Notas al pie de un cineasta interminable: Jean-Luc Godard

Sep 17 • destacamos, principales, Reflexiones • 2378 Views • No hay comentarios en Notas al pie de un cineasta interminable: Jean-Luc Godard

 

Esta anécdota recuerda la ocasión en que el director francés, fallecido el 13 de septiembre, fue invitado a México para crear un filme producido por el echeverrismo, que no realizó

 

POR PRAXEDIS RAZO

Martes 13

 

Al azar, casi, para calarlo, una áspera luz de voz le pregunta en lo oscuro al rostro gélido del agente secreto Lemmy Caution:

 

–¿Cuál es el privilegio de los muertos?

 

E, iluminado desde el gesto con una negativa, el que intenta no ser medido en sus soterrados propósitos responde:

 

–No morir más.

 

La mínima cita proviene de los minutos álgidos del filme Alphaville, una extraña aventura de Lemmy Caution, distopía noir en clave borgiana, eluardiana, donde el día se hace de luces oficinescas y la noche todo lo abarca con su humedad. La película, de 1965, reveló la clave para distinguir una actitud hecha cineasta que en menos de una década de empeño ya tenía 20 películas rodando por el mundo, entre cortometrajes, episodios, segmentos colaborativos y largometrajes anonadantes, y más del doble de textos breves dedicados al pensamiento cinéfilo más descarnado.

 

Quizá más de la mitad de esas 20 películas –y tómelas el lector casi a la suerte, si gusta–, que ya en sí mismas formaban varias cinematografías sólidas, habían cambiado varias veces el rumbo del cine para siempre. Y aun así Alphaville resultaba un esfuerzo mayor en esa demoledora carrera porque era la suma poética de todos los trabajos concebidos hasta entonces que se despoja de una constante que perseguía a la obra: la reflexión sobre el quehacer del cineasta Jean-Luc Godard.

 

 

Finalmente, en la fusión salvaje de la cultura popular que lo caracterizó, Godard hacía un largometraje que detrás del tono policíaco disecado y de las formas del discurso totalitario, revelaba que era capaz de inventar una mitología en su descreimiento del proceso cinematográfico, que era capaz de conducir a su fotógrafo de cabecera, Raoul Coutard por su nuevo y gris y devastado mundo interior. Alphaville sería lo que para Daniel González Dueñas, en su Mirador en una cuerda floja (2012) entiende como “filme despierto” que al mismo tiempo conjura la vida y la muerte au travail. Ya no necesitó morir más en cada película. Su destrucción se había consumado. Podía inventarlo todo.

 

Por ende, este muy bien elegido y primero de dos únicos martes 13 de 2022, a sus noventa y un cansinos años, Godard no murió, no se suicidó. Nos permitió ser espectadores de otro de sus saltos mortales, transformaciones creativas, probablemente la última, a las que nos tuvo malacostumbrados las últimas casi seis décadas al frente y detrás de las cámaras.

 

El día que un cineasta burló a un presidente

 

El año 1975 fue crucial para el cine mexicano. Meses antes se acababa de inaugurar la Cineteca Nacional, la entrega del Ariel se consolidaba, se vislumbraba el nacimiento del Centro de Capacitación Cinematográfica y Josefina Vicens, como presidenta de la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas arengó en el quinto informe de actividades cinematográficas a los Echeverría, Rodolfo y Luis, y la carambola acabó “nacionalizando” la producción del cine en nuestro país.

 

Recuerda Israel Rodríguez en su tesis doctoral El nuevo cine y la revolución congelada (2020), del Centro de Estudios Históricos del Colegio de México:

 

Las declaraciones de Vicens, que afirmó no hablar a título personal sino a nombre de todos los trabajadores, mantuvieron el tono de enfrentamiento de principio a fin: […]. Finalmente, Vicens llegó a un punto neurálgico, un tema por demás sensible en el último tramo del sexenio: “la iniciativa privada —dijo— espera ya lo que sin duda denomina ‘tiempos mejores’ […]. Nadie se entera de lo que proyecta, lo que espera, de a qué o a quién le teme, o en cuáles intereses futuros está pensando”. Antes de concluir, la representante de los trabajadores hizo la tan esperada solicitud: “para no fallarle, señor presidente, le pedimos que actúe enérgicamente, que transforme de manera tajante el sistema para que la industria cinematográfica quede en manos de sus dueños naturales: nosotros, los trabajadores”.

