Ricardo Salazar: fotógrafo de las letras mexicanas

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El Archivo Histórico de la UNAM resguarda el acervo del fotógrafo que inmortalizó la vida cultural de la segunda mitad del siglo XX. Su obra incluye los retratos más célebres de escritores como Octavio Paz, Carlos Fuentes y Rosario Castellanos, entre otros. Un tesoro documental

 

POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ 
Todas las fotos las tomé con una Rolleiflex”, le contó Ricardo Salazar a Elena Poniatowska durante una entrevista en agosto de 2004, dos años antes de la muerte de este fotógrafo a quien se le deben los retratos más memorables de los autores que dieron forma a la literatura mexicana de la segunda mitad del silgo XX. No hubo escritor o escritora que no posara para su cámara. Hay de todo en su amplio archivo, que consta de 22 mil documentos —entre negativos e impresos—, hoy resguardados en el archivo Histórico de la UNAM.

 

Colección de Ricardo Salazar en el Archivo Histórico de la UNAM/ Berenice Fregoso/ EL UNIVERSAL

 

Ahí están Alfonso Reyes en su biblioteca —hoy Capilla Alfonsina—; un jovensísimo Carlos Fuentes recién estrenado como autor por Los días enmascarados (1954); Rosario Castellanos en compañía de su esposo el filósofo Ricardo Guerra; Salvador Elizondo y Luis Villoro; Dr. Atl. en su estudio de Guadalajara; Carlos Monsiváis en esa foto célebre al lado de José Emilio Pacheco y Sergio Pitol, echando relajo y sentados en el suelo de una librería, entre muchos otros.

 

Su llegada al mundo de la cultura fue por un lado fortuita y, por otro, resultado de su trabajo. Como los fotógrafos de entonces y de ahora, estaba buscando el hueso, algún proyecto o colaboraciones frecuentes en algún medio que le permitieran ingresos constantes. En Guadalajara, en donde se inició en el Estudio Orozco —de quien consideraba otro excelente retratista, Silverio Orozco, antes de pasar al estudio de Rodolfo Moreno, a quienes se pueden considerar sus maestros—, conoció a Emmanuel Carballo, entonces un joven escritor que no tardaría en migrar a la capital por una beca del Centro Mexicano de Escritores.

 

Juan Rulfo en su biblioteca, captado en un descuido/ IISUE/AHUNAM/RSA-07270

 

Como contó en esa misma charla, de las pocas que se le conocen, publicada en dos entregas en La Jornada, llegó a la Ciudad de México en 1953. Tenía 31 años. Carballo, con quien compartió tertulias en el Café Apolo de Guadalajara, lo invitó a colaborar en la Dirección de Difusión Cultural de la UNAM, entonces a cargo de Jaime García Terrés. Ese fue el inicio de una carrera fotográfica que perduró por varias décadas hasta finales de los años 90, cuando la diabetes y una embolia lo dejaron parapléjico en su pequeño departamento de la colonia Granjas México, acompañado por uno de sus hijos y un periquito australiano que le regalaron sus nietos. Así lo encontró Elena, a quien se le debe la iniciativa para que la UNAM decidiera rescatar su archivo, que al momento de la muerte de Salazar estaba en el descuido que él mismo tuvo para su legado.

 

“Rescaten ese archivo”, le dijo Poniatowska a Leticia Medina, académica del Archivo Histórico de la UNAM, hoy encargada de la catalogación y conservación de este acervo, y quien impulsó la adquisición. Cuenta que hace cerca de 20 años tenían detectadas algunas fotografías de este autor en la Colección Universidad, en la que se conservan imágenes de la vida universitaria capturadas por distintos fotógrafos. La localización del archivo de Salazar era una asignatura pendiente desde el momento en que detectaron su valor documental y visual.

