“Justo antes del final”: un adelanto de la nueva novela de Emiliano Monge

Sep 3 • destacamos, Ficciones, principales • 2437 Views • No hay comentarios en “Justo antes del final”: un adelanto de la nueva novela de Emiliano Monge

 

Este es un fragmento de la nueva novela de Emiliano Monge, Justo antes del final, publicada por Literatura Random House; una historia protagonizada por la madre del escritor, mujer que enfrentó la violencia y la invisibilización, a la vez que narra los acontecimientos que marcaron la segunda mitad del siglo XX

 

POR EMILIANO MONGE 

A Rosa María y a Cecilia

 

“Hay lágrimas en la naturaleza de las cosas”

 

Eneida, Virgilio

 

“Reina: ¡Ah, Hamlet! Me has partido
en dos el corazón.

Hamlet: Pues tira la peor parte
y con la otra mitad vive más pura”

Hamlet, Shakespeare

 

I
1947

 

Ningún comienzo es sencillo, te dirá tu madre.

 

Tu abuela, por ejemplo, enfermó justo después de que yo naciera.

 

Se le complicó, en realidad, el mal que padecía y me culpó a mí, su última hija. Por eso, porque había hecho que empeorara, no quiso amamantarme.

 

Ni siquiera me cargaba, dirá tu madre, como buscándose en su voz. El pretexto era que le dolían los brazos, que se le trababan las articulaciones, que los huesos habían empezado a deformársele.

 

La verdad, sin embargo, es que usó todo eso como excusa. Como pretexto para no tener que cargar a su hija más pequeña, añadirá dejando que una pausa interrumpa sus palabras, antes de continuar: aunque, obviamente, no lo recuerdo, sé que me amamantó Ofelia.

 

Ofelia había sido paciente de tu abuelo antes de ser trabajadora de tu abuela, del taller de costura que ella tenía, más como un pasatiempo que otra cosa, te dirá tu madre, encontrando algo en su voz.

 

El mismo taller en el que mi madre seguiría trabajando durante años, como si no le doliera ningún hueso.

 

Tus tías, las que le contaron a tu madre que ella tuvo nodriza, te dirán que aquella mujer no era normal.

 

Algo le pasaba en la cabeza, añadirán haciendo cada una una mueca diferente: al final, caminaba por la casa hablando en lenguas extranjeras. Eso, sin embargo, no será lo que querías que te contaran.

 

No, tu abuelo no estuvo presente el día que tu madre nació, te dirán entonces ellas, volviendo al punto de partida, porque creerás que eso es posible. En realidad, no estuvo presente durante los primeros meses de la vida de esa niña que nació diminuta y que así habría de quedarse.

 

Como el psiquiatra reconocido que era, sumarán tus tías, cuyas voces, pensarás de pronto, será mejor separar luego, su padre había sido nombrado perito médico del segundo juicio de Goyo Cárdenas, el estrangulador de Tacuba, quien, tras fugarse de La Castañeda, sería enviado a prisión, donde pasaría los siguientes 34 años.

 

Ese juicio y ese asesino, su enfermedad mental, en realidad, mantuvieron ocupado a tu abuelo durante los primeros meses de vida de su hija más pequeña.

 

Sí sabes quién fue Goyo Cárdenas, ¿no?

 

 

 

Leerás que ese año, en Francia, se estrenó Las criadas, de Jean Genet, obra en la que las sirvientas de una casa, tras un suceso en apariencia nimio —se ha fundido un fusible y resulta indispensable cambiarlo—, asesinan a su patrona, ensañándose brutalmente con el cuerpo de aquella mujer con la que, en apariencia, han convivido cordialmente durante años, a tal punto que una habría sido nodriza de sus hijas; que, en Estados Unidos, Edwin Land presentó, ante un auditorio abarrotado de gente, la Polaroid Land Camera, primera cámara instantánea de fotografías de la historia, y que, en México, el famoso multiasesino serial Gregorio Cárdenas Hernández, mejor conocido como Goyo Cárdenas, fue enviado a prisión —condenado a 34 años— a pesar de que el perito médico de su último juicio, tu abuelo, aseveró que su actuar era consecuencia del daño neurológico que le había causado una encefalitis infantil y que, por lo tanto, debía ser tratado como enfermo.

