Vasili Grossman en Ucrania. Ecos de una guerra interminable

Jul 2 • destacamos, principales, Reflexiones • 2989 Views • No hay comentarios en Vasili Grossman en Ucrania. Ecos de una guerra interminable

 

A través del testimonio del escritor, pueden rastrearse las atroces circunstancias que obligaron a muchos ucranianos a ponerse al servicio del ejército nazi durante el más grande exterminio de judíos en Ucrania

 

POR ARIEL GONZÁLEZ 
Civiles llorando. Ya se dirijan hacia algún sitio o permanezcan junto a sus cercas, comienzan a llorar en cuanto empiezan a hablar, y uno también siente un irreprimible deseo de llorar. ¡Tanta congoja!

 

Una casa vacía. La familia huyó el día antes, y el propietario también la abandona ahora. El vecino, un anciano, ha venido a despedirse de él: “¿Y el perrito se quedará”?

—No quería irse de aquí.

 

La casa permanece donde siempre ha estado. Sobre el tejado crecen tomates verdes y se ven flores en el jardín.

 

(…) Polvo; blanco, amarillo, rojo. Agitado por las patas de ovejas, cerdos, caballos, vacas y las carretas de los refugiados, soldados, camiones, automóviles, tanques, cañones y remolcadores de la artillería. El polvo llena el aire haciendo remolinos sobre Ucrania.

 

Esta escena podría tener lugar hoy mismo, ayer o cualquiera de estos días en alguna de las muchas poblaciones asediadas por el fuego y bombardeos rusos en Ucrania, pero lo cierto es que forma parte de una crónica escrita hace 81 años por Vasili Grossman en medio de la invasión alemana. Es una de las muchas demostraciones de que la guerra sólo cambia de actores, paisajes y circunstancias, aunque se cuida de ser siempre la misma, con todas sus crueldades, interminables filas de desplazados, montañas de cadáveres y todo cuanto hace de ella “un tiempo despiadado, un tiempo de plomo”, como dice el mismo Grossman en otra de las notas recogidas y comentadas por Antony Beevor y Luba Vinogradova en Un escritor en guerra. Vasili Grossman en el Ejército rojo, 1941-1945 (Crítica, 2006).

 

Leer hoy a Vasili Grossman, uno de los más grandes escritores de Ucrania y Rusia (porque a decir verdad no creo que él se sintiera menos ruso), es un ejercicio de increíble actualidad. Al relatar la caída de la tierra en que nació a manos de las tropas alemanas y su posterior liberación por el Ejército Rojo, Grossman registra un sinnúmero de episodios que de forma siniestra parecen repetirse en este siglo. No debe interesarnos, sin embargo, ningún comparativo maniqueo que estimule la creencia de que los ucranianos luchan contra un ejército hitleriano (por más empeño que pongan las tropas de Putin en parecerse a este); menos aún que los rusos llevan a cabo su intervención militar para “desnazificar” Ucrania. Las cosas evidentemente son mucho más complejas (para quien quiera verlas), aunque ciertamente los ucranianos sobreviven a una invasión y una guerra fratricida orquestada por el renovado totalitarismo ruso, decidido a recuperar su grandeza y a plantarse frente al mundo —y en primer lugar ante sus vecinos— como la potencia imperial que desde los zares ha creído ser.

 

Aun con estos matices, la guerra narrada por Grossman encuentra un claro eco en las atrocidades que hoy se producen en suelo ucraniano. Al mismo tiempo, sus notas y la propia trayectoria vital del escritor tienen mucho que enseñarnos sobre el trasfondo histórico del conflicto actual porque aluden a asuntos como el antisemitismo, la manipulación propagandística del heroísmo soviético durante la II Guerra Mundial para el fortalecimiento del estalinismo o el drama de muchos escritores —como el propio Grossman, antes y durante la guerra— que no pudieron, no se atrevieron o no supieron decir la verdad sobre el régimen totalitario.

