Entrevista con Mónica Lavín: El duelo desde la escritura

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En su novela más reciente, Últimos días de mis padres, la escritora hace un redescubrimiento de la memoria familiar, descifra su vida en la orfandad y la dimensión humana de su padres, lo que la convierte en una historia tan personal como profundamente universal

 

POR GERARDO ANTONIO MARTÍNEZ
“La orfandad siempre te descoloca”. Así describe Mónica Lavín parte de su experiencia de duelo ante la muerte de sus padres, ocurrida poco antes de la pandemia y que relata en Últimos días de mis padres (Planeta, 2022), su novela más reciente y que se revela cómo una obra tan personal como única en contraste con el resto de su obra.

 

La sala de su departamento, en el barrio de Coyoacán, es un lugar reconfortante para conversar acerca de la pérdida, la memoria y la reconstrucción desde la escritura de un pasado común. Al mismo tiempo nos descubre a lo largo de estas páginas que el duelo siempre es único, particular, íntimo. Así lo reflejó en esta novela en la que abundan el recuerdo y la añoranza, pero también la distancia y la experiencia literaria para no sucumbir a la idealización.

 

¿Estamos preparados para la pérdida de los padres?

 

Creo que la razón sabe que un día, en el orden lógico, vas a perder a tus padres. Aunque la muerte puede ser muy desordenada. La muerte es una idea que ahuyentas, un temor que evades hasta que algo lanza una señal en que la vulnerabilidad de la vida de tus padres queda clara y te das cuenta que no estás preparado. Nunca estamos preparados para ser huérfanos. Nacimos porque había al menos uno de los progenitores presentes. Somos producto de dos. Para empezar, uno es una construcción biológica en el mundo animal; luego, una especie de fundación de un mundo. Una familia —en el término más tradicional— es la invención de un futuro: un hijo. Entonces, en ese presente en donde fuimos un futuro para los que nos preceden, nunca piensas que se van a volver un pasado que sólo pueda vivir porque lo evocas, no porque dialogas con él. Tener a los padres es tener un diálogo permanente con esa invención de la que formas parte.

 

La orfandad siempre te descoloca por más mala relación que hayas tenido con ellos. La mía fue muy buena, afortunadamente. Porque tú sabías ser hijo, no sabías ser no hijo. Cada quien lo va aprendiendo como podamos. Un amigo me decía —y me gusta mucho eso— que no importa qué edad tengas ni qué edad tenían tus padres: ser huérfano es ser huérfano. Y uno va conociendo diferentes estados: ser hijo, ser hermano, ser amigo, ser pareja, ser primo, ser madre o padre. Y luego resulta que ser huérfano también es parte de la experiencia de la vida.

 

¿Cómo fue tu experiencia de enfrentar el duelo desde la escritura?

 

Este libro es distinto. Me di cuenta de cuánto había leído de autores que también hablan de la muerte de los padres: Rafael Pérez-Gay, Héctor Aguilar Camín, Jorge Volpi, Sharon Olds, Julián Herbert, por sólo mencionar a algunos. Cuando los leía yo no pensaba que mis padres iban a morir, que un día tendría, como ellos, la necesidad de comprensión de esto que a todos nos espera —la muerte— vía la escritura y una valoración de la vida. Ese vértice en que la vida y la muerte se encuentran es muy brusco. No lo estás entendiendo bien. A todos nos es difícil.

 

La escritura es esa herramienta en donde gobiernas el tiempo, puedes jugar con la memoria y la imaginación. Los recuerdos no pueden ocurrir mientras estás experimentando la gravedad, la invalidez, la mejoría, la incertidumbre. Y la escritura es la posibilidad de entrar en dos etapas de memoria: la inmediata y la otra que viene, hace sus aleteos quién sabe cómo y te va llenando del júbilo de la vida, del júbilo de haber tenido a tus padres. Por eso, finalmente, es como un acto celebratorio. Es como una minería que tiene que ver con la hondura de la vida y la muerte, y otra hondura que tiene que ver con el lenguaje. Se trata de buscar la palabra que logre una fotografía que contenga una emoción o un momento. En otras novelas he buscado la palabra justa. Aquí fue la demanda de la belleza. Es como su muerte, la ausencia de ellos me hubiera hecho un reclamo de dignificación. Creo que la escritura es la búsqueda de la belleza con el lenguaje. Me interesa siempre leer algo que me conmueva, que no me deje indiferente. Y la escritura de este libro me obligaba a apresar instantes como en un álbum de fotografía, instantes que requerían una acotación muy clara con las palabras.

 

Acabas de mencionas “la palabra justa” y “dignificación”…

 

Sin idealización.

 

A eso iba… ¿Cuál es el límite que uno puede entender entre los humanos que fueron, con sus contradicciones, pero tratando de ser justos?

