Casas vacías

Ene 8 • Ficciones • 1395 Views • No hay comentarios en Casas vacías

/

Lee estos fragmentos de los dos monólogos que componen la novela Casas vacías

/

POR BRENDA NAVARRO

 

Daniel desapareció tres meses, dos días, ocho horas después de su cumpleaños. Tenía tres años. Era mi hijo. La última vez que lo vi estaba entre el subibaja y la resbaladilla del parque al que lo llevaba por las tardes. No recuerdo más. O sí: estaba triste porque Vladimir me avisaba que se iba porque no quería abaratar todo. Abaratar todo, como cuando algo que vale mucho se vende por dos pesos. Ésa era yo cuando perdí a mi hijo, la que de vez en cuando, entre un conjunto de semanas y otro, se despedía de un amante esquivo que le ofrecía gangas sexuales como si fueran regalos porque él necesitaba aligerar su marcha. La compradora estafada. La estafa de madre. La que no vio.

 

*

Vi poco. ¿Qué vi? Busco entre la urdimbre de recuerdos visuales cada detalle de los hilos conductores que me lleven, al menos un segundo, a saber en qué momento. ¿En qué momento, cuál, no volví a ver a Daniel? ¿En qué momento, en qué instante, entre qué gritito de un cuerpo de tres años contenido, él se fue? ¿Qué fue lo que pasó? Vi poco. Y aunque caminé entre la gente gritando su nombre repetidas veces, el oído se me volvió sordo. ¿Pasaron carros?, ¿había más gente?, ¿cuál?, ¿quién? No volví a ver a mi hijo de tres años.

 

Nagore salía a las dos de la tarde pero no la recogí. Nunca le pregunté cómo es que ese día volvió a casa. De hecho, nunca hablamos de si alguien ese día volvió o es que acaso en los catorce kilos de mi hijo nos fuimos todos y nunca más volvimos. No hay fotografía mental que, a la fecha, me dé respuesta.

 

Después, la espera: yo recostada en una sucia silla del ministerio público de la que Fran me recogió después. Ambos esperamos, aún seguimos esperando en esa silla, aunque estemos físicamente en otro lado.

 

*

No pocas veces deseé que estuvieran muertos. Me miraba en el espejo del baño e imaginaba que me veía llorándoles. Pero no lloraba, me contenía las lágrimas y volvía a ponerme ecuánime por si no lo había hecho bien la primera vez. Así que me acomodaba de nuevo frente al espejo y preguntaba: ¿Que se ha muerto? Pero ¿cómo que se ha muerto? ¿Quién se ha muerto? ¿Los dos al mismo tiempo? ¿Estaban juntos? ¿Se han muerto, muerto, o es esto una fantasía para llorar? ¿Quién eres tú que me avisa que se han muerto? ¿Quién, cuál de los dos? Y era yo la única respuesta frente al espejo repitiendo: ¿Quién murió? ¡Que alguien haya muerto por favor para no sentir este vacío! Y ante el eco silente, me contestaba que los dos: Daniel y Vladimir. Los perdí al mismo tiempo y los dos, en algún lugar del mundo, sin mí, seguían vivos.

 

 

*

Te imaginas todo menos que un día vas a despertar con la pesadez de un desaparecido. ¿Qué es un desaparecido? Es un fantasma que te persigue como si fuera parte de una esquizofrenia.

 

 

*

Aunque no pretendía ser una de esas mujeres que la gente mira por la calle con lástima, muchas veces regresé al parque, casi todos los días de todos los días para ser exacta. Me sentaba en la misma banca y rememoraba mis movimientos: teléfono en la mano, cabellos sobre la cara, dos o tres mosquitos persiguiéndome para picarme. Daniel con uno, dos, tres pasos y su risa boba. Dos, tres, cuatro pasos. Bajé la vista. Dos, tres, cuatro, cinco pasos. Ahí. Alcé la vista hacia él. Lo veo y vuelvo al teléfono. Dos, tres, cinco, siete. Ninguno. Se cae. Se levanta. Yo con Vladimir en el estómago. Dos, tres, cinco, siete, ocho, nueve pasos. Y yo detrás de cada pisada todos los días: dos, tres, cuatro… Y sólo cuando Nagore me clavaba su vista avergonzada porque ya estaba yo, entre el subibaja y la resbaladilla, entorpeciendo el paso de los niños, es que yo entendía todo: era de esas mujeres que la gente mira por la calle con lástima y miedo.

