Mi padre: un adelanto de la nueva novela de Mónica Lavín, “Últimos días de mis padres”

Jun 4 • destacamos, Ficciones, principales • 1826 Views • No hay comentarios en Mi padre: un adelanto de la nueva novela de Mónica Lavín, “Últimos días de mis padres”

 

Este es un adelanto de la novela de Mónica Lavín Últimos días de mis padres, en donde relata el duelo que vivió después de quedar en la orfandad 

 

POR MÓNICA LAVÍN 
Siempre pensamos que papá sería el primero en morir, por eso cuando mamá se puso grave y al borde de la muerte unos meses antes, nos desquiciamos con un orden inesperado.

 

Mamá festejó su cumpleaños ochenta y cinco en el hospital. La habían trasladado de terapia media a un cuarto. Las imágenes que mostraba el doctor con orgullo nos permitían reconocer que lo nebuloso en el fondo de los sacos respiratorios era cada vez más tenue y menos visible, pues el agua en el pulmón se reducía. Mamá iba bien. Papá no quería ir al hospital, ella tampoco quería que él se enfermara contagiado por otros, o que le afectara verla aún atada al suero o haciendo los ejercicios de soplado para que las bolitas de plástico rojo ascendieran por unos tubos transparentes. Aquello parecía un juego de niños en el que mamá, siempre disciplinada, se volvió experta y empeñosa cuando lo llevamos a casa para que continuara la tarea que luego repitió mi padre.

 

Ahora que escribo y las vuelvo a traer a mi presente, el rojo de esas esferas es llamativo; quien diseñó el artefacto hizo así evidente la capacidad de los pulmones de cumplir con su trabajo. Aquello era un gimnasio portátil. Inhalación y exhalación. Dos palabras, dos acciones inversas, un solo soplido. Bum, las cinco pelotas, ¿o eran tres?, sostenidas en lo alto del tubo.

 

La verdad es que papá debe de haber estado aterrado de asomarse a la salud frágil de mamá, de pensar que la neumonía podría matarla y él, quedarse solo. La quería al lado siempre: se quejaba si tardaba en las tiendas, si estaba en la sala leyendo en lugar de a su lado mirando la televisión. Papá tenía miedo y esos días nosotros olvidamos que estaba por cumplir noventa años.

 

Compramos un pastel y, aunque no permitían más que dos visitas en el cuarto, hicieron una excepción. Fuimos los tres nietos y los tres hermanos, y papá le hizo llegar el regalo que me encargó comprarle. Un Chanel Black, pues el anterior se había terminado. Mamá estaba feliz con aquel gesto. Además podía continuar con el rito de perfumarse antes de dormir, un poco en el escote y detrás de las orejas, una manera de quererse. Papá solía regalarle alguna coquetería que ella luciera. Una blusa de seda, unos aretes, un saco. Y mamá, salvo en los años que no estuvieron juntos, decía con mucho orgullo: Me lo regaló tu padre. A veces lo escogía él, pero con el tiempo se hizo más perezoso y entonces le decía: Bicho, cómprate algo.

 

Conforme mamá se ponía mejor y su humor delataba la fortaleza recuperada, nos preocupó papá, solo en la casa, tan necesitado de la presencia de su esposa. Mi hermano se había mudado a la Ciudad de México para estar más tiempo con nuestros padres y lo acompañaba, mientras perdíamos el temor de que mi madre dejara de ser nuestra. Saldría con el tanque de oxígeno portátil que usaba desde hacía algunos años y en casa estaría conectada al concentrador el día completo. Cuando dejamos el hospital el doctor advirtió que tendría que cuidarse muchísimo de no contagiarse de otros virus, de no estar con personas enfermas, de no enfriarse. Mamá lo cumplió al punto que encontró una manera elegante de no saludar con un beso a quien no quería: El doctor me lo tiene prohibido para evitar cualquier contagio. Yo la besé muchas veces admirada por la tersura de su piel, una humedad que ni mi hermana ni yo heredamos. Dijo que el oxígeno le ayudaba. Siempre encontraba maneras de no quejarse de la vida. Le gustaba mucho. Aunque después de la muerte de papá, la falta de su demandante compañía la empezó a resquebrajar.

 

Mi padre habrá tenido que pensar no sólo en su miedo a morir, sino en que mi madre lo hiciera antes que él. En cómo sería la vida sin ella. No había sospechado esa alteración del orden, como nosotros. Mi padre no conoció la viudez. La hubiese sobrevivido muy mal. ¿Lo habrán hablado entre ellos? ¿Si tú te vas primero qué haré yo y viceversa? Como canción de Jaramillo… «Si tú mueres primero, yo te prometo…». A la muerte individual hay que sumar la demolición de la pareja. La cojera emocional. Mi padre habría necesitado muchas muletas. En terrenos de salud era un agnóstico.

