Eternizar lo efímero: el legado fotográfico de Manuel “Chato” Montes de Oca, la cámara que no miente

Abr 16 • Conexiones, destacamos, principales • 6589 Views • No hay comentarios en Eternizar lo efímero: el legado fotográfico de Manuel “Chato” Montes de Oca, la cámara que no miente

 

Manuel Chato Montes de Oca fue un fotógrafo que capturó la cambiante realidad mexicana del siglo XX para El Universal Gráfico de 1922 a 1960. En entrevista, su hija Clementina Montes de Oca nos habla del libro Escándalo, que escribió para honrar la memoria y la obra de su padre

 

POR SOFÍA MARAVILLA
La vida nos acontece imparable e inasible, lo mismo nos otorga alegrías que tragedias y eso nos orilla a dejar un testimonio de nuestra existencia, capturar aquellos momentos que, por su naturaleza misma, ya se han ido; pero hay quien cultiva los sentidos como si se tratara de un don clarividente y puede robarle a la fugacidad un fragmento para el porvenir. El fotógrafo Manuel Chato Montes de Oca fue uno de esos personajes, y dedicó su vida, precisamente, a detener el tiempo en imágenes, retratando la realidad de un México posrevolucionario en proceso de construcción, la cotidianidad de una sociedad que se desplegaba entre los vestigios de la vida rural y los pasos agrestes de una modernidad cada vez más avasallante.

 

El libro Escándalo. Manuel “Chato” Montes de Oca, fotógrafo diarista 1905-1980. Memorias de familia (Ediciones Mitocornio clandestino, 2021), escrito por la hija del fotógrafo, Clementina Montes de Oca, quien religiosamente cuida del archivo fotográfico alojado en el hogar familiar, hace un rescate de la vida de su padre. En entrevista, la autora nos habla del Chato como el periodista apasionado que fue, pero también como el hombre de familia que les dio grandes aprendizajes a sus hijos.

 

Este libro de memorias tuvo su origen en 2004, cuando a Clementina le surgió la inquietud de hacer algo significativo con el legado fotográfico de su padre, compuesto no sólo de imágenes, sino de objetos que fueron premios a su trabajo, como la cámara Speed Graphic que recibió por su emblemática fotografía Escándalo y, por supuesto, las narraciones que contaba a su hijos y que son atesoradas por Clementina, quien una buena tarde se decidió a llevar las fotos a la revista Artes de México, y aunque no aceptaron su maravilloso acervo, le recomendaron ir al Centro de la Imagen, donde conoció a Alfonso Morales Carrillo, director de la revista Luna Córnea: “Le dije que era hija del Chatito Montes de Oca, y me respondió: ‘Conozco la obra de tu padre’. Le mostré las fotos y se fascinó. Después de eso vino la exposición fotográfica Corre caballo, corre, en San Ildefonso, entonces Alfonso me llamó y me dijo: ‘Te lo suplico: préstanos la foto —Escándalo— para poderla presentar’, y la publicaron. Es una foto que te atrae, te abrasa. Es un momento tan trágico y sin embargo es una foto muy bella, tan bien lograda que es impactante”.

 

Después de ese evento, Morales Carrillo ayudó a Clementina a hacer un rescate de la obra del Chato: “Nos reunimos aquí en casa con los excolegas de mi padre, Ángel Marín, Jesús Fonseca y Daniel Soto, quienes nos ayudaron a identificar a los personajes que aparecían en el archivo, y así empezó a gestarse este libro, además siempre tuve en la mente las anécdotas sobre mi padre, y cada vez que podía las escribía. Le dije a mi hermano Luis lo que estaba tratando de hacer, y me dijo: ‘Agárrate de ahí, ponte cuadernos en toda la casa para anotar lo que te acuerdes y después lo desarrollas”. Así empecé. Hice primero un libro que resultó ser Escándalo, y aparte estaba el rescate que era de la familia, de lo que me tocó vivir con mis hermanos, con mis papás, pero después decidimos que eran dos libros, que no podíamos mezclar las dos cosas, así que hicimos dos partes: una dedicada sólo a su trabajo y otra sólo para la familia, que sería el testimonio de una familia de clase media que tuvo muchas cosas importantes que rescatar de la vida, como un don que mi padre nos legó, pues él era como un astro solar, y todos girábamos a su alrededor”.

