Benjamin y Baudelaire, otra vez

Jul 2 • Reflexiones • 1836 Views • No hay comentarios en Benjamin y Baudelaire, otra vez

 

Clásicos y comerciales 

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL 
Como le ocurrió a buena parte de mi generación y también a tantos amigos y maestros de la anterior, tuve en el descubrimiento de Walter Benjamin (1892-1940), una de las experiencias más fecundas y felices de mi formación. Con Benjamin llegaba algo más que un bálsamo para quienes nos presumíamos marxistas dizque engalanados por el más aristocrático linaje heterodoxo. Algo más que heterodoxia era lo que ofrecía el suicida de Portbou: un asumido misticismo sirviéndose de los exquisitos documentos de la “civilización” para asociarlos a los de la “barbarie”, en aquella famosa y paradójica dualidad suya, de la cual él mismo acabó siendo víctima, como lo escribió Leon Wieseltier.

 

Hubieron de pasar muchas cosas y dejaron de pasar otras tantas para que nos fuésemos alejando del aura de Benjamin, porque no era fácil (no lo es y por eso escribo este artículo) condenar del todo a un esteta enamorado de los juguetes y de la novela policíaca, de los detalles en apariencia más nimios del mobiliario y de la vida urbana. Fue un verdadero crítico literario que había encontrado en su muy particular versión del “materialismo histórico” (poco apreciada por sus amigos, también heterodoxos pero más doctorales, de la Escuela de Frankfurt y apenas tolerada por un Scholem, su maestro talmúdico) la llave mágica bajo la almohada para explicar la relación entre “poesía y capitalismo” (como tituló el duque de Alba a una de sus traducciones de Benjamin), inventando virtualmente —mientras su gran estilo se posaba sobre cada línea— al París del siglo XIX de la mano de su flâneur, el poeta Charles Baudelarie.

 

Tan pronto como fueron apareciendo hermosas ediciones facsimilares de sus archivos y se publicó al fin, en 1999, la inconclusa Obra de los pasajes (1927-1939), al coleccionista y al teórico cultural, al descubridor de los mecanismos de la reproducción mecánica de la obra de arte (el prometido “ábrete sésamo” de esa estética marxista que nunca llegó), se sumaba un personaje doblemente romántico, por el apresurado suicidio, para no caer en manos de la Gestapo, del escritor judío en la raya de España, sino también por su naturaleza de constructor de ruinas, un Hubert Robert abducido desde el XVIII para pintar con una soberbia belleza el horror del siglo XX. Soberbia en ambos sentidos de la palabra: Benjamin se paseaba como el último escoliasta entre las ruinas del capitalismo, incendiado por el fascismo, su lógica, determinista y fatal conclusión, según la doctrina entonces vigente.

 

Empero, el desencanto fue llegando lenta, dolorosamente. A diferencia de otros marxistas no tan brillantes como él pero más valientes o menos miopes, como Souvarine, Serge o Rizzi, entre un puñado de justos, informado de los horrores de la barbarie estaliniana, Benjamin nada dijo, como lo muestran sus biógrafos Eiland y Jennings en Walter Benjamin. A Critical Life (2014). Pero quien hubiera sido igualmente asesinado por los nacionalsocialistas que juzgado en los procesos de Moscú, no fue ningún desalmado como el dramaturgo Brecht, su amigo y maestro.

 

Simplemente, trágicamente, la teoría (o teología) de la historia de Benjamin, un mesianismo cuya escasa materia gris de origen bolchevique le permitió sobrevivir en las universidades del siglo XXI y ser la roca a la cual se aferraban los últimos marxistas en el naufragio, autorizaba al ángel de la historia a dejarse llevar por la tempestad y ver en el Progreso la barbarie absoluta. No tenemos por qué creer, como lo dijo Wieseltier (“Tres reflexiones sobre la barbarie, ayer y hoy”, Letras Libres, junio de 2016), que barbarie y civilización son las dos caras de una moneda, porque la apuesta totalitaria siempre gana, caiga cara o cruz, agregaría yo. Benjamin no alcanzó a comprenderlos como dos sistemas opuestos, enemigos e incompatibles, como lo sabemos o lo deberíamos saber, tras el Holocausto o el Gulag.

 

La manera en que Benjamin sustituyó a la alegoría estudiada por él en el Barroco alemán por las categorías de El capital —libro que leyó tarde en la vida, una década después de proclamarse comunista— fue en extremo virtuosa pero en el fondo falaz porque su terminología marxiana puede ser sustituida por la de Simmel o Weber sin demérito de la belleza de su estilo y de su penetración crítica. Richard Vines, en “The Beatification of Walter Benjamin” (The New Criterion, 1990), destaca las incongruencias benjaminianas al hacer del recoveco artístico la justificación de la totalidad sociológica y descree de su noción de la obra de arte que habría sido desacralizada por su reproducción masiva, ataque muy propio —ejemplar, de hecho— de la vulgata antimodernista contra la industria cultural. También examina Vines cómo Benjamin fue santificado por encarnar todo lo contrario del nazismo, cuando fue, al mismo tiempo, un devoto servidor de la Tercera Internacional. Pero la crítica de Vines es injusta y cruda: no basta con recordar que Benjamin fue antiliberal para invalidar su colosal, aunque errática, influencia.

 

El “ur-Baudelaire” de Benjamin, de cuyo archivo el filósofo italiano Agamben hizo una portentosa edición (Baudelaire, La Fabrique, París, 2014), gracias a los papeles depositados por la viuda de Bataille en la Biblioteca Nacional de Francia, reconstruye el proceso de documentación en 800 páginas, ficha por ficha (repeticiones incluidas) hasta llegar a las redacciones primera y segunda —parciales ambas— de lo que la reciente edición en español titula, imprecisamente, Charles Baudelaire. Un lírico en la época del altocapitalismo, que llega a las 300 páginas y será siempre una obra esencial sobre el autor de Las flores del mal, junto a las de Asselineau, Prévost, Blin, Pichois o Calasso. Y buena parte de este Baudelaire, además, no alcanzó a ser incluido en la Obra de los pasajes, según reconoció su editor, Tiedemann, la principal autoridad en Benjamin.

 

Escribo esta nota conmovido, reconciliado con ciertas horas de mi juventud fichando al viejo Benjamin en un edificio de la Secretaría de la Reforma Agraria destruido por el temblor de 1985, una vez leído, ahora, este “ur-Baudelaire” de Benjamin, porque no hubo aspecto de Baudelaire o del París del Barón Haussmann que se le escapase al sabio alemán, incluyendo la relación del poeta con el fantástico conspirador Blanqui, observador astronómico prisionero quien votaba por la eternidad para los astros y por la revolución en el planeta Tierra. Reseñista al servicio del realismo soviético —como lo subrayó malhumorado Reich-Ranicki, el príncipe de los críticos alemanes—, teórico cultural sobrestimado por un aura santificada y acaso otro falso profeta, Benjamin no deja de ser, quizás, el más feliz y acucioso de los lectores de la centuria pasada, quien vio en la excentricidad singular de Baudelaire una máscara parlante, cuyo lenguaje, que sin ser tonitronante, era el apropiado para el escriba por excelencia de la modernidad.

 

FOTO: Walter Benjamin en la Biblioteca Nacional, en París, en 1937, fotografiado por Gisèle Freund/ Centre Pompidou

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