Arthur Schnitzler, el delator de las pulsiones sin encanto

Dic 12 • destacamos, principales, Reflexiones • 2756 Views • No hay comentarios en Arthur Schnitzler, el delator de las pulsiones sin encanto

/

Schnitzler fue admirado por Sigmund Freud y Stanley Kubrick por su capacidad para exponer las bajas pasiones del ser humano a través de la narrativa y el teatro. El escritor austriaco a la fecha hace temblar a los recatados

/

POR CLAUDIA KERIK

Poeta y traductora

Aunque incipiente a la luz de todo cuanto escribió (y que aún permanece sin ser traducido a nuestra lengua), con largos tramos de inexplicable ausencia el nombre de Arthur Schnitzler asoma a través de publicaciones inauditas, que buscan enviar un saludo a su público cautivo, el cual permanece siempre fiel aun si lo acaba de descubrir, y a la espera de una siguiente lectura con la que satisfacer y repetir el gran impacto que le produjo el conocimiento de alguna de sus obras. Judío, austríaco y alemán, como espetó en una de sus cartas, esta gradación marca muchos de los rasgos del grupo de intelectuales llamado la Joven Viena, al que perteneció junto con otros quizás más conocidos por el lector como Hugo von Hofmannsthal, Hermann Bahr o Felix Salten, e incluso menos conocidos que él como Peter Altenberg y Richard Beer-Hofmann. Y aunque su figura no ha alcanzado la popularidad de Stefan Zweig, Gustav Klimt o Ludwig Wittgenstein —con los que compartió una herencia cultural—, no por ello es menos significativa. La secreta potencia de muchas de sus piezas ha demostrado tener su propia fuerza para emerger y ocupar su lugar en un canon que, por definición, es siempre “una contienda en curso”.

 

Educado en la medicina y experimentado en la hipnosis, Arthur Schnitzler saltó a la literatura desde donde pudo ejercer, con imperturbable pulso, su oficio de “médico [de Viena]”, como lo inmortalizara Hermann Bahr por haber conseguido prolongar con sus escritos la vida de un mundo, el de la finis Austriae “en su lecho de muerte”, cuyo telón se levantará nuevamente ante el lector, invitándolo a entrar en ese tiempo. Duelistas, condes y baronesas desfilan por sus historias, junto a cocheros, alféreces, cantantes, actrices, magos, damas y caballeros. Pero Schnitzler no es por eso un autor del pasado. Su grandeza radica en haber representado, tras los rituales de otro momento, las pasiones de siempre, y más aún haberlo hecho con un ojo clínico tal que nos alcanza en el presente y se proyecta hacia el futuro sin que podamos imaginar que su “diagnóstico” pueda algún día caducar. La clave está en su mirada desengañada respecto a la naturaleza humana y en su falta de reparos para exhibirla. Fue quien vio al emperador desnudo cuando todos alababan su traje, aunque, para lograr regalarnos esa visión, previamente nos engañe apelando a nuestras propias ilusiones, que luego hará que se esfumen. Su escepticismo, nacido de una profunda observación de la experiencia humana (donde él, antes que nadie, ha estado bajo la lupa), no le hará renunciar a recordarnos que sólo el vivir puede prodigarnos horas de ensueño.

 

Contemporáneo de Sigmund Freud, quien fuera el primero en estremecerse al reconocerlo como su Doppelgänger literario por haber llegado a las mismas conclusiones que él (pero por otros medios), fue un experto titiritero a la hora de conducir a sus personajes a través de las pulsiones desencadenadas en su imaginación, bajo el control de su inquisitiva mirada de “analista [consumado] de la alta burguesía vienesa”. Estas instancias tan poderosas en él: la del dramaturgo, el narrador y la del médico psicoanalista, le imprimen un sello particular al modo en que aborda y desarrolla sus temas. Los diálogos sensiblemente estudiados, que revelan tanto como ocultan (un recurso que le valió la fama, siendo un “maestro de la pequeña forma”), sus penetrantes monólogos interiores, en los que agota la vía del autodescubrimiento al que nos conducen las situaciones límite, y su demostrado talento para los finales (“Me he dado cuenta de que lo mejor que he hecho hasta ahora es el último acto de… el final de…, incluso las últimas páginas de… sólo al final galopo a gusto, como los caballos que huelen el establo”), ponen de relieve su propia manía por desenmascarar sorpresivamente algún aspecto encubierto en la consciencia de sus personajes, una prueba adictiva a la que somete a sus lectores. Y es debido a una disposición poco común para aceptar sin censurar el carácter irreprimible de los deseos, que su literatura puede ser vista como una reveladora dramatización de nuestras relaciones (de poder, de pareja) de lo más actual y sumamente humana, además de una demostración irrefutable de la banalidad y de la crueldad de los impulsos egoístas que nos gobiernan.

