Antonio Alatorre, editor de sor Juana

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Antonio Alatorre rescató la obra de la monja jerónima, menospreciada durante dos siglos, además de aclarar y desromantizar los mitos sobre su vida

 

POR SERGIO TÉLLEZ-PON
Cuenta el propio Antonio Alatorre (Autlán, Jalisco, 1922 – Ciudad de México, 2010) cómo fue su encuentro definitivo con sor Juana Inés de la Cruz. Aunque en 1956 ya había escrito un ensayito para la revista El Rehilete sobre un juego que tiene una tradición poética (“Yo quiero a Fulano, pero él no me quiere, en cambio Zutano anda loco por mí y yo le rechazo”), fue hasta 1970 que la leyó completa, según relata en una entrevista: “En la Universidad de Princeton, en cambio, me especializaba en poesía del Siglo de oro. Alguna vez, en 1970, creo, me pidieron un curso sobre literatura colonial, y me dio cierta flojera pues hay que poner cosas tan distintas como el Inca Garcilaso con Sigüenza y Góngora… Y me dije: qué tal si agarro sólo a sor Juana. Tuve todo el tiempo para leerla, y fue descubrimiento tras descubrimiento. Había una cantidad de cosas que no conocía, como los romances, los villancicos… Fue una admiración constante, qué gracia, qué manejo de las palabras. Y del Primero sueño tenía una idea pero nunca me había puesto a leerlo. ¡Qué poema inmenso! De manera que había allí una alegría muy especial de decir: he llegado a sor Juana por caminos completamente ajenos del entusiasmo patriotero. ¡Qué gran poeta es!”

 

En la primera mitad del siglo XX, hubo varios “sorjuanistas” (Nervo, Toussaint, Abreu Gómez, Villaurrutia, Cuesta…) que empezaron a reivindicar a sor Juana en las letras mexicanas, pero quien en esos años contaba con todas las credenciales para leerla y editarla fue el padre Alfonso Méndez Plancarte: a él le debemos la edición moderna de las obras sorjuaninas en cuatro tomos (1951-1957, el último ya no pudo terminarlo, pero lo concluyó su discípulo Alberto G. Salceda). Para la segunda mitad del siglo XX, era Alatorre quien tenía en su haber las mejores cartas para entender a sor Juana, pues había estudiado cuatro años en un seminario, donde aprendió latín y griego y sobre la vida, obra y milagros de todos los santos, así como las leyendas y rituales del catolicismo. Paz lo acusó de ser un défroqué (“seminarista destripado”, la define el propio Alatorre) y, en efecto, fue un prófugo del seminario, pero a la larga todo eso que aprendió con los curas le ayudó para poder leer y comprender las referencias o menciones que la monja hace de los dioses y mitos griegos o las vidas de santos y la vida clerical. En cambio Paz, que tenía muchas otras virtudes, justo adolecía de estas.

 

Alatorre reconoce muchos de los aportes que hizo el padre Méndez Plancarte para leer y entender a la monja, pero también le recrimina su pudibundez en algunos otros temas. En particular, el concerniente a la relación con la virreina, María Luisa Gonzaga Manrique de Lara, condesa de Paredes. Para Alatorre era muy claro que además de amistad, entre ellas dos hubo un enamoramiento platónico, y muestra de ello son los más de 50 poemas que sor Juana le escribió a la condesa, cosa que no hizo para ninguna otra persona. Es por eso que en su edición de la Lírica personal él quería juntar esos poemas en una sección pero no lo dejaron alterar el orden que estableció el padre Méndez Plancarte, así que yo tomé la estafeta y los publiqué en la antología Un amar ardiente. Poemas a la virreina (Flores raras, Madrid, 2017), como él habría querido.