 

Creo que no te lo voy a poder contestar. Porque aún no sé si fui justa o injusta. Lo que sé es que quería explorar el vínculo. Esta fue una oportunidad de intentar verlos no nada más como mis padres, sino como el hombre y la mujer. Y hacerme preguntas que ya no les pude hacer. A lo mejor nunca se las hubiera hecho. ¿Le hubiera preguntado a mi madre si alguna vez tuvo un amante? No se lo hubiera preguntado. Yo no lo hubiera querido saber. Pero la escritura te permite fabular sospechas. Te da una distancia que tiene que ver con la exploración de la condición humana. Lo maravilloso es que siempre son un misterio. Como todas las personas. Me doy cuenta de que aunque vivieron 90 y 86 años no los conocí del todo. Además creo que entre los hermanos cada quien tendrá su versión, su verdad. Escribir te permite reflexionar muchas cosas que la vida que está sucediendo todos los días no te lo permite. Este libro fue escrito en pandemia y eso nos ayudó, nos puso en una tesitura mucho más callada, quieta, de preguntas no hechas, de la gravedad de la ausencia, de la gravedad de la propia vida. Me llegué a decir: “Qué bueno que no vivieron la pandemia”. ¿Qué hubiera sido de ellos, más viejos todavía, en una situación de aislamiento, o de posible enfermedad? Ya la soledad en el hospital no la quiero ni imaginar. Pero la pregunta es muy interesante. Nunca somos justos del todo porque lo literario nunca es políticamente correcto. No aspiro a quedar bien con nadie, ni con mis padres, ni con quienes me conocen. Conmigo misma sí, en el sentido de la verdad que me quiero contar con mis propias tribulaciones. Sobre todo comprendí sus procedencias. Ellos ya eran huérfanos de alguna manera y siempre transmitieron una pasión por la vida, con la otra cara de la moneda que siempre significa la pasión.

 

Hay un aspecto que es muy común en la historia de muchas familias. Es cuando los hijos se convierten en cuidadores de los padres. ¿Cómo se redescubrió tu familia en esta fase?

 

Siempre he sido una negadora. Me doy cuenta perfectamente que no me gusta el dolor. Enfrento el dolor, pero escribir siempre es un acto optimista. Trato de buscar cómo sobrevivir. Nunca fui la que asumió el peso total, y soy la mayor, la primogénita. La reconfiguración te pone a prueba. En cambio, mi hermana —escultora, pintora, a quien le llevo dos años—, ella sí asumió esa enorme responsabilidad. Ella era la que estaba al mando, la que llevó la carga más pesada. Quizá sí puso en pausa su vida. Yo trataba de negociar con mi propia vida, mi escritura, mis obligaciones y me iba dando cuenta, como se ve en el libro, que tenía que ir cancelando cosas, que era perentorio. No nada más me necesitaban: yo necesitaba estar con ellos. ¿Cómo nos dividíamos esto? Bien mirado duró muy poco, bien mirado no nos desgastó como hace la enfermedad con otras familias. Finalmente los hijos tienen miedo. Los padres congregan. Creo que teníamos mucho miedo y cada quien actuó como podía y hacía lo que creía que era lo mejor. A veces había entendimiento y a veces no. Pone a prueba la hermandad.

 

¿En la escritura descubriste otras facetas de tus padres?

 

Me pregunté por mis padres jóvenes. Me di cuenta que en mi adolescencia qué me importaban mis padres. El libro es una serie de preguntas de una conversación que queda trunca, para siempre. Tengo muchas más preguntas de las que caben en el libro porque tienen que ver con la vida de los otros. El presente es tan fuerte que en el último momento de sus vidas hago una balanza y quizás me quedo con la mejor parte de ellos, con su capacidad de estar, de construir. Construyeron un negocio de la nada con inteligencia, con buen gusto. Nos dieron una vida cómoda. Y, sobre todo, y es lo que más me importa de quiénes fueron mis padres, nos dieron una vida en la que podíamos elegir lo que queríamos ser. Por eso, ante las preguntas feministas: a mí nunca me estorbó ser mujer. Nos hicieron responsables de nuestra libertad. Claro que también se equivoca uno. Eso es también la libertad. Es una experiencia de vida que no puedes transferir a nadie más. Es lo mejor que te pueden dar: la libertad y las herramientas. Nada más valioso que eso. Es una lección de vida. Porque esas alas están cargadas de amor. Lo más importante que descubrí al final, esta es la parte triste, que ninguno quería morir. No querían que se acabara la película. No sólo nosotros. Ellos tampoco querían. Eso y la impotencia fue lo más doloroso. Uno cree que puede hacer algo y esa es la ira, que nada más con el deseo, y el amor. No, la vida se acaba. Esa es la lección. Amarla valía la pena. Espero que este libro tenga esa sensación de acto de amor por la vida.

 

FOTO:  Mónica Lavín también es autora de las novelas La más faulera, Café cortado y Yo, la peor. En la imagen, en el balcón de su departamento en Coyoacán/ Berenice Fregoso /EL UNIVERSAL

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