 

Como “cronista de las enfermedades del amor que fue”, y especialmente “experto en la infidelidad”, Schnitzler hace parecer teatrales nuestros vínculos y nos hace ver la “comedia de nuestras almas” sin absolvernos ni rescatarnos con ningún tipo de consuelo. Pero a través de sus obras, mágicamente, “los momentos olvidados suponen una nueva existencia en nosotros”, por lo que leerlo puede ser también una oportunidad inesperada de volver a vivir. Y es justamente “el poder combinar en un todo, lo que llamamos realidad y lo que llamamos ilusión”, lo que hizo que Martin Buber lo considerara el artista entre los escritores de su generación, por su admirable “capacidad de mantener constantemente al lector en un estado puramente estético”. Sus intrigas nos dejan frecuentemente sin aliento, pero no sin antes habernos embrujado con el exquisito despliegue de matices y de atmósferas, que le valieron su inclusión dentro del impresionismo. Sin embargo, la sutileza y liviandad de sus pinceladas no fueron en él más que una forma de seducción estilística, contrapuesta a las verdades nada agradables de las que su pluma nos obligará a enterarnos. Una vivacidad incomparable en los pormenores “nos cautiva y nos retiene” al interior de historias perfectamente ensambladas, en las que está garantizada la clandestinidad de los impulsos que obrará en sus personajes para asestar el golpe en el último momento, por lo que si atendemos, ante todo, a la rudeza con la que se ponen de manifiesto las motivaciones reales de las acciones que se nos presentan, su escritura tendría que ver más con otras corrientes (del naturalismo al expresionismo), con las cuales también se le ha llegado a emparentar. Pero la aspiración a la belleza que toda su obra sustenta, tampoco permite que sea presa fácil de alguna otra clasificación. El que no acabe de coincidir en un solo molde refleja la autonomía de la modernidad austríaca de la que su literatura es emblema, en pleno despunte de las vanguardias artísticas a las que Viena nunca acabó de rendirse. Refleja también el carácter excéntrico de una capital que devino descentrada tras la caída del Imperio, y el afán de sus escritores de distinguirse literariamente de Alemania, volteando a mirar hacia Francia. En esto, como ninguno, Schnitzler, que hoy ya es “un clásico de la literatura austríaca”, parece ser también un “hijo adoptivo” de la literatura francesa, que escribe en alemán.

 

Pero aunque una rivalidad contenida pudiera percibirse entre estos dos epicentros culturales, la Viena de fin de siècle, en la que floreció el grupo de literatos al que pertenecía Schnitzler, no era igual al París de la Belle Époque. Si en algo se diferenciaba la capital de un imperio multinacional de aquel París que se coronaba como la capital de las artes, era en la presencia judía sobresaliente entre sus cenáculos de artistas, filósofos, músicos y escritores. “La gran fuerza de la vanguardia vienesa residía en su organización interna”, explica Edward Timms, hecha de círculos que “formaban élites más pequeñas dentro de la élite cultural, notablemente caracterizadas por el predominio de los intelectuales judíos en ellas”. “Por ser judío me hallé libre de muchos prejuicios que restringen a otros en el empleo del intelecto”,1 había aclarado Freud, haciendo referencia al entrenamiento mental que conlleva la práctica de la religión judía, de cuyo seno surgió esta nueva aristocracia intelectual que había roto dramáticamente con el marco de referencia dado por la religión, aspirando conseguir de ese modo insertarse en la sociedad: agrupaciones de psicoanalistas, médicos, economistas, dibujantes, arquitectos, diseñadores de escenarios, musicólogos, amantes de la ópera, ideólogos del sionismo, feministas, etc., que se reunían en torno a alguna figura central. “El rasgo distintivo principal de estos círculos vieneses con respecto a las élites culturales de otras ciudades consistía en la influencia que ejercían unos sobre otros. Algunas personas pertenecían a dos o más círculos diferentes, lo que aseguraba una rápida circulación de las ideas”.2 A esta esclarecedora tesis, que busca ilustrar el fenómeno de aquella Viena en la que se produjo una verdadera “galaxia de talentos”, se agrega el hecho de que también los sitios informales de reunión (cafés), y los medios de difusión, eran auspiciados por judíos, a quienes, además, también se les atribuía el haber contribuido a crear un clima particular en la ciudad, fomentando el don de conversar por medio de un ingenioso “intercambio de agudezas”. Probablemente se trataba de la afilada picardía que se ponía de manifiesto en el yídish, una lengua que los judíos intelectuales vieneses (como Karl Kraus o Schnitzler) justamente no hablaban so pena de parecer judíos, pero cuyo humor inconfundible, destilado de una compleja experiencia de siglos de supervivencia psicológica, estaría permeando esos intercambios. Numerosos esfuerzos por desentrañar las causas del surgimiento en la Mitteleuropa de esta “nueva intelligentsia judía” típicamente asimilada, y de la que nuestro autor es un digno representante, apuntan a que todo esto tenía su explicación en una ruptura generacional, marcada por la salida del marco religioso y el ingreso en las universidades, sumada al desesperado afán de conseguir respetabilidad para poder insertarse en la sociedad. Sin embargo, el elemento judío que le aportó identidad propia al nacimiento de la cultura vienesa moderna, se vería radicalmente afectado en proporción directa al avance brutal del antisemitismo. Friedrich Stadler señala que:

