“Pacto”: un cuento de terror de Felipe Ramírez

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Una niña acusada de brujería debe enfrentarse al verdadero mal, que escapa a las formas diabólicas para inmiscuirse en la cotidianidad de lo humano

 

POR FELIPE RAMÍREZ

A aquellas vecinas

 

Entre las persianas se colaban sombras y retazos de la tarde. Del techo de la cocina, inundada en el calor despiadado, pendían tres aspas que ciclaban en su girar lánguido los hervores del aire y la cacerola. Parecía que mamá, removiendo el cucharón, era inmune al bochorno. No así la niña, que sacudió la cabeza para desprenderse los mechones húmedos.

 

Vio las margaritas que el resplandor seccionaba en su delantal y acarició una verdura bajo el chorro de agua. Se encorvó un par de centímetros para que la vista le cupiera en algún resquicio de la costra grasosa de la ventana. Más allá se agitaban ocho o diez rostros que también sudaban, producto de un esfuerzo distinto. Decretada la estrategia, el bateador se armó con un garrote y se plantó en su lugar. La niña escarbó la grasa para ver mejor.

 

El proyectil esbozó su curva en el aire antes de irrumpir en la ventana donde la niña, que no lo esperaba, apenas se protegió. El estruendo crispó a mamá, susceptible de por sí, merced de sus desvelos. La niña sintió un mordisco en la mano: goteaba sangre como puntos suspensivos.

 

Enrojeció un paño sobre el dorso, notó salpicadas las margaritas en su vientre.

 

Escupió una maldición en voz baja, un suspiro frustrado que en nada se parecía al dolor en la herida nueva, otra más en su acervo de cicatrices: lecciones de cocina, rudimentos de costura, gajes de oficios.

 

Bajo el ardor, entre verdura, cristal y agua roja, descubrió la esfera. Blancuzca, mugrienta, tatuado en ella un garabato azul: H Espino. La niña asimiló entonces el propósito del asalto, y un ajetreo inusual le inflamó el pecho. Bastó un movimiento raudo, digno de prestidigitación, para desaparecer la esfera bajo las margaritas antes de que mamá la viera.

 

Un parche, recetó al examinar la mano, pero la niña ya pensaba en lo inequívoco, y el corte le pareció menos grave. Mamá, que no supo cómo ocurrió el accidente, recibió una confesión: quise abrir, pero el vidrio se rompió, y… dejó de escuchar para volver a la cacerola, y aleccionó: ya no eres una niña. Ella, que no supo cuándo lo había sido, dejó correr el dilema.

 

Una ojeada al exterior dio cuenta del éxodo repentino de los jugadores. No obstante, la niña percibió las miradas ocultas de la calle y atrapó una frase disuelta en la luz: Es la casa, la casa de las brujas… El mote no consiguió injuriarla como la primera vez, pero no pudo evitar preguntarse cómo son las cicatrices invisibles.

 

Bajo la noche nada se oye, nada se muda. La luz mercurial, derramada en las formas de la sábana, insistía en llegar a la puerta de la habitación. Números rojos, 20 para la una. La niña vaticinó que no amanecería tan pronto.

 

La esfera reposaba junto a ella cual satélite ingrávido. En la memoria remendaba fragmentos de sombras y de caras. Ningún indicio que dilucidara la cuestión: cuál de todos sería el de Espino, a cuál nombre pertenecía la H.

 

Entre piel y sábanas fraguó una voluntad secreta. La cosquilla de lo hipotético y el ardor en la mano le impidieron cerrar los ojos, alargando la noche y cumpliendo su predicción.

 

Un destello ambarino reptaba en el corredor. Mamá, insomne, se entregaba a la lectura.

 

El agua hervía. La niña cogió dos de las diez o quince bolsas de molienda y las dos únicas tazas. Mamá, ante la mesa, raspaba el interior de un aguacate para extenderlo sobre una rebanada de pan.

 

Sobre una taza flotó la mano de la niña, hundiendo una cucharilla en la mezcla. Café y aguacate escurrían de los labios de mamá, ensuciándole los bigotes. La herida de la niña no encostraba: no lo permitían las uñas que no dejaban de arañar la llaga, ni la lengua que recogía diligente la sangre que brotaba.

 

La niña supo que así honraba el título que le otorgaron los de afuera. Los mismos que dijeron, con vehemencia, que la dieta de las brujas consistía en insectos, animales de cerro, todo veneno imaginable y, por supuesto, seres humanos. La niña había oído los cuentos que llegaban a colarse por las ventanas. A los de afuera no les faltó la eficiencia narrativa para urdir el infortunio del vendedor que, incauto, llamó un día a la puerta de las brujas para ya no ser visto jamás, porque las brujas devoran hasta el tuétano.

 

Mamá, ya de salida y a punto de echar llave, le dio las mismas indicaciones de todos los días. Como todos los días, la niña asintió. El escozor torturaba la mano. Se rascó hasta enrojecer la mugre bajo las uñas.

 

Volvió a conjurar su alquimia habitual: una de café, dos de azúcar, una ligera cascada de leche y un cuchillo de mantequilla deshecho en el pan. La niña lo mordía ante la esfera, que sometió a nuevo examen cuando los pasos de mamá dejaron de escucharse. Reparando en las formas y en las de sus manos advirtió los costurones, vestigios de piel hendida, y fantaseó la bondad de Espino. Qué otra cosa, si no, pudo inaugurar ese pacto disfrazado de accidente. Se levantó, el cristal de la despensa la reflejó demacrada. La niña admitió la semejanza, pero ni así se encontró verrugas o colmillos.

 

Resuelta, empuñó un labial de mamá y garabateó su nombre bajo el de Espino.

 

El bullicio cotidiano entraba con fuerza por la ventana sin vidrio. El tráfico embistiendo la mañana, un combate canino, la estática de una radio, desde la que surgía la voz un hombre pregonando tragedias cotidianas. Nada le interesaba a la niña, que se afanó al quehacer para extraviarse de la urgencia que le asediaba.
La coyuntura le costó dos horas de zozobra; afuera se ensamblaba un juego desconocido. Si bien la ausencia de mamá implicaba clausura, su presencia sería un grillete perpetuo. Atravesó la ventana sin problemas.

 

Al verla, los de afuera no supieron reaccionar. Se acercó temerosa, jugando a seducir una bestia, y estiró la mano con la ofrenda. Uno que se había adelantado se la arrebató.

 

Las brujas no juegan, le dijo Espino sin notar el nuevo autógrafo ni agradecer la entrega. Ella sintió algo que le astillaba los huesos, le arrugaba el estómago y la apocaba ante ese mundo gigantesco. Nadie se percató cuando la casa engulló a la niña.

 

Se deslizó por la escalera, desgarrándose la herida. Un hilo escarlata se escurrió a los dedos. Llegó a la habitación de mamá; buscó su libro y hojeó hasta dar con la página.
Le dejó caer una perla de sangre. Murmuró entonces una letanía, y como le enseñaron, pidió consuelo a su Padre.

 

FOTO: Dante de la Vega/ EL UNIVERSAL

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