y la violencia sexual en particular.
El discurso de la igualdad que predomina (o parece predominar) hasta 1940 amplía el significado de estas luchas y las enlaza con las reivindicaciones actuales más urgentes, en pro de la igualdad, la libertad y la vida digna. En contraste, la noción de que el estado otorga a las mujeres derechos acotados, graduales, sitúa a las receptoras del voto de 1947 y 1953 como entes pasivas, que tendrían que agradecer la concesión de un estado que también las necesita (o las puede instrumentalizar) y que a través de sus leyes les ha negado la igualdad. Si bien no podemos generalizar y es evidente que Amalia Castillo Ledón y otras mujeres que participaron en esta segunda etapa no corresponden al estereotipo sumiso, el tipo de relación que se forja y se proyecta desde el discurso oficial, a través de Alemán o Ruiz Cortines, mina desde el principio la autonomía de las votantes frente al estado y saca a la luz la contradicción entre la supuesta intención de guía o protección paternalista del estado y la desigualdad que se institucionaliza a través de las leyes.
Cabría plantear que esta contradicción o double bind persiste en la situación política de las mujeres hoy. Ya no se trata sólo de la relación de las votantes con el ejecutivo sino de las mujeres votantes y elegibles frente al estado por un lado, y frente a los partidos políticos, por otro. Empezando por éstos, la resistencia de todos los partidos ante la obligatoriedad de la cuota de género en proporción de 60%-40% que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación tuvo que corroborar en una sentencia específica en 2011 demuestra o al menos sugiere una incomprensión profunda de lo que es la igualdad de derechos en términos de ciudadanía. En cuanto a las instituciones del estado, persiste una contradicción entre el discurso de la igualdad (que corrobora la propia sentencia del Tribunal y que se amplía, por ejemplo, en la Ley de Igualdad entre Hombres y Mujeres) y la falta de acceso de las mujeres a la justicia ( en cuanto a violencia sexual y feminicida, cuya impunidad es alarmante) pese a la vigencia de leyes específicas que mujeres políticas (diputadas y senadoras) han diseñado, promovido y aprobado.
Estas contradicciones no se explican sólo en función del tipo de relación entre las mujeres y el estado que se estableció en 1947-1953; es preciso tomar en cuenta muchos otros factores que inciden en la cultura política y en la condición real de las mujeres. Sin embargo, puede ser iluminador reflexionar en el sentido actual del voto y de la representación ciudadana desde las contradicciones que el proceso mismo fue produciendo y que esa fecha emblemática sintetiza. No está de más recordar que ya en los años treinta había voces que ponían en duda el poder transformador del voto femenino y argumentaban, desde la izquierda, por una transformación social más amplia.
A 60 años de lograr que por fin se reconociera a las mujeres como ciudadanas, mucho hemos logrado y mucho queda por transformar.
*FOTOGRAFÍA: Mujeres votan por primera vez en una elección presidencial, 6 de julio de 1958/Manuel Montes de Oca ARCHIVO HISTÓRICO EL UNIVERSAL
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