 

Manuel Chato Montes de Oca nació en la Ciudad de México el 7 de febrero de 1905. Vivió con su familia en la calle de Regina, cerca del centro histórico. Su padre era un mesero que atendía en el restaurante Le Rendez Vous, al cual acudía la élite social porfiriana; su madre se encargaba de darles una educación esmerada. Con el inicio de la Revolución, el Chato y sus hermanos se vieron sacados de su tranquilidad para entrar de lleno en la madurez que conlleva una situación bélica, padeciendo hambre y alimentándose gracias a los camiones-cisterna que repartían comida, en tanto que su madre, de quien Clementina heredó el nombre, caminaba por las calles buscando entre los cadáveres el de su esposo, a quien temía encontrar muerto cada vez que éste salía a buscar comida para su familia. Fue gracias a la fortaleza de esta mujer que el Chato y sus hermanos lograron sobrellevar los tiempos revolucionarios.

 

“Eran tiempos muy difíciles, les tocó la Decena Trágica (1913) cuando mi papá tenía ocho años, y aunque él no lo decía, porque era un hombre muy sensible —para muchas cosas él siempre fue muy entregado, muy valiente, pero la parte sentimental la cuidábamos, para no mortificarlo—, definitivamente tuvo que haber sido la presencia de su mamá la que le ayudó a no perder la esperanza, pues era una mujer sumamente hermosa, juguetona, les hacía travesura y media a todos los vecinos, y hacía obras de teatro en su casa donde se disfrazaban. Tengo fotografías de mi abuelo con sombrilla, coqueteando con el hermano mayor de mi papá, Ernesto, que se vestía como si fuera mujer, y jugaban con los niños también. Eso los rescató del drama que estaban viviendo, porque pasaron hambre y situaciones difíciles, como el día que se encontraron el nopal cubierto de tunas y se dedicaron a comer, pero se espinaron hasta la campanilla, aunque pienso que lo tomaban como un aspecto lúdico, porque mi abuela era una mujer muy apasionada, los hacía reír y los entretenía”.

 

A pesar del caos revolucionario, sucedió el milagro: como el mismo testimonio del Chato lo indica en Escándalo, su afición por la fotografía se formó durante la escuela primaria, cuando le surgió la idea de hacer negativos de los papeles impresos con las imágenes de los artistas del momento que imprimía en papel Solio y que exponía a la luz del día, “luego las sumergía en agua para desprender la emulsión y pegarlas en un vidrio. Al secar la emulsión, las imprimía para obtener las positivas y venderlas a mis compañeros de escuela”. Cuando su padre, abuelo de Clementina, detectó esta afición, le compró una cámara de cajón, que ayudó al Chato a fotografiar clavadistas en la alberca Pane. Posteriormente, cuando contaba ya con trece años, colaboró en el laboratorio American Photo, y tres años más tarde, Montes de Oca inició como ayudante de Rafael Sosa en la revista Zig-Zag. Poco después, participó en Excélsior y El demócrata, pero fue en 1922 cuando se unió a las filas del recientemente fundado El Universal Gráfico, donde permaneció hasta 1960: “Toda su vida periodística, y su casa, fue El Universal”.

 

En el prólogo de Escándalo, el periodista Ángel Marín describe la realidad capturada por el Chato: “Sucesos tan tremendos y tan tristemente absurdos que resultan extraordinarios, no son sino reflejos de la vida cotidiana de un pueblo en marcha y al ser retenidas para la eternidad, fugitivas imágenes se convierten en documentos vividos que yacen al paso de los tiempos como acciones sucedidas en México y que tuvieron que haber sido trascendentales porque figuraron en las primeras planas de los periódicos”.