 

Otras veces, lo buscaba en silencio sentada desde la banca y Nagore, a mi lado, cruzaba sus piernitas y se quedaba muda, como si su voz fuera culpable de algo, como si supiera de antemano que la odiaba. Nagore era el espejo de mi fealdad.

 

¿Por qué no desapareciste tú?, le dije aquella vez a Nagore, cuando me llamó desde la regadera para pedirme que le alcanzara la toalla que no bajó del estante del baño. Ella me miró con sus ojos azules, muy sorprendida de que se lo hubiera dicho a la cara. La abracé casi inmediatamente y la besé repetidas veces. Le toqué el cabello mojado que me mojaba la cara y los brazos y la tapé con la toalla y la estrujé contra mi cuerpo y nos pusimos a llorar. ¿Por qué no desapareció ella? ¿Por qué es que fue sacrificada y no dio recompensa a cambio?

 

Debí ser yo, me dijo tiempo después cuando fui a dejarla a la escuela, y la vi alejarse entre sus compañeritos de clase y no quise volver a verla. Sí debió ser ella, pero no lo fue. Todos los días de su niñez, regresó a mi casa.

 

 

*

No siempre se es la misma tristeza. No todas las veces despertaba con la gastritis como estado de ánimo, pero bastaba que pasara algo para que por instinto tragara saliva y fuera consciente de que tenía que respirar ante los hechos. Respirar no es un acto mecánico, es una acción de estabilidad; cuando se pierde la gracia es que se sabe que para mantener el equilibrio hay que respirar. Vivir se vive, pero respirar se aprende. Entonces me obligaba a dar los pasos. Báñate. Péinate. Come. Báñate, péinate, come. Sonríe. No, sonreír no. No sonrías. Respira, respira, respira. No llores, no grites, ¿qué haces, qué haces? Respira. Respira, respira. Tal vez mañana seas capaz de levantarte del sillón. Pero el mañana siempre es otro día y yo, sin embargo, vivía perpetuamente el mismo, pues no hubo sillón del que tuviera que levantarme.

 

 

*

Algunas veces, Fran me llamaba por teléfono para recordarme que teníamos otra hija. No, Nagore no era mi hija. No. Pero la cuidamos, pero le ofrecimos un hogar, me decía. Nagore no es mi hija. Nagore no es mi hija. (Respira. Prepara comida, tienen que comer). Daniel es mi único hijo, y cuando yo preparaba la comida, él jugaba en el piso con soldaditos y yo le llevaba zanahorias con limón y sal. (Tenía ciento cuarenta y cinco soldados, todos verdes, todos de plástico). Yo le preguntaba a qué jugaba y él con sus fonemas ininteligibles me decía que a los soldados y ambos escuchábamos los pasos que los llevaban a la gran marcha. (El aceite arde, la pasta se quema. El agua no está en la licuadora). Nagore no es mi hija. Daniel ya no juega a los soldados. ¡Viva la guerra! Entonces, muchas veces me llamaban de la escuela de Nagore y me recordaban que ella me esperaba y que tenían que cerrar la escuela. Lo siento, les decía, aunque el es que Nagore no es mi hija se me quedaba en la lengua, y colgaba ofendida de que me reclamaran la maternidad no pedida y en un llanto que no aparecía pero que se manifestaba en un sofoco abierto yo imploraba que quería ser Daniel y perderme con él, pero lo que en realidad sucedía era que se me iba la tarde hasta que Fran volvía a llamar para recordarme que tenía que atender a Nagore porque también era mi hija.