 

*

 

En aquel viaje en familia a París, cuando rentamos un departamento remodelado en Le Marais, y ellos estaban a punto de festejar sesenta años de casados, papá me dijo que quería regalarle un suéter a mamá. Habíamos visto una tienda de suéteres de cashmere en el barrio. La pensé más cerca de lo que estaba e hice caminar a papá más de lo que él podía. Usaba bastón, y aunque salía muy poco del departamento alquilado, decía que era el mejor viaje de su vida. ¿Será la sensación de que es el último viaje lo que lo vuelve el mejor de nuestras vidas? Me sentí mal por mi poca previsión frente a un anciano como lo era mi padre, aunque yo me resistiera a verlo así. Él confiaba en mi juicio, como treinta años atrás cuando había hecho bajar a toda la familia con maletas en una estación de tren equivocada en Francia antes de llegar a la frontera española (eran tiempos en que era preciso cambiar de tren). Por fortuna nos dio tiempo de volver a subir antes de que partiera. Mi padre y yo nos dábamos la razón mutuamente con facilidad.

 

No le quedó más que seguir por las calles con su altura vencida y el bastón aferrado con furia. Reposando a ratos, mientras yo miraba por aquí y por allá, casi segura de que estaba perdida, llegamos a la tienda. Se sentó descompuesto en un banquito mientras la dependienta y yo le enseñábamos el suéter que le gustaría a mamá. Al final dijo que también escogiera uno para mí. Elegí un suéter azul Caribe de cuello en V, alegre y abrigador. Aún lo tengo, igual que el de mamá, aquel rojo abierto.

 

Las parejas se regalan en un esfuerzo de halago y anticipación. Un regalo es la constancia de qué tanto conocemos al otro. El regalo más espléndido que hizo mi padre a mi madre fue en las vacaciones de 1965. Con el calendario escolar ajustado al hemisferio sur, pasábamos el mes de enero en una casa que rentaban con sus amigos frente a la playa de La Condesa, en Acapulco. Los padres regresaban a trabajar a la ciudad mientras los niños nos quedábamos con nuestras madres en largos días de playa y alberca. Papá volvía ese fin de semana para el cumpleaños de mamá, manejando el Mustang negro que recién circulaba en México cuando se le atravesó una vaca en la carretera y el cofre del obsequio se deshizo. Papá llegó, no sé cómo, sin coche ni heridas y con el recuento trágico del accidente. Escribir requiere detalles. ¿Qué hora era? ¿Quién le dio aventón? Imagino que el regalo fue aflicción para mamá, que quizás no deseaba tanto un coche deportivo y de estreno —que tuvo cuando fue reparado—, como lo hacía mi padre.

 

Mamá, ¿te gustaba manejar el Mustang? Las preguntas que no hice me asaltan todo el tiempo. Compruebo cuántas veces me recargué en su memoria para la precisión de lo que ellos vivieron y registraron. Mi madre tenía extraordinaria memoria (mi hermano la heredó); mi padre la consultaba para nombres de personas, calles, años. Mis archivos naturales ya no están.

 

*

 

Para el final de febrero, mamá estaba recuperada y pudimos celebrar los noventa años de papá en casa de mi hermana. Una comida en familia y con los amigos más cercanos a ellos. Dos mesas redondas puestas con esmero por mi hermana, que nos sorprendió con el detalle de una foto adosada a los redondeles de las servilletas. En la foto en blanco y negro, mi padre carga a mi madre como en las películas. Ella lleva un vestido a la cintura con vuelo y el pelo rizado, aunque era lacia. Mi padre presume un saco sport en su torso largo. Los dos sonríen traviesos, son muy jóvenes: veintisiete y veintidós años. Acaban de regresar de su luna de miel en Acapulco. Van a comenzar una vida y cruzan el umbral de su nueva casa. Se ven felices, aunque mi madre siempre dijo que no era grato habitar en la casa de atrás de su suegra. Una casa donde el área de servicio había sido adaptada para vivienda. Mi madre recordaba cómo mi abuela despertaba todos los días a su hijo gritando desde la ventana de su casa. Se quedaron un año allí porque, a punto de nacer yo, encontró la excusa para mudarse: ya no cabían.

 

La foto, ahora en mi cartera, llevaba el nombre de cada uno de los comensales. Ese cumpleaños de mi padre festejamos también la salida de mi madre del hospital. Los dos allí vivos y juntos a pesar del lustro en que estuvieron separados. En aquel cumpleaños preparamos una secuencia de fotos que proyectamos en la pantalla de televisión. Recalcábamos la dicha de tenerlos, de ser su progenie: tres hijos, tres nietos, acompañados de tres amigos entrañables. Y también la idea del amor que parecían seguir cultivando con equívocos, paréntesis e imperfecciones. Bailamos haciendo desfiguros alrededor de la mesa. Mi padre apagaba las velas del pastel. Su camisa amarilla lucía vivaz como el sol de invierno en la Ciudad de México. Éramos un tapiz donde no faltaban piezas. Un posible final de cualquiera parecía una ficción lejana.