 

Justamente Marín lo acompañaba el día en que fue tomada la fotografía que nos recibe en estas memorias familiares —también portada de la colección 100 años de fotografía en El Universal— y que inmortalizaría el nombre de Manuel Montes de Oca, poniendo sobre la mesa el don de la clarividencia que había cultivado a través de la cámara: el 20 de noviembre de 1935, en el 25 aniversario de la Revolución, el desfile compuesto por los contingentes de la clase obrera y campesina desfilaron con aparente tranquilidad hasta el final, cuando se percataron de que los Camisas Doradas, grupo anticomunista de extrema derecha, llegó desde la calle Pino Suárez, montados a caballo y con pistolas, en franca cacería de sus oponentes: los choferes del Frente Único del Volante, pertenecientes al Partido Comunista Mexicano. El enfrentamiento inició frente al Palacio Real.

 

“Mi padre tenía 30 años; él narraba que ya se iban del lugar, ya había terminado el desfile y esperaban a que arrancaran los tranvías, cuando vio que desde Pino Suárez venían entrando los Camisas Doradas, con armas, dispuestos a agredir, porque eran grupos antagónicos; entonces, al ver eso, su reacción fue treparse al techo del tranvía y desde ahí empezar a seguir la imagen y toda la balacera, y lo que desata este evento es precisamente el choque del carro de la liga comunista contra el caballo que era de la extreme derecha. Mi papá me contó que alcanzó a ver a Vicente Lombardo Toledano entre la multitud. Ángel Marín me contaba que él le había cargado el tripié a mi papá para que él pudiera estar allí trepado. Luego mi papá les dijo a sus compañeros: ‘¡Cuídense de los palos y de las piedras, las balas no las vemos!’, y me decía que zumbaban cuando les pasaban cerca. ¿Y qué tenían ellos de amparo? Sólo su cámara. Eran tiempos muy difíciles, muy revolucionados, todos se agarraban a trompadas”.

 

La fotografía apareció en la edición vespertina de El Gráfico, en dos ediciones, y al día siguiente en la primera plana de El Universal. Se volvió un suceso internacional.   Después el Chato la bautizaría como Escándalo, y sería premiada en la exposición Palpitaciones de la vida nacional, llevada a cabo en 1947 en el Palacio de Bellas Artes.

 

Muchos rostros pasaron por la cámara del Chato: desde Trotsky —vivo y muerto— hasta el infame estrangulador Goyo Cárdenas, las estrellas hollywoodenses alojadas en el emblemático Hotel Regis, los presidentes Obregón, Ávila Camacho y López Mateos; capturó desde eventos deportivos, simulacros bélicos durante la Segunda Guerra Mundial, enfrentamientos civiles como el de junio de 1944, en el que bomberos y policías no pudieron reprimir el descontento frente a la imposición del recién instaurado Instituto Mexicano del Seguro Social, e incluso tuvo el honor siniestro de capturar el instante preciso en que se difuminaran los límites entre la vida y la muerte, cuando fue testigo del doble fusilamiento de dos criminales en Hidalgo, también acompañado de un joven Ángel Marín recién iniciado en la profesión periodística. Incluso en presencia de la muerte, el Chato nunca perdió la caballerosidad, pues saludaba a los cadáveres y siempre se esmeró por mantener su dignidad cuando debía visitar las morgues.

 

Entre tantos eventos extraordinarios y otros terribles, Clementina recuerda a su padre particularmente afectado por uno que le ocurrió a un ciudadano anónimo: “Fue un 5 de enero en que llegaron al anfiteatro y le dijo Ángel Marín: ‘Nos vamos en blanco, no hay nada aquí’, pero mi papá le dijo: ‘Espérate, ven aquí para ver’: era un muchacho joven, lo habían atropellado y llevaba un costal con los juguetes para sus hijos. Entonces publicaron la nota como El día que no llegaron los reyes, Marín y él se conmovieron por el significado que eso tenía, y mi papá nada más le dijo: ‘Vámonos de aquí, porque esto nada más hace agua los ojos’, y se limpió las lágrimas. Eran momentos que lo marcaban, pero lo que vimos en sus negativos es que siempre buscaba la forma de sanar su alma”.

 

De este bálsamo que el Chato encontraba en la sencillez y la bondad de la vida surgió la serie de fotografías realizadas en Ixtacalco, que recuerdan que la historia no sólo la hacen los grandes hombres, también aquellos personajes comunes que somos todos y cada uno de nosotros. Así, el Chato logró construir un ensamble que puede también ser pensando como una memoria colectiva, donde aparecen niños, mujeres lavando ropa en la calle, hombres tirando de triciclos.