 

 

*

Vladimir regresó una vez, sólo una vez. Es probable que por lástima, por compromiso, por morbo. Me preguntó qué quería hacer. Lo besé. Me cuidó una tarde, como si yo le importara. Me tocaba retraído, como con miedo, como con la fragilidad del que no sabe si es correcto ensuciar el vidrio recién enjuagado de detergente. Lo llevé al cuarto de Daniel e hicimos el amor. Yo quería decirle pégame, pégame para gritar. Pero Vladimir sólo preguntaba si estaba bien y si necesitaba algo. Si me sentía cómoda. Si quería parar. Necesito que me pegues, necesito que me des mi merecido por perder a Daniel, pégame, pégame, pégame. No se lo dije. Luego me salió con la culpígena propuesta no hecha de que debimos habernos casado. Que él… Nada. Que él no me hubiera hecho un hijo, le respondí ante su vergüenza, su miedo a decir algo que lo comprometiera. Que él no me hubiera llevado a ningún parque con nuestro hijo. No. Ningún hijo. Que él me hubiera dado una vida sin sufrimiento maternal. Sí, es posible que sea eso, me contestó cuando se lo insinué y después, liviano como era, se fue y volvió a dejarme sola.

 

Ese día Fran llegó y acostó a Nagore y yo quería que se acercara a mí y supiera que mi vagina olía a sexo. Y que me pegara. Pero Fran no se percató. Hacía mucho tiempo que ya no nos tocábamos, ni siquiera un roce.

 

 

*

Fran tocaba la guitarra para Nagore en las noches antes de dormir. Yo lo odiaba, no le perdonaba que se atreviera a tener una vida. Iba a trabajar, pagaba las cuentas, se hacía el bueno. Pero ¿qué clase de bondad hay en un hombre que no sufre todos los días la pérdida de su hijo? Nagore iba a darme un beso de buenas noches cada que el reloj daba las diez y diez y yo me escondía entre las almohadas y le palmeaba la espalda como respuesta. ¿Qué clase de bondad hay en quien exige amor dando amor? Ninguna.

 

 

*

Nagore perdió el acento español apenas llegó a México. Se mimetizó conmigo. Era una especie de insecto que hibernaba para salir con las alas puestas para que la miráramos volar. Estalló en colores, como si el capullo tejido en las manos de sus padres sólo la hubiera preparado para la vida. Superaba la tristeza, le ganaba la niñez. Le corté las alas después de que Daniel desapareció. No iba a permitir que algo brillara más que él y su recuerdo. Seríamos la fotografía familiar intacta que no se rompe a pesar de caer al suelo por el triste aletear de un insecto.

 

*

Fran era el tío de Nagore, su hermana la parió en Barcelona. Fran y su hermana eran de Utrera. Ambos se desperdigaron por el mundo antes de querer prolongarse en una familia.
La hermana murió a manos de su marido, por eso Fran nos impuso el cuidado de Nagore. Yo me volví madre de una niña de seis años mientras engendraba a Daniel en mi vientre. Luego no fui madre y ése fue el problema. El problema es que seguí viva por mucho tiempo.

 

 

[…]

Mejor no hubiera llegado Leonel a nuestras vidas. Mejor se hubiera puesto a llorar muy fuerte cuando debió hacerlo y no después, ya de camino. Yo era la mujer de la sombrilla roja que se subió al taxi cuando empezó a haber alboroto en el parque. Claro que lo abracé mientras lloraba, pero es que lloraba mucho; semanas después nos dijeron que tenía autismo y que a lo mejor por eso no le gustaba casi nada. Fue en ese momento que me arrepentí de querer ser madre.

