“El hablador y el cojo”: un adelanto del nuevo libro de Guillermo Sheridan
Este es un adelanto de la nueva obra del escritor Guillermo Sheridan, publicada por Turner, una colección de escritos aparecidos en El Universal entre 2018 y 2020, donde el autor hace una exposición maestral e irónica sobre la política y la sociedad mexicana, comparte vivencias personales y hallazgos literarios sobre los cuales reflexiona
POR GUILLERMO SHERIDAN
Titubeó el titiritero
El sitio aquel se ubicaba en un callejón pringoso del centro de la ciudad. (No voy a detenerme describiendo el farol opaco ni el hediondo arroyo). El nombre se me escapa, pero emparentaba con el más allá. Que se llamase “El Infierno”, “El Purgatorio” o “El Paraíso” carece de importancia: su mercancía era adecuada para los tres mundos: un burlesque que le habrá parecido a la plural clientela celestial, o infernal o purgatorial, o todas a la vez.
¿Deberé agregar —como López Velarde— que yo era muchacho y conocía la o por lo redondo? No voy a estorbar con obviedades: digamos que ocurrió por el año setenta, en tiempos en que la piel en general aún era clandestina y aún tenían sentido la rima y olfato.
Pues bien: la correría la propició mi profesor Huberto Batis, que me había diagnosticado ingenuidad. El remedio que propuso era peregrinar hacia lo que filológicamente llamó un encueradero, lo que a su juicio bastaría para craquelar mi moral provinciana y me haría comprender mejor la poesía de Baudelaire.
Hicimos fila mientras la chicharra del gas neón tomaba fotos verdes y rojas. Pasada la taquilla, salvamos la adversidad de mi edad inadecuada con un par de billetes que me envejecieron un par de años e ingresamos por fin al más allá. Con algo de bodega y gallinero, atisbé entre la humareda a un centenar de caballeros ávidos de iniciación espiritual. Silenciosos en los precarios tablones, en una atmósfera reverencial casi religiosa, aguardamos a que el velo se levantara para atestiguar el desfile de diosas accesibles.
Un ensamble de dos virtuosos, Bismuto en los tambores y Antimonio en la trompeta, atacaron una fanfarria de latón asmático. Se corrió el telón y reveló un más o menos Olimpo de cartulina. El maestro de ceremonias, metido en un frac con demasiada experiencia, ofreció la bienvenida a ese que llamó “el templo de Venus”. Luego de advertir que la noche sería inolvidable, dio por iniciado el espectáculo y ordenó al reflector evidenciar a la primera artista de la noche: una simbiosis de volován y duquesa que arremetió un trepidante chachachá. (Pero tampoco voy a molestar describiendo los vestuarios, ni las nalgas jamonas, ni los muslos de galantina entre las prótesis de los ligueros).
El espectáculo consistía en un desfile de señoras que se iban alternando el escenario y se zangoloteaban con variable entusiasmo, despojándose de sus ropajes hasta quedar en las tres prendas que, en aquel tiempo, autorizaba el largo brazo de la ley: la braguita rutilante y en la punta de cada teta la llamada “pezonera”: un gorrito de diamantina con tiritas que, si se lograba hacer girar en sentidos opuestos, como unos molinos antagonistas, ameritaban posgrado en burlesque y ovación summa cum laude.
Sucedió entonces que entre los vitoreados estriptís frescamente entró a escena un atildado cuyo género masculino bastó para suscitar el rechazo del respetable. Traía una maleta de la que procedió a extraer a una exótica de un metro de altura y curvilínea como un diábolo. Bismuto y Antimonio entonaron un jazz más maullado que melifluo, el titiritero levantó sus crucetas y la muñeca se irguió airosamente, como se habrá erguido Eva al escapar de la cárcel de huesos de Adán.
Vestida de largo en rojo elegante, la marioneta comenzó unos contoneos algo neoyorquinos y se despojó ella solita de la primera prenda, con una pericia que nada le envidiaba a las humanas precedentes. La maestría del señor humano que movía los hilos era tan encomiable como la de la pequeña mujer hechiza.
El público, estupefacto al principio, comenzó a enojarse. Y mucho. ¿Por qué? Una ira tajante contra el titiritero tirano: cada vez que la muñeca se quitaba una prenda la platea enfurecía más y más, hasta que su vapor tronó en voces unánimes: “¡perverso!”, gritaban estos; “¡degenerado!”, aullaban aquellos, “¡puto!” gritaban al unísono. El artista de los hilos los ignoraba, concentrado en su coreografía suspensoria, y la pequeña Eva con su sonrisa congelada meneaba sus curvas de esponja indiferente.