 

“Yo siempre he pensado que él tenía una visión muy humanista. Hay una foto de unos niños que se encuentran cargando una cajita, y al lado va la mamá con las flores, pues mi papá no tenía más que tomar la fotografía. Él decía: ‘Siempre estoy armado”, o sea, su cámara lo acompañaba siempre que salía de casa: siempre de corbata, de traje, y se iba a retratar. Un día le dijo un vecino, cuando presentó sus fotografías en el Museo Nacional de Antropología: ‘Oiga, Chatito, luego me pasa una copia de esas fotos’, y le respondió mi papá: ‘¡Ah, pero si es bien fácil! Se levanta usted a las tres de la mañana y se sale a caminar. ¡No se imagina todo lo que se va a encontrar!’ Así era él: se salía a caminar por la noche e iba a buscar qué retratar.

 

“Esa foto del cortejo fúnebre de niños lo tuvo que conmover. La otra del hombre que posó para él con su carreta y su sombrero de lado, con sus niñitos, con su actitud de orgullo, son sus hallazgos, porque tenía entrenada su vida, su pensamiento, y sabía el valor de las cosas, porque quizá si uno lo ve, le llama la atención, pero hasta ahí; y la gente además estaba dispuesta a que mi papá los retratara”.

 

Clementina Montes de Oca valora de su padre su carácter intrépido, su culto a la amistad, al compañerismo y al respeto; amorosamente recuerda la vida familiar promovida por el Chato: “El respeto, su honestidad y su valor como ser humano, creo que son sus grandes valores. Nosotros fuimos muy felices en la casa como niños, porque era un hombre que jugaba; sabíamos que cuando él estaba de mal talante y estaba presionado no debíamos hablar y nos estábamos muy quietos, pero siempre fue un maestro, siempre nos enseñó, nos dejó muchas cosas que ahora ya con la edad las vuelvo a ver y digo, ¡no cabe duda!, era un hombre con una visión a futuro.

 

“Él coleccionaba cosas, no era nada más su trabajo, sino que buscó la forma de mantener algunas fotografías de otros compañeros del México fotográfico, de aquellos que hacían postales, libros, o revistas, no con el afán de lucro, porque él no iba a disponer nada ni le iba a robar nada, sino que hacía reproducciones y las conservaba. Pienso que el afán era para su propio gusto y después fueron nuestra herencia maravillosa.

 

“Además de fotógrafo, mi papá era también tallador de madera. Sabía dibujar, nos enseñó a pintar, le gustaba la acuarela. Era un hombre muy versátil, tenía muchos dones.

 

“Una vez fui a platicar sobre el archivo de mi papá con el fotógrafo Héctor García, que era vecino nuestro, y me dijo que lo que más admiraba era el valor de mi papá, porque era un hombre muy valiente”.

 

¡Y vaya que lo era! Clementina dedica un episodio del libro a recordar una vivencia extraordinaria y que dejará a más de uno con la boca abierta, y es que el Chato Montes de Oca “se había atrevido a despreciar al hombre de mayor poder en un México en el que esas ofensas no se perdonaban”, cuando dejó con la mano estirada a don Pascual Ortiz Rubio, y en otro momento, al pedirle al presidente Adolfo Ruiz Cortines que repitiera una foto que al Chato se le había escapado, el ejecutivo simplemente le respondió que “el momento ya había pasado”, a lo que el fotógrafo exclamó: “¡Viejo ojete!”, situaciones que hacen pensar si nunca tuvo miedo a las represalias.

 

“¡Quién sabe! Pero como le dijeron ese día los de la guardia presidencial: ‘Por menos que esto te podemos desaparecer’, y mi papá sólo les respondió: ‘Pues ya lo dije’, y con eso se quedó”, comentó Clementina sobre el carácter osado de su padre. “Sí sufrió un atentado, pero eso fue por parte de unos agentes de la policía. Lo fueron a tirar allá por Xochimilco y lo dejaron todo ensangrentado, inconsciente, tal vez pensaron que lo habían matado. Cuando él horas después despertó y se dio cuenta de que estaba en un baldío, su mayor preocupación fue llegar al periódico y avisar lo que le había pasado, que le habían quitado la cámara, pero, ¿cómo regresar? Nadie lo quería recoger porque la sangre se le había pegado, entonces era un desastre. Pero él tenía que llegar.

