Desear
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La atracción sexual es un enigma que cada pareja de amantes trata de entender desde sus propios códigos, muchas veces intraducibles a otras experiencias en las que se involucra indistintamente el cariño, la ternura y el interés intelectual
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POR BRENDA RÍOS
Lo que dijo mi amante, el que no coge, es que el sexo está sobrevalorado. Eso dijo, tal cual. Que él lleva un año sin coger y que no piensa en ello. No sufre por ello. No se le antoja. Así que duerme varias veces al mes conmigo abrazado a mí, sin ropa, con una erección permanente. Para qué ir más allá, dice. Y seguro tiene razón, lo conforto, pobre. Lo envidio, claro. Porque él está liberado del deseo, pero yo no. Y saber que no va a responder a él es lo peor que podría pasarle a alguien. Es la relación ideal: nos reímos, somos compañeros intelectuales, nos divierten las mismas cosas. Es sólo que no cogemos. No me importaría en lo más mínimo si sólo fuéramos amigos que duermen juntos si no fuera por lo que hay en medio: esa onda cálida que surge de la atracción. Ni siquiera es mi tipo, además. Pero es un misterio lo que nos acerca a una persona. Ese imán invisible. Lo más estúpido que me pasó es que salí a cenar con alguien más y estuve a punto de llevarlo a casa a coger. Pero no pude. Me sentí desleal a la relación platónica. Él, el no-amante, está cómodo, diría casi feliz, puede besarme, ser amable y atento como una tía mayor pero a la hora de la hora, aun si bromeamos al respecto y podemos contarnos absolutamente todo, no va a coger. Hubo un par de veces que me dijo que un día lo haríamos y sería genial. Sigo esperando.
Lo dejé de ver meses. Era necesario poner distancia. Él insistía que podíamos vernos para comer y conversar. Porque quería verme, insistía. Fui distante, fui cínica. Pero duró poco. A las pocas semanas volvimos a dormir juntos y él me dice cuánto me quiere, que por supuesto que me desea, cómo no desearme si soy hermosa. Pero no pasa de ahí, el sexo no le interesa. Lo nuestro es más importante que eso. Qué manera de apagar la vela, pienso. Me tiene calmada con la idea de una cierta correspondencia cercana al amor pero alejada del sexo. El que ama debe “ejercer el amor”, por eso se es “amante”. Un amigo cruel apodó a este hombre “tu amante que no coge” y dije, ya está, eso define todo: estamos ante un nuevo tipo de hombres. Le pasó a dos mujeres que conozco: sus esposos-parejas dejaron de coger. No les interesa. Estos hombres “nuevos” tienen un extraño poder: la negación del falo y la invención de lo otro: la relación fundada en lo real, en la confianza, en la lealtad, en los proyectos comunes. Se reconocen admiradores, nos miran de lejos, están orgullosos de nosotras, nos aman a su muy especial manera, pero no nos van a tocar. Y ahí, estamos, convulsas, desnudas, compartiendo la cama con alguien que no hará nada más además que abrazarnos. Una especie de Bartleby en la cama: podría coger, su cuerpo dice que está listo, pero se niega a hacerlo.
No es fácil coincidir en el deseo. Se tiene o no se tiene, no “se desarrolla” como la amistad, el aprecio, el amor. El deseo tiene que ver con la posibilidad única de compartir algo simple y por ello mismo, difícil de lograr, el instante del cuerpo, la desnudez, la intimidad. El pálpito, el apetito. Porque desear a alguien es tener hambre de ese cuerpo, ansiedad. El deseo no debe ser confundido con nada más, ni con amor, ni ternura, ni interés intelectual. Es algo que aparece, el cuerpo despierta y hasta ese momento no habíamos tomado conciencia de que dormía.