 

Hambrunas y pogromos

 

Que Joseph Conrad haya nacido en Berdichev (Ucrania) es una casualidad que él mismo se encargó de evidenciar —olvidándola— el resto de su vida. Que Vasili Grossman también haya nacido allí fue más bien la confirmación de que Berdichev era una de esas grandes capitales judías que bien podían ser el hogar de familias cultas como aquella en la que él nació.

 

Algunos sospechan que en realidad vino al mundo en Ginebra, en 1905, pero es un hecho que Grossman creció y se educó en esa castigada tierra que padeció —quizá como ninguna otra en el siglo XX— sucesivas tragedias y horrores que la marcaron para siempre: los innumerables pogromos contra los judíos (esos linchamientos en los que se los acusaba de envenenar los pozos de agua, matar niños o incluso de ser los únicos que no enfermaban de cólera, todo para saquear sus propiedades, violar a sus mujeres y asesinarlos por cientos y luego miles), la guerra civil que le siguió a la llegada de los bolcheviques al poder, las hambrunas (las dos más devastadoras que recuerde Europa en el pasado siglo), la invasión nazi y el abierto exterminio de los judíos, las deportaciones masivas, la represión de su cultura, el Gulag…

 

Tan sólo entre 1919 y 1920, como escriben John y Carol Garrard, “todo terrible acontecimiento conducía sanguinariamente al siguiente. Los dioses parecían haber liberado las furias sobre la tierra. Ucrania fue pisoteada y puesta de rodillas por las unidades del Ejército Blanco, del Ejército Rojo, del Ejército nacionalista ucraniano mandado por Petliura, por las fuerzas polacas, por un fantoche ejército alemán y por bandas, a menudo de anarquistas, dedicadas al saqueo” (La vida y el destino de Vasili Grossman, Ediciones Encuentro, 2013).

 

La matanza perpetrada por los nazis en el barranco de Babi Yar, a las afueras de Kiev, resulta particularmente bárbara porque en una sola y bestial operación fueron asesinados más de 33 mil judíos entre el 29 y el 30 de septiembre de 1941 con el apoyo de la “policía ucraniana”, es decir, simpatizantes de los alemanes. A esta se siguieron otras masacres masivas en el mismo sitio y en otros puntos como Odessa, donde se cobraron la vida de por lo menos 50 mil personas.

 

Sin embargo, no fue la única vez que la población judía de Ucrania sufrió el horror de verse perseguida y masacrada. “La guerra civil —cuenta John Garrard— permitió el desencadenamiento del omnipresente, aunque a veces inactivo antisemitismo ucraniano, con efectos devastadores. Según las estimaciones soviéticas, que podrían ser muy inferiores a la realidad, al menos 150,000 judíos ucranianos fueron asesinados en los años 1919-1920. Esta cifra representa más de una tercera parte de la población judía de la época”.

 

Poco después de este conjunto de sangrientos pogromos, en 1921 tiene lugar la primera gran hambruna provocada por la guerra civil y por el llamado comunismo de guerra. Esta afectaría igualmente a la región del Volga, pero sería apenas un aviso de la que sufrirían los ucranianos entre 1932 y 1933 y que se conoce como Holodomor (una palabra que en ucraniano significa literalmente exterminio por hambre). En esta última murieron, como ha concluido Anne Applebaum en su extensa investigación sobre el tema (Hambruna roja, Debate, 2019), al menos 5 millones de personas, entre las cuales 3.9 millones eran ucranianos. Todas estas personas sucumbieron a la política de colectivización forzada de Stalin y que llevó a la ruina a los campesinos.