 

“Yo tengo una fotografía donde está vendado. Yo me asusté cuando la vi la primera vez, porque decía: ‘Peligro para la sociedad’ y estaba ahí la foto de mi papá, pero al leer la nota vi que decía que se tenía que hacer una investigación sobre lo sucedido. Muchos años después él me dijo que no había querido mover nada de eso. Pero no sabemos si fue una represalia de otro tipo”.

 

Este evento le permite a Clementina recordar a su madre, Aurora, quien siempre fue el gran personaje detrás de la vida del Chato, pues siempre procuró ocuparse de su hogar para que el fotógrafo pudiera desempeñar su labor periodística: “Nunca le reclamó nada, si no llegaba, y ya cuando lo veía bien, daba gracias a Dios que había llegado y con eso era suficiente, o ella se comunicaba al periódico y estaba en contacto con el señor Rafael Sosa. Otra persona que también fue muy importante para mi mamá porque siempre fue muy generosa con ella, fue el Maestro Román Fonseca, que también era fotógrafo en el periódico, y siempre le llamaba a mi mamá y le decía: ‘Aurorita, pasa esto, no se preocupe, su esposo está bien’. Ella siempre se encargó de cuidar todos los aspectos de mi padre; primero de cuidar y conservarle, con un amor absoluto, su material, su archivo y sus fotografías, eso fue importantísimo; lo segundo es que mantenía siempre su ropa lista, le ponía la flor en el ojal y le daba su beso para la despedida. Son cosas que se quedan en el corazón”, evoca la autora del libro, además de recordar las fotografías que su padre les tomaba, iluminadas por él mismo con óleo o acuarela.

 

Sin embargo, uno de los grandes sufrimientos en la vida del Chato Montes de Oca fue cuando la dinámica de los medios los transformaron, como él lo expresaba con tristeza, en “boletineros”: “Fue un cambio muy fuerte, porque ellos estaban acostumbrados a buscar las noticias, a entrevistar a los personajes, a ir a las dependencias de gobierno, y de repente el gobierno decidió hacer oficinas de prensa, entonces eso le causó mucha frustración porque llegaban y les daban el boletín de prensa de lo que podían publicar, y mi padre decía que de ser periodistas los volvían boletineros, y después había una restricción en las fotografías de las agencias internacionales y costaba mucho que desarrollaran su trabajo. Luego los limitaron a que no tomaran tantas fotografías, me imagino que por economía, entonces eso también lo afectaba.”

 

Pero su espíritu para el fotorreportaje siguió activo, pues el Chato deseaba dejar testimonios para la posteridad aun después de haberse retirado en 1960, e incluso en sus últimos años de vida, cuando, a pesar de la enfermedad, deseaba seguir capturando el mundo con su cámara: “En 1978, durante la primera visita que hizo el Papa, mi padre, que ya no podía caminar bien y no trabajaba, tomó las fotografías desde su sillón, y fotografió todo lo que sucedía en la televisión.

 

“Tenemos su último rollo que mi padre pudo tomar: fotografió su calle, fotografió a sus nietas. Era un hombre con una gran sensibilidad y un gran amor a su profesión, a dejar testimonios de cada momento. Buscaba la belleza y el sentimiento, buscaba el momento clave para dejar algo en la mente y en el corazón de las personas”.

 

Le pido a Clementina que me cuente anécdotas sobre su padre, sobre ese Chato Montes de Oca que ella ama. Me comparte tres, que nos permite ver al hombre de familia detrás del “cazador de instantes”:

 

“Yo creo que a todos los hermanos, porque somos casi igualitos, nos legó el compromiso de vida, de cuidar a la familia, de protegerla, de que todos nos manejamos con una gran responsabilidad de honrar la memoria de lo que nos fue legado y como fuimos educados. Entonces eso es lo que para mí es muy importante. Su culto a la amistad, su integridad, su amistad. Eran un hombre decente, carismático, elegante. De los recuerdos que tengo de mi padre, de muy chica, he de haber tenido cuatro años, es la caída de su pantalón sobre sus zapatos, y yo no podía dejar de admirarlo, con sus zapatos boleados, muy pulcros; mi mamá decía que los zapatos de piel los dejaba como de charol. Estaba siempre preocupado por la familia, por el buen ejemplo, la educación en la mesa, el respeto; entonces esas son las cosas que a mí me llenaron y que me han ayudado a conducirme en toda mi vida”.