 

II
1948

 

Tu madre te dirá que tampoco recuerda nada de su segundo año de vida.

 

No, no es cierto, se corregirá un instante después, como abriendo con su voz el frasco que contiene su pasado: recuerdo el frío.

 

Pero sólo eso, que la casa era helada y oscura, que las cortinas siempre estaban cerradas, te dirá bajando nuevamente el tono de su voz: lo demás, que dormía en un cuarto que habilitaron para mí y para Ofelia, también me lo contaron.

 

Entonces, como no recuerda nada más de aquel segundo año, tu madre te dirá, con voz indiferente, lo que le dijeron sus hermanos: que no lloraba nunca, que no hacía, en realidad, ruido alguno, que parecía ser alérgica al pelo y que el frío le sacaba ronchas. Que era, pues, una niña frágil, casi siempre enferma de algo.

 

La cara, te dirá también que le contaron tus tíos, la tenía recubierta, patinada por una costra reluciente de mocos y saliva.

 

Por eso, añadirá, la apodaban niña tornasol.

Tus tíos confirmarán que así se referían a tu madre, como la niña tornasol.

 

Luego, para justificar aquello —que nadie la limpiara, por ejemplo—, te dirán que tu abuela acabó ese año sentada en la silla de ruedas de la que apenas y volvería a levantarse.

 

Y que su padre, quien dejó su trabajo como perito médico tras un complicado incidente en un juzgado, además de consolidar su consulta privada, aquel año fue nombrado subdirector del hospital en el que también laboraba, por lo que cada vez pasaba menos tiempo en su casa.

 

Las enfermedades de la mente, los enfermos, sus pacientes, siempre obsesionaron a tu abuelo, te dirán tus tíos. Probablemente porque su madre, tu bisabuela, sufrió demencia prematura, aunque también podría ser porque su hermano había sido esquizofrénico.

 

Por lo que sea, lo que fue es que a tu abuelo siempre le importaron más los locos que los cuerdos.

 

 

 

Leerás que ese año, que por cierto fue bisiesto, por lo que tu madre padeció el frío un día más, se inventó el transistor, revolucionándose la historia de la radio, aparato cuyo rumor, dirá tu madre algún día, será una de las pocas cosas que recuerde de sus primeros dos años de vida; que, en Colombia, se llevó a cabo la primer marcha del silencio de la historia; que se fundó la Organización Mundial de la Salud —llamada, entre otras cosas, a trastocar el futuro de las enfermedades mentales—; que, en Inglaterra, se presentó el primer auxiliar para sordos de una sola pieza; que se creó el Estado de Israel —donde, semanas después, un francotirador asesinó a un primer niño palestino—; que se publicó la Declaración Universal de los Derechos Humanos; que, en los Estados Unidos, vio la luz La conducta sexual del varón, libro de Alfred C. Kinsey que obsesionaría a tu abuelo y marcaría, sin quererlo, la vida de uno de tus tíos, y que, en México, Mario de los Ángeles Roque, acusado de asesinar y descuartizar a su esposa y a sus tres hijos, intentó estrangular, durante su juicio, al perito médico que lo habría diagnosticado, es decir, a tu abuelo.

 

III
1949

 

Tu madre desenredará, delante de ti, un primer recuerdo.

 

Cuando cierro los ojos, lo veo aquí, como se ve un álbum de fotografías, te contará con una voz que ya no volverá a soltar, mientras tú piensas: como los embriones de una Polaroid Land Camera.