No tardó en volar el naranjazo. Pero cuando cruzó el aire un zapato fiscal, finalmente titubeó el titiritero. El pueblo había hablado: quien movía los hilos abusaba de la muñeca, propietaria de un particular pudor, el mismo que el público, súbitamente moralista, le regateaba a las auténticas vedettes de carne y carne. Era obvio que el catrín había cruzado una frontera inexplicable, un muro misterioso de esos que solo aprecian los psicosociólogos audaces.
No sé qué ocurrió, pero no voy a convocar a Pirandello ni masticaré teorías sobre el fetiche o los sospechosos aunque atávicos contratos entre la imaginación y la realidad, ni denunciaré sexismo (palabra que, por otro lado, aún no existía) ni tampoco habré de referirme a cómo aquel facsimilar de eterno femenino, pequeña golem curvácea, merecía más deferencia que sus carnalas carnales.
Entre los gritos y los proyectiles, el maestro de ceremonias entró por fin al quite y le forzó el mutis al titiritero. Llevaba en el rostro una pena de apóstol maltrecho y un gesto altivo de ironía mefistofélica. Recogió el tiradero de prenditas, las echó a la maleta y caminó hacia las bambalinas arrastrando a su desguangada marioneta. Y con su sonrisa petrificada y sus intimidades al desgaire, la pequeña diosa se dejaba arrastrar, más que por sus hilos enredados, por las miradas inclementes de los hombres.
La mota que no era para mí
No sé qué ocurrió: algún conflicto en la supercarretera neurológica, o un bloqueo de células descontentas en la retorta sináptica, o un temperamental triquitraque en la psique nebulosa; en fin, no lo sé, pero algo hubo que me impidió fumar mota como la gente decente.
Por destino generacional, estaba predestinado a ser un eficiente consumidor de cuanto estímulo natural o artificial se hubiere puesto en mi camino, oriundo como soy de 1950, año cintura del siglo pasado, principal vertedero de la legendaria “generación de los sesentas”, que hoy en día practica el deporte extremo de ir lentamente caducando, sin milagros mas con melancolías. En la década de los años sesenta, quienes éramos jóvenes deveras llegamos a calcular que por alguna razón inescrutable —una alineación inusitada de planetas propicios, o una hendedura en el continuum— se nos había otorgado dispensa especial y flotaríamos, forever young, en un perpetuo nirvana.
En todo eso —y las modas, y el rock, y el culto de la rebelión y las estentóreas hablas urbanas y todo lo demás de que ya dio cuenta una inabarcable literatura y una sociología fatigosa— estaba esta idea de que la mota era una suerte de ultrachamana sabelotodo a la que era menester venerar si realmente uno quería constancia de membresía en “los tiempos que están cambiando”, como berreaba Bob Dylan con su voz de espantasuegra.
Yo vivía en Monterrey, que era a todas luces un callejoncito lamentable en la urbe de la contracultura mundial. Una pequeña pantomima de la copia chilanga que, a su vez, era un conmovedor meme de la onda que exaltaba a San Francisco o a Londres. Los afanes por hacerse de un papelito aunque fuera de extra en ese escenario peace and love no pasaron en Monterrey de una discoteca psicodélica que duró dos meses, unos pocos flecos beatles, los pantalones de campana y una trepidante lectura colectiva del Howl de Allen Ginsberg a la que asistimos cuatro aullantes.
Y fue entonces cuando un compañero apodado el Cartujo nos anunció, no sin un previo y solemne juramento de silencio, que se hallaba en posesión de una importante mariguana.
La tarde en que nos íbamos a tronar esa tal mariguana, trepamos el cerro circunvecino en el carro de un amigo ricachón que se apellidaba Cueva. Cuando llegamos hasta donde lo permitió la brecha, revisamos cuidadosamente que no hubiese nadie ni en la cercanía ni en la lejanía. Luego, el Cartujo extrajo ceremonialmente el paquetito. Extendió en el cofre del carro un pañuelo sobre el que acomodó la yerba que procedimos a mirar con respeto numinoso. Con una torpeza total —que advertí luego, cuando tuve amigos capaces de forjar un impecable churro en segundos con dos dedos— el Cartujo confeccionó dos tubitos contrahechos. Luego explicó cómo succionar muy a fondo, guardar el humo hasta que chillaran los pulmones y luego dejarlo salir haciendo ¡uuuuf!
Yo estaba nervioso, pero emocionado. Pensé que la ancestral hierba sagrada me iba a tomar de la mano y me iba a llevar a conocer la otra cara del ser, que me metería a un espectáculo sensorial opulento, que vería al lobo estepario, que iba a ver fulgurar cada hoja de cada árbol y, al mismo tiempo, el bosque (aunque no hubiera bosque) y que, en suma, las puertas de la percepción se me abrirían de una vez y para siempre.