 

Alatorre no encontró ni dio la primicia de la Autodefensa espiritual, mejor conocida como la “Carta al confesor”, eso lo hizo Aureliano Tapia en 1981. Pero lo que sí hizo Alatorre fue editar, pulir o aclarar, como se quiera ver, esa famosa carta (“La Carta de sor Juana al P. Núñez (1682)”, NRFH, núm. 35, 1987). Además, supo ver el valor de las palabras de sor Juana, es decir, lo que ella misma dice de ella, de su vida y su obra. Así como en nuestros días pedimos creerles a las mujeres tanto cuando hablan como cuando denuncian una injusticia, Alatorre creía que debíamos leer directamente a sor Juana, pero además ponerle atención a ella: a lo que ella decía de sí misma, tanto en esta carta como en la Respuesta a sor Filotea. En la “Carta al confesor”, sor Juana da por terminada su relación con el padre jesuita Antonio Núñez de Miranda, quien hasta ese momento había sido su confesor y su guía espiritual. El padre Núñez era un machista que la quería dedicada al cien por ciento a las labores de la iglesia y que le prohibía escribir otras cosas que no fueran poesías sacras, que se escandaliza por la fama que ya tiene esa monjita que escribía poemas para el vulgo. Envalentonada, pues ya está bajo la protección de la virreina, sor Juana despide de sus funciones al padre Núñez y, además, muy hábil en los juegos de la retórica, le deja claro que su habilidad para componer versos profanos no era su ocupación, sino un don que el cielo le dio y ni modo de contradecir los designios de Dios. La “Carta al confesor” es importante porque allí sor Juana se emancipa del yugo patriarcal, es donde reside el feminismo que se ha visto en su vida.

 

En 1982, Octavio Paz publicó Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe. Apenas un año después, el libro llegó a su tercera edición, corregida y aumentada. Alatorre cuenta que leyó aquella primera edición y fue anotando sus observaciones que luego le envió a Paz: fueron más de 100 correcciones al libro, por eso Paz le agradece un poco confusamente al principio de la tercera edición. Lo interesante del caso sería saber dónde están esas 100 observaciones (¿en el archivo de Paz o en el archivo de Alatorre?) y ver cuáles opiniones consideró Paz y cuáles desechó. Alatorre reconocía el valor monumental de Las trampas de la fe pero también sus defectos, el mayor de los cuales era, al decir de Alatorre, su interpretación excesiva del Primero Sueño. Dice Alatorre que “Octavio da señales de no haber ‘entendido’ la obra maestra de sor Juana”, pues mientras para Paz la obra cumbre de la pluma sorjuanina es un poema hermético, de vuelos metafísicos, para Alatorre es algo más sencillo: “Yo, por mi parte, encuentro que el Sueño es un poema diáfano como cristal, sin oscuridades, sin hermetismos, sin más misterio que el de su genialidad”. Y para hacerlo más legible y accesible a los lectores del siglo XX, Alatorre lo desmenuzó en dos ensayos: uno especializado “Notas al Primero sueño de sor Juana” (NRFH, núm. 43, 1995), y otro más para el público en general, “Invitación a la lectura del Sueño de sor Juana” (Cuadernos americanos, núms. 53-54, 1995). Por supuesto, eso no le gustó a Paz, quien decía que Alatorre la ponía al alcance de los mortales.

 

Avalada por Octavio Paz, se publicó La segunda Celestina (Vuelta, 1990), de Agustín de Salazar y Torres, un poeta novohispano que murió joven y dejó inconclusa esta obra de teatro. Concluirla fue una encomienda que adoptaron varios poetas, sor Juana fue uno de ellos. Paz, bajo el sello editorial de su revista, publicó el supuesto final de sor Juana, encontrado y editado por Guillermo Schmidhuber. Sin embargo, para Alatorre “el libro todo (la introducción, los argumentos, la edición del texto) es un hervidero de disparates”. Alatorre también había encontrado el supuesto final de sor Juana, escrito aproximadamente en 1682, pero con la versión encontrada por Schmidhuber, que data de 1676, dice el filólogo, “la cronología se desquicia” y eso hace imposible determinar cuál es el final que escribió la monja.