 

 

*

Quería ser madre de los hijos de Rafael, que, en esos días, quién sabe qué le pasaba de tiempo atrás, y aunque le preguntaba ni decía nada, porque así era él, que qué chingados tenía de qué, pues algo tienes, no digas que no, le decía, pero nunca dijo pues mira, me pasa esto, o siento que no sé, algo, o mira, es que si te contara, pero nada, y yo creo que aunque no lo acepte, soy de esas mujeres que prefieren estar con el hombre aunque no las quieran y que siempre dice pues mañana será otro día, pues hay que hacer algo para estar mejor; muy optimista o muy arrebatada; por eso creí que Leonel iba a llegar y mejorar todo, pero era nada más tapar el dedo con el sol, lo que está podrido, está podrido, ni modo.

 

Y es que lo que pasa es que siempre quise tener una hija, peinarla con moños de tela, vestirla con esos vestidos vaporosos que les ponen a las niñas en días de fiesta; verla usar mis zapatos, pintarse la cara, peinarse, no sé, una niña siempre es más divertida, pero luego pensé que Leonel pondría más contento a Rafa, que jugarían futbol, a las luchitas, cosas de hombres.

 

¿Te lo robaste, estás pendeja?, me gritó un rato después de que vio que entré a la casa y lo fui a sentar a la mesa y Leonel no se callaba de sus berridos. Entonces Rafa se paró y fue a darme un madrazo en la cabeza. Estás enferma, ¿qué tienes en esa puta cabeza, hija de la chingada? Pero yo hacía como que todo estaba muy normal. Pensé que tenía que darle tiempo a que nos conociéramos todos, una familia no se hace de la noche a la mañana. El autismo lo arruinó todo, o eso, o es que no sé escoger a los hombres de mi vida. Porque escoger a los hombres de mi vida implicaba muchas cosas, entre ellas no faltarnos al respeto y, sin embargo, nosotros nos madreamos la primera noche que durmió Leonel en casa porque nos desesperó su comportamiento. No sabíamos qué le pasaba porque se tiraba al suelo, se pegaba en la cabeza y si queríamos detenerlo soltaba de patadas y manotazos. Uno sí me dolió, me salió solito jalarle el cabello, pero fue peor porque se puso a gritar más, como si lo estuviéramos matando. Rafa se desesperó un chingo, azotó la puerta del cuarto y se encerró. Yo me quedé con Leonel en la sala. Y le dije Leonel, Leonel, ¿qué tienes? Pero Leonel nomás se metía la mano a la boca y se le escurrían los mocos y las lágrimas por su carita hasta que después de un ratote se quedó dormido. Yo, que para ese momento tenía la boca seca y la panza inflamada, preferí ni moverlo del suelo y fui por una cobija y lo tapé, luego fui a buscar a Rafael.

 

Nomás entrando al cuarto se puso boca abajo en la cama para no verme. Pinche Rafael, vamos a hablar, pero Rafael no me respondía, así que lo moví para despertarlo. Rafael, vamos a hablar, no te hagas el dormido, le dije, pero se seguía haciendo el dormido hasta que se encabronó y me dijo que ya estaba bueno y se paró y me jaló de los cabellos y me arrinconó en la pared. Pero yo le respondí, me le eché encima, lo rasguñé y lo mordí. A mí no me pegues, pendejo. Pero me siguió pegando: pinche vieja enferma, cabrona, pinche enferma, me decía mientras me pateaba y yo le decía ay, ay… Hasta que se cansó y se fue a dormir al sillón para vigilar a Leonel. Yo me quedé llorando en la cama, viéndolos de reojo, tenía miedo de que Rafael hiciera una chingadera y se lo llevara, pero no se lo llevó. De lo único que me arrepentí fue de no haberme dado cuenta de que el niño tenía autismo.

 

Al otro día, mientras le puse dos huevos estrellados con salsa en la mesa, le dije que yo no sabía de dónde le salía la idea de que teníamos que ser normales. Yo creo que esto es normal, Rafael, nada más que no nos enteramos. Me miró feo. Tú crees que no pienso, pero sí pienso, sólo que no pienso lo que tú quieres que piense. Cuando se tragó los huevos, se limpió la boca con la mano y antes de irse me dio golpecitos en la sien. No piensas, no piensas, me dijo. Estuve enojada con él varios días, pero luego con el tiempo descubrí que eso mismo le hacía yo a Leonel. Piensa, escuincle de mierda, piensa… Pero Leonel se mecía de un lado a otro de la silla y si lo molestaba mucho, se ponía a pegarse contra la pared para que lo dejara en paz. Piensa, escuincle de mierda, ¡piensa!, y le daba golpecitos en la sien.