 

*

 

Antes de la hospitalización de mi padre, un viaje. Antes de la de mi madre en aquella neumonía primera, también. Un viaje, siempre de viaje. Mi padre lo reclamaba. Te extrañé mucho, hija, me dijo cuando regresé de España, unos días antes de que la ambulancia lo trasladara al hospital.

 

Había ido a la Feria de Sevilla a bailar sevillanas, como un deseo largamente cobijado que no quería detener. ¿Cuántos sueños habrán detenido mis padres? ¿Cuántos inconfesables? Aunque ellos no postergaron viajes, me inocularon ese deseo de ensanchar mundo. Esa tarde les muestro las fotos en mi teléfono, que es como ahora se documenta la vida. No podía faltar la de la Plaza de España, donde cada una de las provincias españolas tiene un nicho, una banca y un pequeño mosaico en el piso con el mapa de la región. Retraté Santander para mi padre, porque la foto de su padre en Sevilla, precisamente en ese parque, es la última imagen de él. En realidad, hay muy pocas de ese migrante de Noja a Huixtla, en Chiapas, donde con su hermano se aventuró a montar una finca cafetalera. Los que sobreviven desconocen las razones de ese viaje a España. Unos dicen que para curar de paludismo al hijo mayor, sin figurarse que para esa enfermedad tropical su país le quedaría a deber. No lo creo porque no aparece ningún niño en la foto. Lleva un traje oscuro y una sonrisa melancólica. No es esbelto ni alto como mi padre, pero su rostro, con esa frente de grandes entradas y las cejas en pico, es una calca.

 

Les cuento de las casetas de baile donde las niñas pequeñas caracolean las manos con gracia de cuna, los vestidos se menean en verde olivo y rosa viejo, hasta los caballos destacan altivos, montados por jóvenes con sombrero cordobés. Les describo el vestido que me prestaron, los zapatos colorados que me compré, lo natural que bailan los de allá mientras yo estoy muy atenta a los pasos. Cambiamos de caseta, comemos jamón y más fino. El tono pajizo de la bebida apacigua el calor de mayo, más grato que molesto, más floral que otra cosa. Estoy contenta de haber ido, y aún no sé que el contento se empañará. Imposible presagiar cuándo será la última foto de los nuestros o la nuestra. La última imagen de mi abuelo es en su España natal, pero de turista en la ciudad andaluza. Mi abuelo no puede saber que a su regreso lo matarán en el monte, a caballo, mientras cumple por única vez la tarea de su hermano enfermo: llevar la raya a los piscadores de la cereza del café. La foto en la Plaza de España en Sevilla detiene la vida que se irá muy pronto. Mi padre siempre la presumía, porque comprendió el lugar de esa foto en la vida de su propio padre. Pudo ocurrir una historia distinta, la de un hombre con hijos labrando un porvenir en territorio ajeno. A los dos años de papá, con una mentira para consolarlo, se mudaron sin el padre asesinado a la Ciudad de México.

 

Estamos sentados en el comedor, yo al lado de mamá para que me escuche bien, papá de frente en la mesa redonda con la bata que no se ha quitado en todo el día. Me pide que le cuente de mi viaje a Sevilla. Mamá y yo enmudecemos y nos miramos preocupadas. Ella dice que lo acabo de contar. Que le enseñé la foto de los mosaicos con el mapa de Santander. Papá se queda en silencio. Se defiende lanzando un tímido es verdad. Busco la manera de rescatarnos: les digo que voy a Orizaba mañana a presentar un libro. Mi padre se duele: ¿Por qué tengo que viajar tanto? Siento la culpa de abandonarlos. Cuando me despido le digo a mamá que lo veo distraído, ella me lo confirma. Ninguna de las dos sabe que tendré que regresar intempestivamente. Que será la última vez que vea a mi padre en su casa.

 

Me aferro al volante del auto, mientras mis padres vuelven a ocupar sus sitios en el estudio frente a la televisión: mi padre el sillón azul, mi madre el sofá amarillo. Me invade el desasosiego. Me tengo que ir antes de que anochezca porque el negocio en la planta baja cierra y la reja del estacionamiento es muy difícil de abrir: necesita aceite y pesa mucho. Así que salgo de prisa, advertida por el ruido de metales agónicos que anuncia el cierre. Un temblor del cuerpo me acompaña de vuelta a casa.

 

Las cosas no estaban bien y yo iba y venía como si mis padres siempre fueran a estar a mi regreso.

 

FOTO: Mónica Lavín acompañada de sus padres/ Cortesía Mónica Lavín

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