 

Grossman no la sufrió directamente, pero fue testigo de ella. En su novela Todo fluye, uno de sus personajes resume la espantosa tragedia que por decisión de Stalin vivió Ucrania:

 

“…después de la deskulakización (miles de propietarios llamados kulaks fueron deportados a campos de trabajo en Siberia) la superficie de tierra cultivada disminuyó considerablemente y el rendimiento bajó. Según los informes, en cambio parecía que sin Kulaks nuestra vida había florecido de golpe. El sóviet rural mentía al distrito, el distrito a la región, la región a Moscú. Aparentemente todo estaba en orden: Moscú fijaba unas cuotas de producción a las regiones, las regiones a los distritos. Y a nosotros, a nuestro pueblo, nos fijaron una cuota que ni siquiera en 10 años habríamos podido cumplir. (…) Se veía que Moscú tenía todas sus esperanzas puestas en Ucrania… Y fue sobre todo contra Ucrania contra la que más tarde desencadenaría su ira. El discurso es de sobra conocido: tú no has cumplido el plan, tú eres un Kulak encubierto.

 

¿Quién firmó aquel asesinato en masa? A menudo pienso: ¿no sería Stalin? Una orden así no se había dado nunca desde que existe Rusia. Una orden así no la había firmado nunca el zar, ni los tártaros, ni los ocupantes alemanes. Una orden que decía: matar de hambre a los campesinos de Ucrania, del Don, de Kuván, matarlos a ellos y a sus hijos”.

 

El resentimiento que produjo el Holodomor con su enorme carga de sufrimientos y desesperación (hasta el punto de provocar casos de canibalismo), hizo que una parte de los ucranianos diera la bienvenida a las tropas alemanas en 1941. No creían que hubiera algo peor que el comunismo estalinista. El tema resulta todavía incómodo y doloroso en la actualidad, porque supone un colaboracionismo que facilitó horrores como el de Babi Yar, pero evidentemente no hizo cómplice a toda la población.

 

“Es difícil calibrar —escribe Beevor— la escala de este fenómeno en términos estadísticos, pero es significativo que la Abwehr, el departamento de inteligencia y contraespionaje del ejército alemán, recomendara el reclutamiento de un ejército de un millón de ucranianos para combatir contra el Ejército Rojo. Esto fue firmemente rechazado por Hitler, horrorizado por la sugerencia de que unos eslavos lucharan con el uniforme de la Wehrmacht”.

 

La caída de Ucrania

 

En el verano de 1941, Vasili Grossman, que entonces tenía 35 años y se creía un comunista convencido, es nombrado corresponsal especial de Estrella Roja, el diario del Ejército Rojo que es a la sazón el más popular en la Unión Soviética. Le informan que ganará mil 200 rublos al mes y que su primera asignación será el Frente Central. Es un escritor conocido, ha publicado ya una novela (Stepán Kolchuguin) y varios relatos que le han abierto las puertas de la Unión de Escritores Soviéticos por seguir —o no contradecir— los valores que exalta el realismo socialista.

 

Hay que recordar, como lo hace Tzvetan Todorov, que los años 30 en la URSS no fueron “una época tranquila, por decirlo suavemente, y Grossman no puede ignorarlo, ya que los golpes caen muy cerca de él; pero si quiere permanecer indemne, debe evitar la protesta. En 1933 detienen a su prima Nadia, que le había ayudado mucho durante sus primeros pasos como escritor (…) y con quien se alojaba cuando iba a Moscú. Grossman rehúye inmiscuirse y no emprende ninguna gestión a favor de ella. En 1937 detienen a dos de sus mejores amigos, novelistas y vinculados como él al grupo Pereval; idéntico silencio. En 1938, en Berdichev, detienen y ejecutan a su tío, el mismo que lo había mantenido durante el bachillerato; Grossman se sigue escondiendo. De hecho, en 1937 encontramos su firma al final de una carta colectiva publicada en la prensa, donde se solicita la pena de muerte para los acusados del gran proceso en curso contra los dirigentes bolcheviques, entre ellos Bujarin, acusados de traición. También es cierto que en 1938 interviene para que liberen de las cárceles del NKVD a su propia mujer, detenida por ser ex esposa de un ‘enemigo del pueblo’” (Sobre vida y destino, Galaxia Gutenberg, 2008).