Y fumé y aguanté la respiración como un buen buzo.
Allá abajo estaba Monterrey, abajo de su colcha de aire anaranjado. De la bocina del carro salía una canción babosa que se llamaba “In-AGadda-Da-Vida”.
Y entonces hice uffff y no pasó nada.
Lo único que pasó fue que ingresé a un asombroso proceso psíquico-fisiológico que en la terminología científica especializada se conoce como “la voladora”. Como su nombre lo indica, la voladora consiste en la erradicación total del concepto burgués de lo que es arriba y lo que es abajo, fenómeno que acarrea como consecuencia la sensación de maromear hacia atrás y hacia adelante al mismo tiempo. No es agradable. Una sincera regurgitación, bastante psicodélica, rubricó mi llegada a la era de Acuario que, sin la menor conmiseración, me puso en la frente un letrero de rechazado.
Mala onda.
Una novelita policiaca
México, a 17 de septiembre de 1984
Lic. Juan Otranto y Machuca
Abogado de la Universidad
Presente
Estimado Lic. Otranto y Machuca:
Agradezco que la Universidad me haya permitido una vez más retribuir, con la profesión que ejercí en mi patria, el cobijo de este país generoso cuando hube de exiliarme de la represión pinochetista.
Procedo a comunicar a usted el resultado de la pesquisa sobre el asesinato de la Lic. Carmiña Verdejo Gómez, técnico-académico del Instituto de Humanidades, cuyo cadáver fue encontrado en terrenos de la Universidad el 28 de julio del corriente y debidamente reportado a la policía de la ciudad.
Llevé a cabo la investigación con la ayuda de mis estudiantes, lo que nos permitió reconstruir los hechos que condujeron a este asesinato, y que describo brevemente. Los detalles, como siempre, están en los anexos.
En 1982, cuando el Instituto se mudó a su nuevo edificio, apareció en una bodega un armario de metal que llevaba lustros olvidado. Carmiña encontró ahí parte del archivo del llamado “Bachiller” Pedro de Goicoechea. Ese mueble contenía algunos expedientes, un par de libros raros y algunos dibujos originales de Diego Rivera, el Dr. Atl y Roberto Montenegro que la señorita Carmiña procedió a vender, en agravio al Patrimonio Universitario, por la suma de 20 000 dólares.
Con ese dinero, la víctima se financió dos cirugías plásticas, un automóvil Tsuru y un viaje a Europa.
Encontró ahí también un expediente que narraba la batalla legal sostenida en 1974 por la señora Conchita Pichardo, viuda de Goicochea (que era también la principal ayudante de su esposo), contra el investigador Samuel Sacristán. Este Sr. Sacristán tiene fama de haber saqueado los archivos de varios escritores cuya confianza se ganaba para luego robarles papeles y objetos, sumarlos a su colección o ponerlos en venta. De los papeles de Xavier Villaurrutia o José Gorostiza a los anillos y chalecos de Salvador Novo, la cercanía del Sr. Sacristán era un hoyo negro de la memoria literaria mexicana.
Como se desprende del expediente, el Sr. Sacristán había procurado la amistad del Bachiller durante su último año de vida. Lo recibió, le abrió las puertas de su estudio y sucedió el despojo.
Ya muerto el Bachiller, en 1974, requerida por una editorial de renombre, la viuda de Goicoechea buscó en el archivo lo que su difunto esposo solía llamar su “opus magna”, una investigación sobre el emperador Moctezuma a la que dedicó buena parte de su vida y que no tuvo tiempo de terminar. La viuda de Goicochea buscó en el archivo en balde: la “opus magna” había desaparecido.
Como sabía que la única persona a la que su difunto esposo recibía en su estudio era el Sr. Sacristán, la viuda decidió acusarlo y publicó una carta abierta en el diario Excélsior (anexa) en la que narraba lo ocurrido y exigía a Sacristán que regresase lo robado.
Cuando no hubo respuesta, basada en sus propias notas de trabajo, la viuda de Goicochea realizó una lista detallada de los documentos faltantes, incluyendo una descripción minuciosa del mecanuscrito Moctezuma, y acudió al Ministerio Público a presentar una denuncia penal por robo y abuso de confianza en contra del Sr. Sacristán.
El Sr. Sacristán buscó de inmediato al Lic. Juan Pedro Abúndiz, importante escritor mexicano que era diputado deferal, para pedirle socorro. El Lic. Abúndiz, conocedor de su mala fama, no le prestó atención. Cuando las autoridades ya procedían a detener al Sr. Sacristán para llevarlo al juzgado, el Sr. Sacristán se apersonó ante el Lic. Abúndiz y le mostró el mecanuscrito Moctezuma. Esta vez, el diputado Abúndiz sí mostró interés.