 

En estas imágenes, aunque no podría decir si es por la tarde o la mañana, Ofelia es expulsada de la casa. Las fotografías que las palabras de tu madre extraerán de su hipotálamo, antes que de un frasco, estarán, sin embargo, superpuestas: implosionadas, aseverará ella sorprendiéndote al usar esa palabra, que nunca imaginaste que usaría.

 

Ofelia, algunos retazos de oraciones, unas tijeras y varios mechones del cabello de tu madre, sobre el suelo. Las tijeras otra vez, un par de hilos de sangre, los brazos lacerados de Ofelia y su cabello —el de esa mujer que ascendiera de loca a costurera y de costurera a nodriza— sobre las losas. Tu abuela, gritando desde su silla; tus tías y tu abuelo corriendo de un lado a otro, y los enfermeros, a los que él —quién si no— habría llamado, sometiendo a Ofelia, que los insulta en tres o cuatro idiomas.

 

Eso, cómo se llevaron a su madre substituta, lo describirá con precisión, con una exactitud que sólo puede deberse a la imaginación o a un dolor muy hondo, te dirás mientras escuchas: los enfermeros la abrazaron, la sometieron y le inyectaron algo en el hombro o en el cuello. Luego la acostaron en una camilla, atravesaron la casa y la sacaron.

 

Afuera, en la calle, se les cayó, con todo y que no estaba luchando, que se había quedado quieta. Por eso tuvieron que cargarla otra vez, antes de meterla en la ambulancia.

 

Al final, cuando se fueron, mis hermanas me rodearon y abrazaron.

 

Tus tías, las que abrazaron a tu madre el día que se llevaron a Ofelia, te contarán que fue después de ese suceso que su hermana se mudó al cuarto de ellas.

 

Como se había quedado sin cama —el colchón donde dormía con Ofelia no cupo en su nueva habitación—, aquella niña tornasol, tu madre, durmió a partir de entonces en un cajón, añadirán tus tías ante la puerta de la casa de una de ellas —vivirán a un par de cuadras una de la otra—: en el cajón más grande de la cómoda, eso sí, donde guardábamos la ropa.

 

Luego, cuando se sienten en la sala, tu tía mayor y tu tía mediana, la gorda y la falsa flaca, la maravillosa cocinera y la devota fiel, esas mujeres siempre a punto de reír y con la boca llena de palabras a las que no volverás a juntar, como tampoco harás de nuevo con tus tíos, te contarán cómo construyeron un pequeño clóset, para tu madre, utilizando cajas de zapatos.

 

El único que nos ayudó con aquel cajón y aquellas cajas, aseverarán, fue el abuelo minero, el padrastro de nuestra madre, que siempre que podía iba a visitarnos.

 

 

 

Leerás que ese año, en La Habana, una manada de soldados gringos profanó la tumba de José Martí, el poeta que tanto le gustaba a tu bisabuelo minero; que, en Barcelona, fueron fusilados cuatro miembros del Partido Socialista Unificado de Cataluña, el más viejo de los cuales había sido el mejor amigo, en su juventud, de tu bisabuelo minero, además de que había sido culpable de que él, el padrastro de tu abuela, terminara casado con tu bisabuela; que, en los Estados Unidos, se estrenó la película basada en La muerte de un viajante, de Arthur Miller, película que, años después, se convertiría en la obsesión de tu abuelo, el padre de tu madre, quien presumiría haberla visto treinta veces; que, en Quito, fue traducida y retransmitida la versión radiofónica de La guerra de los mundos, de H. G. Wells, desatando la misma locura que había desatado en Londres diez años antes, pero peor: en aquel país andino cuyo nombre parte el mundo, las masas —engañadas, enfurecidas y humilladas— quemaron la radiodifusora y lincharon a sus trabajadores cuando supieron que todo había sido una broma; que, en Viena, el médico Leo Kanner retomó diversas teorías de comienzos de siglo para proponer su teoría de las madres refrigerador y sentar las bases del autismo como síndrome relacionado con el estilo de maternidad fría y distante “propio de las familias de intelectuales”; que, en el Vaticano, el Papa Pío XII excomulgó a todos los comunistas del tiempo, es decir, del pasado, del presente y del futuro, como si fuera, ese Papa, la encarnación de Matusalén, y que, en Madrid, se celebró el Primer Congreso Iberoamericano de Medicina Mental, donde tu abuelo, uno de los oradores principales, defendió el uso de psicotrópicos en pacientes y puso, como ejemplo, el caso de Ofelia, una mujer que, a pesar de los electroshocks, en un ataque de neurosis desgarró su cuerpo con un par de tijeras.