 

Acerca de esta actitud, de la que nunca se sintió orgulloso, y sobre todo del silencio que guardó, hay diferentes reflejos a manera de mea culpa en Vida y destino, pero quizás esta profunda honestidad alcanza su tono más autobiográfico en Todo fluye. Como otros escritores, por miedo y por mero instinto de sobrevivencia, Grossman intentó hacer “buena letra” frente a la dictadura. Sin embargo, la guerra —en medio de la cual publicará su novela El pueblo inmortal— lo convertirá en un autor muy popular y, algo mucho más importante, le dará una perspectiva nueva sobre el régimen comunista.

 

Desde su llegada al cuartel de Briansk le toca observar la retirada presurosa de las tropas soviéticas ante el avance implacable de los nazis. Debido a la imprevisión, cerrazón y por momentos franca estupidez de Stalin (quien desoyó todas las advertencias que se le hicieron sobre el inicio de la invasión), las líneas defensivas del Ejército Rojo son atravesadas como mantequilla: en unos cuantos días las tropas nazis penetran cientos de kilómetros.

 

Grossman y su equipo de prensa no alcanzarán a ver el colapso inicial, pero sí vivirán toda la improvisación del Frente Central y la locura estalinista que sigue purgando al Ejército Rojo (había comenzado en 1937), ahora encontrando a los “responsables” del desastre militar entre figuras como el general D.G. Pavlov, ejecutado por “traidor”. El Frente Central se tambalea y Grossman sigue al Ejército Rojo en su retirada hacia el sur, perseguido por el Segundo Panzergruppe del general alemán H. W. Guderian.

 

El peligro de que los panzer de Guderian aíslen Kiev es inminente, pero Stalin y su estado mayor menosprecian esa posibilidad. Cuando recapacitan ya es demasiado tarde. “Esta iba a ser —dice Antony Beevor— la mayor derrota militar de la historia soviética. En la ‘concentración de Kiev’ el Ejército rojo perdió más de medio millón de hombres entre capturados y muertos. Grossman y sus compañeros escaparon por los pelos…”

 

Grossman sabe que su madre ha quedado atrapada en Berdichev, a menos de 200 kilómetros al suroeste de Kiev. No puede hacer nada. En septiembre de 1941, Grossman regresa por unos días a algunas poblaciones del noreste de Ucrania. Ya en Moscú, anticipando que “los alemanes se atascarán en nuestro otoño infernal” (se refiere al fango, ese “cenagal sin fondo de pasta negra mezclada por miles y miles de botas, neumáticos, cadenas” que será al final el que impedirá el avance alemán hacia Moscú), solicita cubrir los combates al sureste de Jarkov, a donde llegará en enero del 42, para atestiguar el fracaso de la ofensiva del Ejército Rojo ordenada por Stalin. El dictador, en su delirante análisis, suponía que los alemanes estaban ya en el límite de sus fuerzas; la ofensiva nazi del verano del 42 demostraría todo lo contrario y llevaría a los alemanes hasta Stalingrado y al Cáucaso, donde esperaban disponer de las reservas petroleras rusas.

 

Regreso a Berdichev

 

Stalingrado fue la batalla que perfilaría la gran obra de Grossman, Vida y destino, novela hoy reconocida por muchos críticos como la Guerra y paz del siglo XX. Fue, al propio tiempo, su cobertura estelar para el diario Estrella Roja. Sin embargo, esta parte de la guerra definitivamente sembró en Grossman muchas nuevas y profundas certezas acerca de la verdadera naturaleza del régimen soviético.