 

“Alguna vez llegó aquí un fotógrafo que dijo conocer a su hijo Ricardo Iván. Nos contó que Ricardo aún vivía, pero en situaciones económicas y de salud muy precarias. Pedimos que nos contactaran con él. Pero antes de desaparecerse este fotógrafo nos dijo que a Iván no le importaba el tema. Se perdió el hilo de don Ricardo hasta que en La Jornada apareció la entrevista de Poniatowska con Ricardo. Contactamos a Elena por medio de la cineasta Maricarmen de Lara y le expusimos nuestro interés”.

 

Negativos en el archivo de Ricardo Salazar/ Berenice Fregoso/ EL UNIVERSAL

 

Tras su petición, la escritora les compartió el número telefónico de Ricardo, a quien visitó personal del Archivo para expresarle su intención de adquirir su acervo. Para esas fecha (2004), el fotógrafo tenía 82 años. Sin embargo, luego de la petición formal pasaron los meses sin que recibieran alguna respuesta. La entrevista de Poniatowska tuvo otros efectos, pues en noviembre de ese año la Coordinación de Difusión Cultural hizo un homenaje en vida del fotógrafo con una exposición de 50 fotografías de su autoría en la Miguel Covarrubias. Fue el único homenaje que recibió en vida. Después de eso, sólo quedó el silencio hasta su muerte, el 25 de abril de 2006, luego de mes y medio de estar internado en un hospital del ISSSTE.

 

En nuestra visita al Archivo Histórico de la UNAM, Leticia Medina nos muestra el anaquel en el que se conservan las cajas con los miles de negativos de Salazar. Son varias cajas ordenadas de manera alfabética. Destacan los negativos y algunos opacos como los de Octavio Paz al lado de su esposa Marie Jo en compañía del matrimonio de Enrique González Pedrero y la escritora cubana Julieta Campos; José Emilio Pacheco en una conferencia; la vida cotidiana de Ciudad Universitaria durante los años 50 es una constante en estas carpetas, aunque destacan también diferentes eventos en la Casa del Lago, de Chapultepec, en espacial las presentaciones de Poesía en Voz Alta. Ahí se pueden apreciar a Juan José Arreola al lado del actor Eduardo Lizalde. También hay fotos de las actrices Rita Macedo, Ofelia Guilmáin, incluso Julissa, Benny Ibarra y Ana Ofelia Murguía.

 

Leticia Medina retoma la historia de esta adquisición, que requirió un largo trámite ante diferentes instancias universitarias. Cuenta que a la muerte de Ricardo Salazar, sus hijos depositaron las cajas con negativos e impresiones en la Dirección de Difusión Cultural, entonces a cargo de Gerardo Estrada. Sin embargo, al contar con las funciones para la preservación de este patrimonio, el Archivo Histórico solicitó que se le transfiriera del acervo. Luego de un diagnóstico sobre el valor documental, relevancia artística y estado físico del archivo, la Comisión de Adquisición y Mantenimiento del Patrimonio Universitario autorizó en noviembre de 2012 la adquisición y traslado a este archivo, que pertenece al Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación (IISUE-UNAM) y está abierto al público en las instalaciones de la Hemeroteca Nacional.

 

Octavio Paz retratado por Ricardo Salazar. IISUE/AHUNAM/Colección Ricardo Salazar Ahumada/RSA-06234

 

Y es que Salazar retrató a todos, hasta a los que no se dejaban. Sus fotos se publicaron en todos los suplementos y revistas culturales de la segunda mitad del siglo XX. Desde su llegada a la ciudad, sus colaboraciones aparecieron en la Revista de la Universidad, entonces refugio de la llamada generación del medio siglo (todos ellos capturados por Salazar). A la salida de Benítez de Novedades, también fue invitado por él para que prestara sus servicios La Cultura en México de la revista Siempre! Hay fotos suyas en la revista Plural, dirigida por Octavio Paz en los años 70 en Excélsior, quien lo invitó después a colaborar en Vuelta. En el suplemento sábado del unomásuno, Huberto Batis, su paisano, publicó también infinidad de retratos suyos.

