La vida después de la guerra

Ago 7 • Miradas, Pantallas • 3489 Views • No hay comentarios en La vida después de la guerra

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Situada en Stalingrado al final de la Segunda Guerra Mundial, esta es la historia de amor que surge entre dos mujeres: Dylda, quien dedica su vida a la enfermería, y Masha, recién llegada de la guerra

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POR ALEJANDRO ARRAS
De entre un sin fin de directores de cine contemporáneo, Kantemir Balágov (Nálchik, Rusia, 1991) resalta por su enorme talento para hilar metáforas y la armoniosa hondura de su —aún— corta obra. Este joven ruso se ha empeñado en perseguir las huellas de los grandes sentimientos universales: el amor, la supervivencia, la esperanza. Desde su primer largometraje (Tesnotá, 2017) dio muestras de su gran capacidad fílmica. Situada en 1998, Tesnotá narra la vida de una familia judía que sufre el secuestro de uno de sus dos hijos. La aterradora noticia devela angustias y conflictos. Ilina ha anhelado siempre ser hija única; odia y adora a su hermano desaparecido. Una madre resentida, casi malévola. Un padre miedoso e inseguro. La comunidad judía los rechaza cuando piden ayuda. Aquella región del Cáucaso Norte —lugar de nacimiento del director— se halla marcada por una perpetua guerra e Ilina busca lo inesperado en lo esperado. A lo largo de las casi dos horas sobrevuelan registros entorno a la pérdida del amor, el origen del trauma —tema central en las dos películas de Balágov—y los deseos pasionales que pueden tornarse en salvajada. La película se estrenó en el Festival de Cannes en la sección Un Certain regard y recibió el Premio FIPRESCI.

 

Beanpole (2019), el segundo largometraje de Balágov, supera al primero en técnica y contundencia. Si la primera película gana por puntos, la segunda gana por unanimidad. Deja ese sabor de boca a magnitud, de claridad de campana en pueblo callado, propio de las grandes obras. Es una película redonda que reflexiona sobre la posibilidad de volver a comenzar ante un mundo que ya no es el mismo. Una historia de amor entre dos mujeres. Comienza en Stalingrado, el primer otoño al término de la segunda guerra mundial. Dylda es enfermera en un hospital militar. Masha está de vuelta en la ciudad con Dylda; recién llega del frente. Dos paralelos que se entremezclan conforme a los deseos y personalidad de las dos mujeres.

 

Resulta novedosa la tentativa en Beanpole ante el género dedicado a las películas bélicas. Tentativa que se logra. En vez de apuntar el lente a los escombros de los edificios o al discurso político, los escombros se hallan en el temperamento de los individuos, en sus emociones físicas. Concentrados, particularmente, en los traumas que detona la guerra desde puntos de vista femeninos. Masha sangra de la nariz cuando se altera o en instantes cruciales. Dylda sufre recurrentes trastornos por estrés postraumático. Masha integra sus traumas en Dylda y esta necedad adquiere complejidad conforme la historia se desarrolla. Es decir, la catástrofe de la guerra tiene rezagos en quienes la padecieron y la película deja sentirlos mediante las miradas, el ritmo de las respiraciones, los juegos, los sueños. Conjunto a esto, Balágov emplea colores que ayudan a dinamizar la paleta de tonos de tal o cual emoción. Colores e iluminaciones que otorgan un aire de dignidad a los personajes, diferenciándose así de otras películas que se ocupan del mismo periodo. Esto lo logra el director de la mano de la cinematógrafa Ksenia Sereda, con quien trabajó de cerca basándose, primordialmente, en las pinturas del célebre holandés Johannes Vermeer. Cada color simboliza algo y estos colores varían entre las prendas, luces, cabellos, adornos. Originalmente, la película se escribió pensada en blanco y negro, pero —cuenta el director en una entrevista— que al leer diarios de personas de aquella época cayó en la cuenta de que se trataba de tiempos muy coloridos. La gente de la posguerra vestía tonos alegres y brillantes para levantar los ánimos, distraerse, intentaban escapar de la realidad usando colores. En Beanpole el rojo alude a lo herido, al trauma. El verde: a la esperanza, la vida misma, la fertilidad.

 

Es importante también resaltar el espléndido trabajo sonoro de la película. No hay música como tal, pero sí un detallado acento en los ruidos y sonidos, en cada espacio, que nos acerca íntimamente a la historia. Y al aproximarnos nos sentimos cerca, pero con cierta condescendencia.

 

Escrita por el propio Kantemir Balágov y Aleksandr Terekhov, Beanpole surgió inspirada en los libros de Svetlana Alexievich, particularmente de La guerra no tiene rostro de mujer (1985). En una entrevista realizada al director en la 59.ª ceremonia del Festival de Cine de Nueva York, ahonda en este asunto: “No sabía nada sobre la guerra y el libro me enseñó la magnitud del trabajo que las mujeres realizaron en la guerra. Estuve obsesionado con este libro. Está lleno de entrevista a mujeres que pelearon en la segunda guerra mundial. En 2015, al terminar de leerlo, quise hacer una película sobre esto ya que en el cine moderno ruso nadie ha mostrado el lado femenino de la guerra. En el cine soviético sólo existe una película llamada Wings (1966) de Larisa Shepitko, que muestra cómo una mujer lucha por sobrevivir”.

 

Beanpole está llena de sugestiones, de preguntas que no se resuelven sino en el espectador mismo. Hay una libertad del significado que permite que cada quien genere sus propios significados. Masha, a pesar de la devastación, busca siempre volver a comenzar. Ve, con todo y la maleza, una luz al final del camino. “Mis personajes están basados en los de Andréi Platónov. Personajes que se recrean, que comienzan…”, explica Balágov. Dylda es una especie de ángel, de símbolo de fertilidad. Da vida, pero también la quita. Como aquel soldado que recibe de su boca humo de cigarro; el último deseo del veterano.

 

Aquella escena del niño, casi bebé, Pashka frente a los soldados hospitalizados que juegan haciendo mímicas —así como la escena consecuente en donde Dylda queda petrificada a causa de su trastorno, convirtiendo el instante en una lamentable desgracia— difícilmente pasa desapercibida a la memoria. Es una de las escenas más conmovedores del cine de los últimos tiempos.
En ningún momento de las dos horas y 10 minutos que dura Beanpole se observan símbolos que aludan a la Unión Soviética, a lo que el joven cineasta respondió: “El cine aspira a la inmortalidad y estos símbolos no deben estar ahí porque no me gustan y no merecen la inmortalidad”. Kantemir Balágov es discípulo de otro importante director ruso, Aleksandr Sokúrov, de quien dice haber aprendido las técnicas del cine y fungido como figura decisiva en su vida. “Mientras estudiaba me enseñó muchas películas y que el cine no sólo es entretenimiento sino un código visual de significados (…). Sokúrov siempre dice a sus alumnos que los directores deben leer más libros y ver menos películas”.

 

A su corta edad, 29 años, Balágov es uno de los directores vivos más destacados. Beanpole le concedió de nuevo el premio FIPRESCI, además del premio al mejor director en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes. Al terminar de ver Beanpole uno se siente como si estuviera mejor nutrido, sin ser el mismo de antes.

 

FOTO: Fotograma de Beanpole/ Crédito: Especial

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