 

Clementina me cuenta que su hermano Roberto ingresó al Heroico Cuerpo de Bomberos siendo un jovencito. “Fue la forma que encontró el Chatito como disciplina para su hijo, quien era conocido con orgullo como El gallo de la colonia de los Doctores. ¡Bueno para los trancazos con sus contrincantes!  En ocasiones se encontraron durante los siniestros y mi hermano se encargaba hasta de cargarlo para que estuviera en el mejor lugar para lograr sus  fotografías. En un fuerte incendio, nos contaba Beto, estaba a cargo de sostener el pitón de la manguera tratando de enfriar un tanque de gas que podría estallar; mientras tanto, el Chatito con entereza esperaba el momento de disparar su cámara. Al ver el peligro con gritos el joven bombero le ordenaba que se moviera y la respuesta fue: ‘Tú cuida tu trabajo y yo cuido el mío’. Ahí estaba el fotógrafo ante el peligro, con la esperanza de lograr la mejor fotografía, y ahí estaban los bomberos arrojando grandes chorros de agua hasta que lograron enfriar el cilindro y sólo se escuchó un silbido del tanque cuando este dejó de brincar. Gran berrinche hizo el Chatito… ¡había perdido una gran fotografía! Estaba en el lugar y el momento precisos y la fortuna no lo había favorecido”.

 

Después Clementina me cuenta de un viaje al Fuerte en Sinaloa al cual acompañó a su padre, donde Montes de Oca debía grabar una presa que la CFE acababa de construir.  “Abordamos una avioneta el piloto, mi papá, su asistente y yo. Al cerrar la puerta de la nave, descubrimos que no funcionaba el mecanismo para cerrarla. El piloto sin inmutarse, tomó un tramo de mecate y la amarró. Despegamos y rápidamente tomamos altura para sobrevolar la presa.

 

“Mientras el Chatito hacía sus tomas, vino a mí el recuerdo del accidente aéreo en la Sierra de Mamulique cuando varios periodistas se dirigían a cubrir la inauguración de la Presa Falcón. Ese día el periodismo se cubrió de luto al conocerse que entre otros, había perdido la vida Carlos Septién García, gran periodista de origen queretano. Mi padre también había volado para cubrir ese evento, afortunadamente en otro avión. A su regreso lo vi devastado ante el dolor por la pérdida de sus compañeros y amigos del gremio. Venía absorta en mis pensamientos, tenía miedo y de reojo miraba aquella puerta pensando que no iba a resistir el amarre. El recuerdo se fue desvaneciendo poco a poco, al contemplar aquella cantidad de agua retenida por un inmenso muro. Era de color azul, los rayos del sol le daban brillos como si fueran diamantes y, la forma… era como la piel humana con pequeñas y finas arrugas. Íbamos y veníamos de un lado al otro y el mareo no tardó en presentarse. Me acerqué a mi padre y le dije: ‘¿Podemos bajar?’ Mi padre me miró abriendo sus grandes ojos y me dijo: ‘¿Sabes a qué altura estamos? ¿Cómo piensas que podemos bajar?’. ‘Es que me siento mal’, respondí. El piloto me dio una bolsa de auxilio. Entonces comencé a respirar profundamente y así lo hice, hasta que descendimos. Mi papá me felicitó por haber tenido fuerza de voluntad y haber logrado controlar mi malestar. Me dijo que eso era casi imposible… lo que nunca dije es que todo me podía pasar antes que dar ese espectáculo”.

 

FOTO: La emblemática fotografía Escándalo, tomada el 20 de noviembre de 1935/ Cortesía: Clementina Montes de Oca

 

 

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