 

Su trabajo como corresponsal lo llevará hasta Kursk —la mayor batalla de tanques de la historia— y de ahí a la ofensiva soviética que comenzó al finalizar el verano de 1943. El 6 de noviembre de este año, el Ejército Rojo recupera Kiev. Todo el proceso de liberación de Ucrania lo vive con una singular emoción, no sólo por tratarse de su tierra natal sino por todo lo que vio en la dramática retirada de 1941.

 

En cada pueblo las historias personales que tanto le importan abundan en horrores:

 

Una mañana nublada y ventosa nos encontramos con un chico al borde del pueblo de Tarasevichi, junto al Dniéper; parecía tener 13 o 14 años. Estaba extremadamente delgado, con la piel cetrina tensa sobre los pómulos y grandes chichones en el cráneo. Sus labios estaban sucios, pálidos, como los de un cadáver que ha caído de boca al suelo. Sus ojos miraban de una forma cansada, no había alegría ni tristeza en ellos. Esos ojos viejos, cansados y sin vida de los niños son aterradores.

 

—¿Dónde está tu padre?

 

— Muerto —respondió.

 

—¿Y tu madre?

 

—Ella también ha muerto.

 

—¿Tienes hermanas o hermanos?

 

—Una hermana, pero se la llevaron a Alemania.

 

—¿No tienes ningún otro pariente?

 

—No, todos murieron cuando incendiaron un pueblo en poder de los partisanos.

 

En el invierno de 1944 Grossman llega a Berdichev. Ahí se entera de que su madre y muchos de sus amigos forman parte de las miles de víctimas judías asesinadas por los Einsatzgruppen en complicidad con la policía voluntaria de Ucrania. La participación de civiles convertidos en “policías” al servicio de los nazis le resultará especialmente dolorosa, inconcebible.

 

El regreso a casa está lleno de hallazgos trágicos y macabros, como la matanza de judíos en Berdichev con su dantesco Babi Yar. “No quedan judíos en Ucrania. En ningún sitio… Todo ha quedado en silencio. Todo un pueblo ha sido brutalmente exterminado”. Y desde luego no sólo en Berdichev. “En Kazari —escribe— no queda nadie para quejarse, nadie para contar, nadie para llorar. El silencio y la calma se cierne sobre los cuerpos muertos enterrados bajo las chimeneas fundidas, donde ahora crece la hierba. Este silencio es mucho más aterrador que las lágrimas o las maldiciones”.

 

A pesar de las evidencias, Stalin se resiste a hablar del sufrimiento en particular de los judíos. Para él y su aparato de propaganda todo recae, haciendo una generalización oportunista, en el sufrimiento del pueblo soviético; a regañadientes, acepta la formación del Comité Antifascista Judío, que encomienda a Iliá Ehrenburg y al propio Grossman la redacción de un Libro Negro que documente todos los crímenes contra los judíos. El texto nunca será publicado en la URSS.

 

“La verdad despiadada de la guerra”

 

Luego de la recuperación de las ciudades y pueblos de Ucrania, Grossman será uno de los primeros testigos del infierno de Treblinka, el campo de concentración más mortífero después de Auschwitz. Seguirá con el Ejército Rojo hasta Berlín y la victoria final, que incluirá actos bárbaros como las violaciones masivas de mujeres alemanas. Estrella Roja, desde luego, no dio cuenta de estas atrocidades. El escritor hace unos tímidos, acaso avergonzados apuntes: “Hay muchas mujeres jóvenes llorando. Al parecer nuestros soldados las han hecho sufrir”. Dada su probada honestidad, es probable que no haya presenciado directamente estos salvajes hechos.

 

El Ejército Ruso, descendiente de aquel otro que entrara victorioso a Berlín, sigue violando mujeres, ahora en Ucrania. No hay un Grossman —que conozcamos— entre sus filas, pero más de un soldado habrá anotado, sabido o comentado los horrores que han hecho pasar a las mujeres de los poblados y ciudades ocupados. De cualquier forma, los testimonios de las víctimas abundan.