 

Luego para darme una respuesta sí he llegado a pensar que todo empezó cuando mis primas empezaron a tener hijos, de la noche a la mañana las casas de mis tías se llenaron de niños que gritaban por todos lados. Primero dejé de ir a visitarlas, no sé, me sentía incómoda, pero luego empecé a salir con Rafael y al mes de andar le dije que yo quería tener una hija, que si se animaba, que estaba muy guapo, que nos iba a salir bonita. Rafael se rio y me aventó, no estés chingando, me la voy a creer, me dijo. Pues créetela, porque es en serio. Me dijo que lo pensaría, pero ni pensó nada. Así me trajo un año.

 

¿Qué has pensado de lo que te dije? Pues lo sigo pensando, me dijo y me dio un beso para callarme la boca. Oh, Rafa, te estoy hablando en serio, pero él nada más se reía y me besaba o me metía mano. Y yo me enojaba pero me aguantaba porque tenía miedo de dejarlo y de que él me persiguiera y no me dejara en paz, como le hacen todos, así que me conformaba con esperarlo a que dijera que sí.

 

Éramos novios, pero al principio casi no nos veíamos porque él trabajaba hasta el sur y ya llegaba tarde a su casa, luego los viernes se iba a chupar con sus amigos y a jugar billar. Primero pensaba, pues bueno, pues muy su vida, pero luego ya no me gustaba porque pensaba él sí muy chingón haciendo vida y yo aquí de pendeja encerrada. Así que me fui a jugar billar yo también, las dos primeras veces nomás fue a nalguearme y decirme que me fuera derechito a la casa, pero ya la tercera sí se encabronó y me sacó del bar. Ora, ¿qué haces otra vez aquí? Pues jugando billar. Vete a tu casa, no son horas. ¿Cómo que no son horas? Pues si tú estás aquí. ¿Me estás vigilando? Oh, que no, nomás me estoy divirtiendo, como tú. Me llevó a su casa. Su mamá nos dio sopes de cenar. Él siguió insistiendo que yo no tenía que andar en los bares, pero por qué no, le pregunté, pues porque no, me dijo. Me reí y se encabronó. Aventó la silla que tenía al lado y me dijo que no lo estuviera provocando, le dije que no, que no se pusiera así y manoteó la mesa. Sí esperé que su mamá dijera algo, pero no dijo nada, nomás nos miró de reojo y se hizo mensa, como que no había escuchado. No me vayas a pegar, Rafael, porque te denuncio, le dije. ¡Ay, pero si ni te está pegando!, me dijo la señora, le está pegando a la mesa, no te inventes cosas, insistió. Ya, Rafael, llévala a su casa. Le dije que no, que yo me iba sola, pero Rafael se puso su chamarra y se salió conmigo. Con mi mamá no me andes provocando, me dijo mientras me llevaba rápido por la avenida. Pues entonces no me traigas aquí. Tú te crees muy cabroncita, me dijo, y yo le dije, pues cabrona no, pero dejada tampoco y si tanto te molesto pues a la chingada, Rafael, métete el pinche palo de billar en la cola y me le zafé y me temblaron las piernas y seguí caminando sin querer voltear atrás, pero sí me alcanzó y nomás sentí cómo del hombro me aventó a la pared. Me ardía todo el cuerpo del coraje pero no supe cómo reaccionar. Me dijo que ya estaba bueno y se me acercó mucho y creí que me iba a pegar en la cara y por eso mejor lo besé para calmarlo y él respondió. Nos empezamos a besar y nomás sentía cómo se me restregaba con su pene todo duro contra el vientre. Me besaba y me manoseaba, luego metió su mano dentro de mi blusa y me pellizcó uno de mis pezones, sentí que un calorcito me crecía entre las piernas. Fue la sensación más bonita que había sentido en toda mi vida. Luego me alzó la falda y me dijo que me iba a hacer a mi hija ahí mismo y yo sentí que lo quería más que a nadie en el mundo y lo besé mucho pero no hicimos nada porque le dije que tenía la regla y entonces nomás me miró raro, dudó y se acomodó la ropa y me llevó a mi casa.
Tampoco es que me pegara mucho, porque decía que por cualquier moretoncito ya andaban metiendo a la cárcel a la gente, pero una vez descubrió que en las tetas no me quedaban marcas. Entonces le dio por pegarme ahí, te las voy a desinflar, me decía, y yo lo manoteaba, pero sí alcanzaba a darme. Se te van a desinflar y ya no te van a servir y yo tenía miedo de que fuera cierto y no pudiera darle pecho a mis bebés. Rafael se reía y no sé cómo pero ya mejor nos encontentábamos.