La orden de detención contra el Sr. Sacristán se suspendió el mismo día y fue sustituida por una junta de aveniencia entre la querellante y el demandado.
Dos semanas más tarde, el diputado Abúndiz acudió a esa junta en calidad de testigo de honor. Se llevó a cabo en el despacho privado del procurador del Distrito Federal, Lic. Obdulio Vera Sangüeza, y el Sr. Sacristán regresó una caja llena con el material robado, pidió perdón a la viuda de Goicoechea, fue reprendido por el procurador y por el diputado Abúndiz y, finalmente, se levantó un acta de desistimiento que procedieron a firmar todos los presentes.
Dos días más tarde, la viuda de Goicochea regresó a la procuraduría para denunciar que el manuscrito Moctezuma no estaba entre lo que había regresado Sacristán. Esta vez, el procurador Vera Sangüeza se negó a recibirla y la procuraduría se negó a reabrir el caso. La viuda buscó entonces al diputado Abúndiz, quien alegó estar de viaje. El periódico se negó a publicarle a la viuda otra carta en la que narraba el seguimiento del asunto.
La viuda murió a los pocos meses, a finales de 1974. Como no había herederos (“mis libros son mis hijos”, solía decir el Bachiller), la Universidad intervino para que se le entregaran en custodia el archivo y la biblioteca del difunto erudito. La Universidad montó muy bien la biblioteca y abrió su archivo a la investigación.
Entre los bienes del Bachiller estaba el armario de metal que, al parecer, nadie había abierto nunca, hasta que doce años después lo encontró, para su desdicha, la hoy occisa Lic. Carmiña Verdejo.
El libro Moctezuma, el último emperador apareció en 1980, firmado por Juan Pedro Abúndiz. Considerada la investigación más acuciosa y completa sobre esa figura histórica, el libro le mereció el Premio Nacional de las Artes y las Letras, el doctorado honoris causa de la Universidad de Salamanca y la Medalla del Congreso “Narciso Guardado”, entre otros reconocimientos y laureles.
La Lic. Carmiña recordó los documentos del armario. En uno de los expedientes, vecino al que contenía las denuncias de la viuda, había un borrador mecanuscrito del libro del Bachiller sobre Moctezuma, el que narraba su infancia. Procedió a cotejarlo con capítulo correspondiente en el libro del Dr. Abúndiz y cuando comprobó que eran casi idénticos decidió chantajearlo. Hizo el asedio por correo y le envió copias de la denuncia de la viuda, del desistimiento y, desde luego, del material plagiado, y amenazó con hacer llegar copias de todo ello a los diarios, academias y universidades del mundo.
De acuerdo a los estados de cuenta de su banco, la Lic. Carmiña Verdejo depositó medio millón de pesos en efectivo entre el primero y el 30 de diciembre de 1982.
Pero como suele ocurrir, la Lic. Carmiña quiso más. Un año más tarde, en 1983, al recibir la segunda exigencia de pago para continuar en silencio, el Dr. Abúndiz acudió a sus amigos (el procurador de la ciudad que había atestiguado la entrega de los papeles años antes, Lic. Obdulio Vera Sigüenza, era ahora el Procurador General de la República). La policía de élite no tardó mucho en descubrir quién era la chantajista. Y no tardaron en vaciar su departamento, privarla de la vida y abandonar su cuerpo en los terrenos de nuestra Universidad.
Ahí tiene usted la historia. Nada se puede hacer ni se hará, y lo lamento. El Sr. Sacristán seguirá saqueando los archivos de viejos intelectuales solitarios y haciéndose fama de investigador. El Dr. Abúndiz seguirá cosechando laureles y la policía sumará otro asesinato a su larga lista de crímenes que no se resolvieron.
Por lo que a mí toca, estimado Lic. Otranto, le solicito respetuosamente que considere saldada mi deuda con su país. Cuando reciba usted esta carta ya habré regresado a Chile, donde espero vivir mis últimos unos. Lamentablemente, como usted bien sabe, no es mucho lo que se gana en la vida académica. Los muchos años de enseñar ciencias penales en Chile y después, exiliado, en México, no me permitieron ahorro alguno.
Así las cosas, he decidido hacerle un chantaje al Lic. Abúndiz. Huelga decir que esta vez el chantaje ha sido perfectamente diseñado y, desde luego, va a costarle mucho dinero. Un chantaje, sobra decirlo, del que usted será cómplice, no solo por recibir esta carta, sino porque sé bien que no denunciará usted estos hechos y preferirá guardar prudente silencio, dado que tiene usted una larga carrera por delante.
Soy su servidor,
[rúbrica]
Dr. Héctor Bonsignore
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