 

 

La armónica imagen de una sociedad ilustrada, plural, multicultural y multiétnica […] es, más bien, una suerte de esteticismo proveniente de la literatura de café y debe dar paso a una descripción sobria y equilibrada de las condiciones socioculturales reales […] ya antes de la Primera Guerra Mundial, al aflorar el nacionalismo germano con sus tintes racistas, en el seno de la población de habla alemana, los intelectuales judíos asumen una posición defensiva, un desarrollo que, dos o tres décadas más tarde, debería llevar al catastrófico ciclo de emigración, exilio y aniquilación masiva. La destrucción de un mundo cultural se encuentra ya, por lo tanto, claramente delineada…3

 

 

El testimonio de Arthur Koestler ilustra este proceso que incluye, en paralelo, la desintegración de aquel mundo por la decadencia del Imperio, “al que la ciudad le debía su vida y, sobre todo, su razón de ser”, y que, tras la violencia de dos grandes guerras mundiales, acabaría convertida en una sucursal más de La Europa suicida:

 

 

Era la época de Freud y Adler, de Schnitzler, Hofmannsthal y Reinhardt, de Franz Kafka y Karl Kraus, de Peter Altenberg y Popper-Lynkeus, de Mahler y Schönberg, de Werfel y Stefan Zweig. De una población total de dos millones, Viena contaba con un cuarto de millón de judíos y, para bien o para mal, estos actuaban como una película iridiscente de aceite, esparcida sobre la superficie de un estanque de agua dulce. El establishment literario era judío, la prensa, el bar, los cabarets. En la liga de fútbol, el equipo que era judío, el Hacóaj, solía estar entre los tres primeros, y el fútbol superaba incluso a la ópera por la pasión que despertaba.4

 

 

Pero esta descripción sería contrastada, años después, cuando dijera que:

 

 

[…] la capital del Imperio truncado había alcanzado la profundidad de la miseria económica, el provincialismo cultural, y la brutalidad política […] Austria lideraba a Europa en el arte de la guerra civil […] y, unos años más tarde, la metrópoli de los Hasburgo se habría convertido en el monótono centro administrativo de una provincia desfavorecida del Reich de Hitler.5

 

 

Tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, otro sería el testimonio de Koestler a su regreso a la ciudad “donde había pasado los años más felices de [su] vida”:

 

 

Cuando volví a visitar Viena en 1954, no encontré a una sola persona a la que hubiera conocido antes de la guerra, ni un amigo, ni un conocido, ni un hombre, ni una mujer, ni un perro. Me había topado con vieneses en París, en Londres, en Nueva York y Tel-Aviv; pero en Viena, con ninguno. Habían emigrado o habían sido asesinados en las cámaras de gas, los campos de concentración, o la guerra. La mayoría de ellos, por supuesto, eran judíos.6

 

 

Schnitzler tuvo la fortuna de irse sin ver este final, pero le tocó ser un testigo lúcido tanto del apogeo cultural de la ciudad, en la que la presencia judía había tenido una participación activa y vital, como del ascenso del antisemitismo contra el que tuvo que luchar en cada momento de su vida…

 

 

Notas:

  1. Jacques Le Rider, Los judíos vieneses en la Belle Époque, traducción de Laura Claravall, Barcelona, Ediciones del Subsuelo, 2016, p. 143.
  2. Edward Timms, Karl Kraus, satírico apocalíptico. Cultura y catástrofe en la Viena de los Habsburgo, traducción de Jesús Pérez Martín, Madrid, Visor, 1990, p. 24.

  3. Friedrich Stadler, El Círculo de Viena. Empirismo lógico, ciencia, cultura y política, traducción de Luis Felipe Segura Martínez, Santiago de Chile, Fondo de Cultura Económica / Universidad Autónoma Metropolitana, 2011, p. 58.

  4. “Tu Felix Austria”, en Arthur Koestler, Drinkers of Infinity. Essays 1955-1967, Londres, Hutchinson, 1968, p. 136.

  5. Ibíd., p. 135.

  6. Ibíd., pp. 135-136.

 

 

FOTO: Arthur Schnitzler en 1912. /Ferdinand Schmutzer

« »