Ingenio y resplandor de un maestro
POR PAOLA VELASCO
Pronto, Francisco González Crussí “no necesitará ser presentado a los amantes de los buenos libros”. Éste fue el vaticinio que el doctor Ruy Pérez Tamayo hizo en el texto de introducción que acompaña las Notas de un anatomista, el primer libro que los lectores mexicanos conocimos de un autor que ahora es presencia y referencia indispensable para cualquiera que quiera dar una vuelta alrededor de la ensayística contemporánea y, más aún, para quien disfrute de sumergirse en un tipo de escritura que tiene las virtudes del río: que fluye cristalina en su lenguaje, refrescante en sus ideas, y que no se reprime en lanzarnos risueñas salpicaduras; una escritura que si encuentra pedrezuelas en su camino nunca son tropiezos sino oportunidades para rondar entre referencias y anécdotas hasta pulir la superficie de lo más abstruso, para entregar saberes nítidos y brillantes. Los lectores del doctor González Crussí no terminamos de agradecer a Pérez Tamayo el empeño que puso para que Notas de un anatomista conociera en el Fondo de Cultura Económica su versión en español, puerta de entrada —de regreso a su patria también— de un autor que a partir de entonces no ha cesado de asombrarnos con sus libros, de enseñarnos —elocutionis exemplum— un modo de ejercer el ensayo en el que la claridad de la expresión favorece la exposición, y esta última tiene como principal propósito decir. Nunca la avasallante erudición sino manifestar con palabras el pensamiento, y que éste no sea el soliloquio incomprensible de su autor sino una vía para descubrir y conversar con los lectores.
Ese principal interés proviene de la misma conversación que González Crussí entabla con los libros. Diálogo personal del lector con los autores y sus ideas que lo impulsa a extender, por su propia argumentación, el pensamiento. Su forma de hacer ensayo parte del convencimiento, obtenido por las muchas lecturas, de que la literatura —y el quehacer de los hombres en general— es el resultado de un encadenamiento continuo de ingenios, de símbolos, de imaginación, de reflexiones y de continuas rupturas que también forman parte de la persistencia de lo humano. Al leer sus ensayos se tiene la impresión de que su autor ha podido ver, ante un montón de hilos desparramados y gracias a la agudeza de percepción, su combinatoria oculta; las puntas que unen un tramo con otro para revelarnos que juntos componen una historia cuyo integral sentido literario, científico, artístico, histórico, cultural, ha pasado inadvertido.
En hechos marginales, cotidianos, pedestres incluso, que han quedado como mero anecdotario de la historia, González Crussí encuentra el brote de grandes vuelcos para integrar, además, un nuevo conocimiento de las cosas. Aptitud cada vez más exótica porque requiere tanto método y concienzuda investigación como sus contrapartes: sensibilidad para reconocer durante el rastreo aquello que queda oculto entre la inmensidad y —atributo vulgarizado hoy— capacidad de asombro: la que logra que sea una mirada —de entre las miles que se han paseado por los mismos senderos— la que se extrañe o maraville ante lo que otros han arrojado al bote de lo trivial. De nuevo pienso que si González Crussí puede alcanzar, de la manera en que lo hace, un estilo que nos lleva de descubrimiento en descubrimiento es porque él mismo ha sido el primero en dejarse habitar por la curiosidad, por el cosquilleo intelectual que lo lleva a distinguir inesperados giros en las cosas, ricos en interés intelectual y humano.
Dice José Emilio Pacheco que la extinción de los auténticos maestros —los que (siguiendo a Steiner) provocan el entusiasmo y la inteligencia de sus alumnos, incendiándola para estimularla y no para consumirla, los que no alardean anulando las capacidades de sus alumnos sino que las propician— debe explicarse también por la ausencia de discípulos, y me parece que tiene mucha razón. Si no hay maestros gozosos de enseñar, de transmitir, mucho se debe a que tampoco hay alumnos con ambición por aprender, por conocer. Pocas relaciones como la que forma el binomio maestro-alumno exigen a tal punto este vínculo dialéctico.
He tenido la inapreciable fortuna de contar a González Crussí entre los maestros de los que aprender, gracias a su generosidad, de su experiencia, conocimiento y conversación. Maestro en el aula y en los libros, tres lecciones centrales me quedan grabadas que se afianzan con cada lectura de sus obras: en el arte del ensayo, como en el de las artes todas, crear ponderando la honestidad, el compromiso propio con la extensa y continuada línea del quehacer humano, reconociendo que uno forma parte como un fragmento más de esa ilación, pero de modo alguno insignificante para que la prolongación y la innovación sean posibles. Apreciar, sin condescendencia, que otros asumen la creación de forma distinta, antagónica incluso y con la que jamás coincidiremos pero que, afirmada en su polo, reafirma nuestra propia convicción. Y por último, naturalidad. La ardua soltura y sencillez. No sólo porque aprender a decir de forma clara, sin rebuscamientos que parecen disfrazar la falta de ideas o surgen del deseo de impresionar, envuelve un arte; sino por la enseñanza de humildad sincera que hay detrás de una escritura que prefiere espontaneidad a afectación. Por eso, la de González Crussí es erudición franca, adquirida de forma natural a través de la cultura, formada en un espíritu observador y afable que transita con soltura por la analogía. Sabiduría plena de ingenio, que sonríe y posee todas las virtudes del buen conversador.
*Fotografía: Anciana en el espejo, de Bernardo Strozzi (1581-1644), imagen incluida en el libro Ver. Sobre las cosas vistas, no vistas y mal vistas, de Francisco González Crussí.
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