 

IV
1950

 

Tu madre te contará que ese año dejó de dormir de corrido.

 

Aunque dudará, cerrando los ojos, si fue o no ese año, si no habrá sido al siguiente, se dará la razón, abriendo los párpados y confirmando que sí, que fue entonces cuando el sueño se le escapó.
No, no porque durmiera en un cajón habilitado como cama: dejé de dormir por los gritos que salían —o que creía que salían— del cuarto de mis hermanos, el cuarto de los hombres. Unos gritos que, a pesar de escucharse en la distancia y así como encerrados, como apagados, pues, reconocía como gritos de súplica o de súplica y terror.

 

Fue durante una de esas noches, la noche en que, tras despertar, en lugar de luchar por volverme a dormir, salí del cuarto; la noche, pues, que di con el valor que vence al miedo, aunque quizá con lo que di entonces fue con la desesperación o la imprudencia, se corregirá tu madre arqueando los labios hacia abajo, con una de esas sonrisas de cabeza que indican que aquello que está a punto de decirte va a dolerle.

 

En la penumbra, la niña más pequeña de su casa atravesó aquella construcción con pasos diminutos, al tiempo que se cubría la boca con la mano derecha y con la izquierda arañaba el espacio que se abría delante suyo. La puerta del cuarto de tus tíos —también ellos compartían habitación, aseverará sin mudar la sonrisa bocabajo de su rostro— estaba abierta. Entonces, por primera vez en mi vida, entré en aquel espacio masculino en el que, convertida en fantasma y sorprendida, descubrí la ausencia de mi hermano mediano.

 

Cuando la sorpresa dejó su sitio a la confusión, salí de aquel cuarto y, en el pasillo, te contará removiéndose sobre el sillón, cerré los ojos y concentré mi atención. Así volví a escuchar aquellos gritos apagados, aquellas súplicas que, estaba claro, salían de la boca de mi hermano mediano —aquel tío tuyo que, años después, habría de convertirse en el primer mexicano en probarse en un equipo de futbol americano de los Estados Unidos—.

 

Ante la puerta del despacho de mi padre, constaté que era ahí donde nacían los lamentos que había estado escuchando. Y no sé por qué, en vez de irme, me agaché, avancé en cuclillas y asomé la mirada, deseando ser invisible: mi hermano estaba hincado.

 

Como tu abuelo estaba de espaldas a la puerta, no alcancé a ver qué hacían él y mi hermano —ese mismo tío tuyo que, varias décadas más tarde, te paseará en su taxi por la ciudad, de librería en librería—.Tu madre recordará, eso sí, que tu tío suplicaba y que tu abuelo sostenía algo entre las manos.

 

El hermano mediano de tu madre, el preferido de tu abuela, te contará, durante uno de los últimos viajes que hagan en su taxi, que ni siquiera le gustaba el futbol americano.

 

Que jugaba, que practicaba aquel deporte porque tu abuelo había leído, en La conducta sexual del varón, del doctor Alfred C. Kinsey, que eso era lo que él necesitaba. Que, según aquel doctor, que por supuesto nunca lo auscultó ni supo nada de su caso, necesitaba desfogar la energía que le sobraba, que no sabía o no podía controlar.