 

El problema es que yo pensé que ya con Leonel en casa las malas rachas se iban a acabar, porque una aprende a ser madre sobre la marcha, y aunque me desesperaba de que Leonel era imposible, también pensaba pues ha de extrañar, apenas me está conociendo. Pero las cosas no fueron para mejor, yo me sentía más sola que cuando no estaba Leonel, porque Rafael llegaba más tarde que de costumbre y yo me tenía que hacer bolas entre cuidar a Leonel que, si bien me iba, podría pasársela jugando en la mesa con las cucharas mientras decía ore, ore, ore, y entre los pedidos de gelatinas y paletas de figuras que vendía a las tiendas. No había descanso para mí, ni una hija a quien abrazar o con quien platicar, sólo Leonel, que se la pasaba cagándose en los calzones, y Rafael, que cuando llegaba nomás llegaba a chingar.

 

Ahora bien, que por qué me quedé con Rafael, pues no sé. Tuvimos nuestros momentos, yo antes de él no sabía mucho, así que cuando empezó a toquetearme me gustó y sentí que estábamos cerca: la primera vez que lo hicimos estábamos en su cuarto, nos empezamos a besar y me gustó que me chupara los pezones, cerré los ojos como para no ver que él podía verme que me gustaba, y mientras me los chupaba me metía mano por abajo. Esa vez de tanto mover su dedo por encima del calzón lo rompió, le hizo un agujerito que luego era un agujerote. Eso lo excitó mucho porque ya más entrado se me quedó viendo y me dijo que estaba mojada. Yo no supe si eso estaba bien o mal, por eso lo besé. Yo, para cuando no sabía qué hacer, lo besaba. Luego nada más hizo el agujero más grande y entró en mí, rapidito porque yo creo que si me hubiera pedido permiso no me hubiera dejado porque me dolió mucho, luego se movió lento y me preguntó si me dolía, le dije que no porque tenía miedo que se saliera y volviera a dolerme. Entonces se movió rápido y yo nomás me quedé tumbada viéndolo moverse encima de mí con los ojos cerrados. ¿Me vas a hacer a mi hija?, le pregunté y nomás abrió los ojos y sonrió burlón.

 

No me la hizo, cuando estuvo a punto de llegar se salió y me echó todo el semen en la panza. Luego se recostó a mi lado y me dijo que me limpiara con las sábanas. Le hice caso, estaba medio confundida porque como que además me quedé a medias, pero no dije nada porque tenía como tristeza de que no quisiera hacerme a mi hija, pues yo creía que para eso una se acostaba con un hombre, para hacer hijos. Pero entonces, desde ese día le decía que me lo metiera todo el tiempo y él se ponía bien caliente de que se lo dijera y lo hacíamos en todos lados. También es cierto que por ese tiempo no nos pegábamos ni nada, fue como nuestra época feliz, nomás me faltaba que me hiciera a mi hija.

 

 

FOTO: Casas vacías, de Brenda Navarro; México, Sexto Piso, 2021, 160 pp.

« »