 

Pero la variedad temática de las miles de fotografías de Ricardo Salazar va más allá de las celebridades literarias y la vida cultural universitaria. Su trabajo como fotógrafo de la UNAM no le impidió encargarse de proyectos particulares. Cuenta Leticia Medina:

 

“Hay eventos que llamamos ‘Trabajos particulares’. Hay mucha reprografía de piezas prehispánicas, arte colonial, arte contemporáneo que muchas veces también le pedían las editoriales para las que trabajó. Hay fotos de edificios históricos, arquitectura religiosa. Hay un poco de sus eventos familiares —aunque no es mucho porque eso se lo quedaron sus hijos. Les correspondía—. Hay muchos trabajos que hacía en su estudio como primeras comuniones, bodas, bautizos, portafolios de chicas que aspiraban a hacer carrera en el modelaje, de desfiles en el centro de la ciudad, de recintos universitarios como la Academia de San Carlos. Hay fotos que le pidieron en los estados como la Ruta de la Independencia, paisajes como el acueducto de Querétaro, silos de Zacatecas”.

 

Juan José Arreola retratado por Ricardo Saliazar. IISUE/AHUNAM/Colección Ricardo Salazar Ahumada/ RSA-000518

También hay fotos de su círculo de amigos, nos dice la archivista. ¿Y quiénes eran sus amigos? Ricardo Salazar formaba parte de la tertulia cultural y periodística en la que participaban Efraín Huerta, su paisano el poeta Jesús Arellano y Rubén Salazar Mallén, asiduos parroquianos de la cantina Salón Palacio, de la colonia Tabacalera.

 

Salazar es uno de los protagonistas del poema “Barbas para desatar la lujuria”, de Efraín Huerta, en el que es retratado con algunos rasgos del Ulises joyceano, quizá por su propensión a la vagancia, la tertulia, como buen fotógrafo absorbido por la urbe:

 

“So espléndido chilló Ricardo

(Bloom) y se afeitó la negra y mulliganosa barba de cinco meses

alors cayeron catedrales de moscas piando misericordia

y fotos de Cecilia enseñándolo todo la muy cínica;

la expulsaron y después la dejaron entrar

mientras Ricardo (Bloom bum bum van a filmar Ulises)

se ahoga en un buche de agua en la Casa del Lago

y su barba de alquitrán va y viene

y el rector papá Chávez protesta cuando esa maldita barba

de no sé qué coño me recuerda

y la estatua del gran pirata apestaban a pólvora…”

 

En Guadalajara, Ricardo Salazar conoció al pintor y escritor Gerardo Murillo, Dr. Atl, a quien retrató lo mismo en sus excursiones por los volcanes como en su estudio.IISUE/AHUNAM/Colección Ricardo Salazar Ahumada/ RSA-002206

 

Este poema, escrito por las mismas fechas del “Manifiesto nalgaísta” tiene el siguiente epígrafe: “Un día de marzo de 1962. Por los desnudos clandestinos de Cecilia Montero; por la barba de Ricardo Salazar, fotógrafo; por mis amigos Jesús Arellano, Jaime Sabines, Antonio Galván Corona, A. Silva Villalobos y Rubén Salazar Mallén”. De esas fechas es también uno de los pocos autorretratos que existen de Ricardo Salazar. En éste aparece mirando a la cámara. Al fondo se observa una lámpara que se orienta a la derecha del personaje, a sus espaldas. Ricardo sonríe, es un hombre fornido y de rasgos gruesos. Luce una barba —mulliganosa, la describe Huerta—, bien recortada a altura del mentón y que deja libres las mejillas. El bigote es fino a la usanza de la época. El cabello es crespo. Es un mestizo jalisciense por los cuatro costados.

 

Un año después de la muerte de Salazar, el periodista Víctor Núñez Jaime consignó en un artículo en La Jornada una anécdota que retrata el olfato fotográfico que había desarrollado desde su llegada a la Ciudad de México. Eran los años en que el suplemento México en la Cultura era dirigido por Fernando Benítez, quien organizó una comida con varios de sus colaboradores en el restaurante de un hotel del centro de la ciudad. Alguien avisó que entre los comensales estaba Gabriel Zaid, quien a la fecha se rehúsa a ser retratado. Con todo el cuidado de no ser visto, Salazar capturó una de las pocas fotos que se conocen del ensayista. Tiempo después, le contó el fotógrafo al articulista, coincidieron en un evento de El Colegio Nacional. Zaid se le acercó en actitud poco amable pero la intervención de Salvador Elizondo y otro grupo de escritores muy amigos de Salazar que lo arroparon hizo que Zaid dejara de lado su coraje.