 

Elías Trabulse publicó, en 1995, El enigma de Serafina de Cristo: se trata de una supuesta carta cuya autoría, según Trabulse, era de sor Juana. Alatorre, junto con Martha Lilia Tenorio, refutaron tal chasco no en un artículo en una revista especializada, sino con todo un libro, Serafina y sor Juana (Colmex, 1998). En cambio, ese mismo año en que se conmemoraba el tercer centenario de la muerte de sor Juana, Alatorre volvió a publicar los Enigmas, cuya primicia le corresponde a Enrique Martínez López, quien los dio a conocer en 1968 pero luego, dice el filólogo, ningún sorjuanista volvió a reparar en ellos. Los Enigmas ofrecidos a la Casa del Placer se componen de 20 cuartetas en los que sor Juana hace unas preguntas casi filosóficas cuya respuesta el lector debe deducir y son muy probablemente la última obra que escribió la monja jerónima.

 

Alatorre reconoció con modestia que hacía sus investigaciones con bastantes limitaciones pues no tenía acceso a las grandes bibliotecas, a archivos o a redes de intercambio bibliotecario que le habría gustado consultar y, no obstante, así pudo documentarse y encontrar varias joyas de la bibliografía sorjuanina. Una muestra de esto son los dos tomos de Sor Juana a través de los siglos (1668-1910), en los que reunió “las numerosas muestras de admiración por sor Juana, en prosa y verso”. Luego de su muerte y durante dos siglos sor Juana fue menospreciada de la literatura mexicana, por eso para Alatorre era muy importante saber qué habían escrito sobre la monja, cómo la habían leído otros y qué datos o curiosidades u opiniones habían aportado: “Es fascinante ver (y leer) lo que las sucesivas generaciones encontraron en ella, con qué ojos la leyeron, qué imagen se hicieron de ella”.

 

Todo lo anterior, y mucho más para lo que ya no tengo espacio de comentar, es un antecedente sólido para que Alatorre haya sido, finalmente, el encargado de actualizar el tomo de la Lírica personal, luego de que durante 60 años circulara la edición de Méndez Plancarte. En su edición, Alatorre corrige erratas y algunos errores e interpretaciones del padre Méndez Plancarte, anota minuciosamente cada poema, pero sobre todo incluye los Enigmas y sus redescubrimientos: un soneto jocoso, otro que encontró en el manuscrito Moniño y elimina un poema falsamente atribuido a sor Juana. Otro de los cambios más evidentes es que, mientras Méndez Plancarte divide el Sueño en estrofas, Alatorre lo pone todo seguido pues, dice, es una silva, “metro que es la negación misma de toda partición estrófica”. En el Fondo de Cultura Económica le pidieron que no alterara el orden que había determinado Méndez Plancarte y él obedeció la orden, aún así, Alatorre dice en su introducción que su edición habría sido muy distinta de lo que es.

 

Ahora sabemos muchas cosas más sobre la vida y la obra de sor Juana que de ningún otro poeta novohispano. En gran medida, fue Alatorre quien se dedicó a aclarar y desromantizar los mitos con los que, a lo largo de siglos, se fue cubriendo la imagen y la obra de la monja jerónima. Pocas cosas quedan por dilucidar sobre la vida y la obra de sor Juana, pues como Shakespeare, quien tiene sus “años oscuros” (1586-1593) en los que no se sabe dónde estuvo, de nuestra monja siguen siendo un misterio sus últimos años de vida, en los que dejó de escribir y vendió su biblioteca de 4 mil libros (mi teoría es que todo eso, junto con la firma de la petición causídica, lo hizo obligada por el estricto padre Núñez de Miranda, a quien volvió a tomar como su guía espiritual). Larga es ya la lista de sorjuanistas, desde Toussaint, Villaurrutia y Abreu Gómez, pasando por el padre Méndez Plancarte, Paz, hasta Glantz, Sergio Fernández, Sabat de Rivers… muchos de ellos la siguen cubriendo de espesos velos hagiográficos. Como lo hizo con Los 1001 años de la lengua española, Alatorre pensaba que todo conocimiento debía ser accesible para la gente común y en el caso de sor Juana debía seguir siendo legible para sus cada vez más numerosos lectores.

 

FOTO: Antonio Alatorre a inicios de la década de 1960 durante labores de clasificación de archivos en El Colegio de México/ Archivo Miguel Ventura

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