 

Y te contará, ese mismo día y en ese mismo paseo, mientras circulan por Calzada de Tlalpan y sacas la mirada de su taxi, buscando los vagones anaranjados del convoy que corre a su izquierda para evitar mirar el gesto de tu tío, ese gesto con el que cubrirá sus facciones casi siempre imperturbables, el momento de su vida en el que más miedo sintió, el único en el que tuvo, de hecho, terror.

 

Tenía doce o trece años, se había mudado al cuarto de su madre y recién había entrado a su primer equipo de futbol americano. Entonces, añadirá el hermano de tu madre, acelerando el motor de su taxi, con la venia de tus abuelos, es decir, de tu abuelo, varios hombres enmascarados fueron por mí a la casa, durante una noche que podría haber sido cualquier otra.

 

Aquellos hombres —no recordará si eran tres o si eran cuatro— me amarraron, encapucharon, sacaron a la fuerza y montaron en un auto del que no me bajarían hasta media hora después, para arrastrarme por una escalera —una escalera interminable— mientras decían que mi vida se había terminado. Poco después, me lanzaron al vacío.

 

Cuando finalmente cayó, tras volar por los aires un tiempo que le resultó infinito, una masa de agua tibia recibió su cuerpo. Me habían lanzado desde el trampolín de diez metros.

 

Había sido mi novatada. Una novatada que, años después, descubrí que había sido idea de mi padre.

 

Lo supe, lo entendí cuando leí La conducta sexual del varón.

 

 

 

 

Leerás que ese año la Unión Soviética falló por tercera, cuarta, quinta, sexta, séptima, octava, novena, décima, decimoprimera, decimosegunda, decimotercera y decimocuarta vez en sus intentos por detonar una bomba nuclear en el sitio de pruebas de Semipalatinsk; que la selección uruguaya de futbol venció, dos goles contra uno, a la selección brasileña en la final de la Copa del Mundo de Brasil, desatando la locura de los aficionados presentes en el Maracaná, algunos de los cuales se inmolaron, se lanzaron desde el segundo piso o escalaron al techo para dejarse caer desde aquella otra altura; que Celia Cruz, probablemente la única cantante que atravesó los gustos musicales de tu abuela, tu madre y tuyos, hizo su primera presentación pública con la Sonora Matancera, cantando “Ritmo, tambó y flores”, original de José Vargas, cuya letra dice: “Un jardinero de amor / siembra una flor y se va / otro viene y la cultiva / de cuál de los dos será”; que un terremoto destruyó dos terceras partes de la ciudad de Cusco, dejando un reguero de muertos incontables y varias hordas de vivos fantasmales, extraviados y enmudecidos, quienes se pasearon, durante días y semanas, entre los cadáveres y los escombros, conducta que dio lugar a los estudios, investigaciones y publicaciones del doctor Raúl Watanabe, precursor de la psiquiatría social latinoamericana, con quien tu abuelo intercambió innumerables cartas —casi todos los sobrevivientes de aquel sismo estaban, para su suerte, en las calles aledañas a la cancha de futbol en la que el Cienciano se jugaría el campeonato nacional contra el Sport Boys del Callao—; que, en Viena, el psicoanalista Bruno Bettelheim, respondiendo a la teoría de las madres refrigerador que Kanner sostuviera un año antes, cimbró lo que hasta entonces habían sido los pilares del estudio sobre el autismo, aseverando que éste era un trastorno emocional que se desarrollaba en los pequeños a consecuencia de daños psicológicos infligidos por las madres, y que, en Gosen, prefectura de Niigata, nació Yoshifumi Kondo, dibujante, ilustrador y animador japonés, famoso por ser el creador de La princesa Mononoke, Recuerdos del ayer y Susurros del corazón, pero no por su extraordinario trabajo Las neuronas también cantan, encargo de la Universidad de Kioto que ilustró el desarrollo del sistema nervioso en los fetos, como nunca antes se había hecho.

 

FOTO: La escritura de Emiliano Monge se caracteriza por sus pasajes autobiográficos y familiares/ Oswaldo Ruiz/ Cortesía Random House

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