 

Salvador Elizondo retratado por Ricardo Salazar.IISUE/AHUNAM/Colección Ricardo Salazar Ahumada/ RSA-02380

 

Otro de los pocos retratos que existen de él es en un espacio exterior. Ahí aparece Salazar, asomado detrás de una de las estatuas que hay en la Alameda Central. Atrás de Salazar y esa mujer desnuda, petrificada, se aprecia una Ciudad de México de inicios de los años 60, la misma que fue también protagonista de otras series fotográficas de nuestro autor. Es justo esta imagen la que parece englobar al Ricardo Salazar de esa época, el de la plenitud fotográfica, el que repartía los disparos de su cámara Rolleiflex entre la sesión que los escritores sabían quedaría para la posteridad y esa ciudad caótica que también retrató, un poco en emulación de Henri Cartier-Bresson.

 

Este tipo de imágenes fueron también motivo de los pocos estudios académicos que existen sobre él. En su número 8 (1995), la revista Luna Córnea, del Centro de la Imagen, publicó uno de los pocos trabajos académicos dedicados a la obra de Salazar. La historiadora irlandesa Margaret Hooks —a quien también se le deben los estudios más exhaustivos de Tina Modotti— describe esa faceta como consecuencia, y elección personal, de sumergirse en las calles. Ahí están los bares, las plazas de toros, los cabarets, las cantinas, en los que retrató a sus habitantes desde la vulnerabilidad pero también desde su fuerza, en los empeños diarios y también en la diversión.

 

Escribe Hooks: “El fotógrafo [Salazar] se aproxima a sus sujetos con una empatía y una ternura que refleja, no sólo su amor por esta gran ciudad y sus habitantes, sino su honestidad y su capacidad para comprender que él también es uno de ellos a raíz de compartir el mismo espacio concreto, así como vicios y virtudes similares”.

 

Unos jóvenes y sonrientes José Emilio Pacheco, Sergio Pitol y Carlos Monsiváis. IISUE/AHUNAM/RSA-06433

 

Es quizá desde esta honestidad que Salazar nunca renegó de sus maestros y sus influencias. Como confesó en la entrevista con Poniatowska —esa que dio pie a toda esa aventura burocrática que hoy nos permite visitar su legado en el Archivo Histórico de la UNAM— le dio su lugar a quienes lo formaron y le abrieron las puertas para hacerse de un nombre en la historia de la fotografía mexicana: Silverio Orozco, Rodolfo Moreno y su amigo Emmanuel Carballo, pero también a Lola Álvarez Bravo. Era tanta su admiración por ella, presente no sólo manifiesta en ese último testimonio sino desde décadas atrás, por lo que su círculo de amigos lo apodaron “Lolito”. Así lo cuenta Emmanuel Carballo en Ya nada es igual: memorias (1929-1953).

 

Fue justo gracias a su amistad con Lola Álvarez Bravo que Ricardo Salazar conoció a su esposa, la actriz Yolanda Álvarez de la Cadena, con quien comenzó un noviazgo cuando ella actuaba en una obra titulada Gigoló en el Teatro Blanquita. “Ella era la gatita”, le contó a Poniatowska. Con ella tuvo a sus dos hijos: Ricardo Iván y Ondina; el primero, boletero de ese teatro cuando falleció su padre en 2006, y la segunda radicada en Acapulco y quien finalmente se encargaría de llevar a la UNAM las cajas con los miles negativos que su padre guardó durante décadas. Ahí iba la parte del legado visual de la cultura mexicana.

 

FOTO: Autorretrato de Ricardo Salazar/ IISUE/AHUNAM/Colección Ricardo Salazar Ahumada

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