El deseo se alimenta del deseo: ver pornografía, a alguien besarse en la calle, un gesto, una imagen, un video, puede significar que el cuerpo se “levanta” de un sitio inerme. Para una mujer, el rechazo sexual es una afrenta, una mujer rechazada una vez que está en la cama, dispuesta y frágil ante la mirada y el tacto que califica, evalúa. Los hombres, educados, en su mayoría a la vieja usanza, son los cazadores naturales en el juego de la seducción se lanzan a ciegas y ante el rechazo siguen intentando con otras más. O quizá este modo cultural presente momentos de transformación (por distintas razones: a raíz de las campañas en redes contra el acoso sexual, por ejemplo, pero pasará algún tiempo más en que eso se transforme por completo y no sea una mera etapa de corrección política que no “baje” a las clases populares donde no hay conciencia de lo que implica el cortejo, la seducción y el acoso) y creo que no hay que obviar que el poder sexual se vincula a un elemento del capital. El hombre deja de ganar dinero y el efecto lo lleva al cuerpo, a poner una bomba abajo del edificio de la libido. En el proceso de transformación de lo masculino, en la validación de los roles y de su posible doblez, o plasticidad, el hombre que no es proveedor, jefe de familia, líder de las fuerzas armadas de la casa, atraviesa por la etapa de no querer coger. No quiere penetrar ni ser tocado. Es como si flotara en una causa espiritual, mientras se reencuentra. Y eso puede llevar mucho tiempo. Claro, es una hipótesis al vuelo. Tengo una gran probabilidad de estar equivocada. Pero si no hacemos estas hipótesis cómo discutir el tema de fondo: la relación está a punto de desvanecerse por esos pequeños detalles que hacen el vínculo de lo amoroso-erótico.
El cuerpo femenino necesita mayor validación, quizá sea eso, parte de nuestra educación socioerótica y sentimental. En una cultura que fomenta la monogamia, invalida toda forma extra de alimentar la monotonía sexual. Al cabo de un par de años la pareja se vuelve tan familiar que el matrimonio debería ser considerado una relación incestuosa. El valor que se le da el tener a una pareja, a la fidelidad sexual, al sexo mismo es una presión tremenda sobre la vida diaria, las obligaciones. Hay matrimonios que dejan de coger a los pocos años y se envuelven en una relación profunda, de compañerismo, pero nulificada en el deseo. Con el tiempo quizá desarrollen una especie de rencor por esa misma persona que los castra del placer erótico porque al mismo tiempo se da por entendido que ninguno debería buscar satisfacción fuera de ellos mismos. Los amantes no se permiten, en teoría.
Y eso me lleva a otro punto: al ser amante. La palabra implica la acción del que ama, nadie dice tengo un amado, una amada. Es siempre una sola palabra en movimiento: quien ama es el único que habita el sexo. No es el amor lo que trata, sino el sexo, real y verdadero. Tener un amante es tener a alguien con quién coger. Con quien ejercer el deseo. El cuerpo es un motor que se enciende. Una máquina. Una lámpara. El cuerpo tiene botones. En distintas partes. Cada uno con voltios distintos. El amante sabe cómo tocar y cómo activarlos.
La pérdida del deseo es la cosa más terrible que le puede pasar a alguien que está en una relación de años. Pero a la vez, es liberador. Porque el deseo obliga a tener el cuerpo “en tiempo presente”, en “estar activo” y es genial saber que funciona y que se prende y todo eso. Pero la tranquilidad y la paz que surge de no sufrir/gozar el deseo también es importante. Si una persona desea al que dejó de desearla entonces se vive un verdadero infierno: la búsqueda del cuerpo que rechaza, da la espalda, se amotina contra el capitán que quiere llevar la nave, se vuelve una aventura condenada al fracaso.
El deseo conlleva su propia amargura pero es inevitable. Es anuncio de lo que está vivo. Besar el cuerpo deseado es ofrendarse, estar ahí, en un instante que detiene todo, el ruido, las obligaciones, el hambre, el mundo exterior. Entrar en el otro es hacerse de él, sentir que se “tiene algo”, o que se “forma parte”. Es una comunión exquisita. Al instante de salir del cuerpo se acaba. Se aterriza en la realidad, en lo de afuera, en el mundo verdadero. Por eso el deseo salva, es poder estar en otra parte. Esa otra parte es el cuerpo que es país propio. Que tiene idioma y costumbres, ritos, geografía. El cuerpo es lo sagrado porque es físico, tiene materia y densidad. Hay que entrar ahí como en la mezquita, con fe, y en silencio. Decir no al cuerpo es cerrarlo y negar el milagro.
Para quien desea el cuerpo del otro el placer no es mero estímulo. Hay más cosas involucradas, pertenecientes al espacio único e íntimo entre dos seres. Lo que se comparte en la cama. La risa. El sexo. Lo sucio. El olor. La manifestación de que somos agua, materia, sangre. El secreto de la palabra que sólo hace su presencia ahí, un instante. La confesión, el abrazo, la historia que une.
ILUSTRACIÓN: Ani Cortés
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