 

80 años después, lo que Grossman vio en Ucrania vuelve como una pesadilla que se resiste a quedar solamente en la memoria de las generaciones que la vivieron: “Por la noche el cielo enrojecía con docenas de incendios, y durante el día el horizonte se veía cubierto por una pantalla gris de humo. Mujeres con niños en brazos, ancianos, se movían hacia el este…” y ahora bien pueden hacerlo hacia el norte, sur, oeste o donde crean que pueden encontrar refugio. “La tierra gemía bajo las cadenas de acero de los vehículos acorazados alemanes…”, ahora rusos.

 

Ya desde entonces todo anticipaba, de algún modo, que muchos odios y rencores iban a instalarse para luego, en unos cuantos giros históricos, renacer. En marzo de 1944, Grossman está cerca del Mar Negro, rumbo a la liberación de Odesa (donde verá “el cuerpo achicharrado de una muchacha, con el hermoso pelo rubio intacto”). El mariscal Yukov sustituye a Vatutin, quien ha caído enfrentando al Ejército Insurgente Ucraniano (UPA, por sus siglas originales); sí, una milicia bien organizada que conjuga de forma radical nacionalismo y anticomunismo, lo que por un tiempo los hizo colaboracionistas, aunque posteriormente también combatieron a los nazis. Y por lo que sus familias han sufrido antes de la guerra, combaten con mucha convicción al Ejército Rojo.

 

Esos combates son como una gráfica donde se funde pasado y futuro: rusos y ucranianos en pleno combate, antes y en medio de la que se dio en llamar propagandísticamente la “Gran Guerra Patria”; y ahora mismo, con fuerzas regulares de ambos bandos, pero también alguna que otra milicia ucraniana ultranacionalista, que han dado la coartada perfecta al Kremlin para su invasión (Rusia no invadió Ucrania porque hubiera grupos neonazis —que sí los hay, como en Rusia—, sino para volverla a someter a una lógica imperial que busca por todos los medios reconstruir).

 

En la región del Donbás, que conoció Grossman trabajando en su zona minera como el químico que era, hoy se concentra la guerra que comenzó el pasado 24 de febrero. Tras la caída de Mariúpol, después de una tenaz resistencia del ejército ucraniano, ahí parece jugarse el porvenir de la conflagración. No sabemos cuál será su desenlace, pero los hechos, hasta hoy, hablan por sí mismos: la que iba a ser una “operación militar” estilo blitzkrieg, se ha convertido en un teatro bélico empantanado con múltiples fracasos para el ejército ruso, demasiadas dudas sobre su capacidad para sacar adelante los objetivos que se trazó y una creciente desmoralización.

 

Durante la Guerra de Vietnam, Konrad Kellen, un notable analista militar de la Corporación Rand, alertó sobre algo que les parecía inconcebible a muchos altos mandos norteamericanos: el Vietcong estaba muy lejos de ser derrotado, no estaba desmoralizado y no se daría por vencido, lo que en otras palabras significaba que Estados Unidos no podía ganar de ningún modo esa guerra.
Kellen se refería a un poderoso factor subjetivo que en muchos conflictos ha demostrado ser determinante, a pesar de que el precio que siempre cobra es muy alto en vidas y pérdidas materiales, como a estas alturas lo saben perfectamente en Ucrania, donde “la despiadada verdad de la guerra” —como dijera Grossman— sigue abriéndose paso. Pero junto con esta verdad trágica, prevalece también aquella otra que el mismo escritor acuñó al valorar el enorme espíritu de resistencia que observó en Stalingrado: es “imposible quebrantar la voluntad del pueblo que quiere ser libre”. Y eso es lo que hará prevalecer a Ucrania por encima de sus invasores.

 

FOTO: Entre 1941 y 1945, Vasili Grossman cubrió el frente oriental de la Segunda Guerra Mundial para el periódico Estrella roja/ Galaxia Gutenberg

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