 

 

La respuesta del presidente del país fue una oportunidad que se dio para imponerse en otro rincón de sus planes totalizantes, el gobierno apadrinaría al cine: despachó a la iniciativa privada casi tronándole los dedos. Invitó a los productores, varios presentes, por cierto, “sin ambigüedades ni matices, ‘a que se vayan a administrar sus bienes raíces o a contar cupones de certificados financieros de producción fija, a inversiones de viuda, o a descansar definitivamente al extranjero, satisfechos de sus negocios’”, anota Rodríguez más adelante en la misma tesis. Así de fácil creyó que su sueño de ver películas sobre los héroes que nos dieron patria, se hacía realidad.

 

El plan financiero de la producción estatal de cine incluía la apertura de dos nuevas ventanillas del Banco Nacional Cinematográfico: la Corporación Nacional Cinematográfica de Trabajadores y Estado 1 (Conacite 1), nuevo gas para los Estudios Churubusco, y la Corporación Nacional Cinematográfica de Trabajadores y Estado 2 (Conacite 2), que “expropiaba” los Estudios América. La mesa estaba puesta para nuestra trama.

 

Ese año Luis Echeverría se dedicó a invitar a cineastas de renombre a que vinieran a hacerle eco, buscaba un nuevo proyecto marca ¡Qué viva México! (1979) de Eisenstein, que también por esos días se concluiría luego de casi cuarenta años de “congelamiento”. Federico Fellini, John Huston, Ingmar Bergman fueron convocados sin ninguna respuesta. Godard, parece, fue traído a rastras, podemos pensar convencido quizá por Carlos Fuentes, hecho embajador en Francia, quizá bajo los influjos de su hermana Veronique que vivía y trabajaba alrededor de la cinefilia en México desde 1968.

 

Recientemente el canal n.mas ha divulgado fragmentos de lo que quiso ser una entrevista apresurada con el cineasta franco suizo a su aterrizaje en el aeropuerto Benito Juárez. Se le nota nervioso, desconfiado, en todo caso apabullado, de nuevo Lemy Caution en misión secreta respondiendo otra cosa a la luz. No obstante, es muy claro cuando dice que no puede decir de qué trata la película que el echeverrismo le va a producir:

 

–Uno no puede contestar cosas así superficialmente… No se puede tratar a la gente como si fuera una vedette–, agregando, orgulloso de que no fuera así, que le gustaría ser menos conocido y hacer películas más pequeñas. Los periodistas lo persiguen, buscan la gran declaración, la exclusiva que en él solamente podía ser elusión.

 

Una corriendo lo alcanza y en la puerta del auto con el motor encendido consigue preguntarle si sabe cuándo comienza el rodaje de su película mexicana:

 

–No, para nada. En dos, tres, cuatro meses, no sé–, y da pie a que, escabulléndose, la misma entrevistadora le cuele otra pregunta:

 

–¿Usted conoce el cine mexicano?

 

–No. Muy mal–, parece disculparse con su propia cinefilia.

 

El cineasta Javier Téllez, entonces estudiante del CUEC, miembro del Taller de Cine Octubre, recuerda que siguió la huella de la presencia de Jean-Luc con puntualidad. Recuerda en entrevista:

 

Me parece que en otra declaración dijo que la película sería de unos turistas franceses que visitaban México y de otros mexicanos que visitaban Francia y que iba, como tantas obras suyas, sin un guion específico, muy espontánea. El caso es que vino a cobrar lo que le ofrecían en uno de los dos Conacite para acabar de producir algo personal sin interesarse por los grandilocuentes proyectos presidenciales”. Incluso, cree y al cierre de esta edición no he podido comprobarlo, que en alguna de sus películas de esos años acredita por pura lástima y para que no se dijera que robó a un pueblo que creyó en él a uno de esos Conacite como coproductor.

 

Quién sabe qué hubiera sido de una película godardiana de esos años marxistoides y videoastas sobre México. Nunca sabremos qué hubiera dicho de una película como La fórmula secreta (1965), que, de no venir por el dinero y escapar, seguro habría visto, pues su autor, Rubén Gámez era el retratista oficial del presidente y, de muchas formas, un profundo conocedor de los ánimos nuevaolistas en nuestra cinematografía.

 

 

El libertario de las imágenes

 

Ya Sontag también lo dijo. Godard premeditadamente fue una figura destructora dentro del cine. Desde sus primeras meditaciones en Cahiers du Cinéma se alcanzaba a ver el incendio. Cómo olvidar el intertítulo, ¿la imagen?, “Homenaje a Cataluña” de El libro de imágenes (2018), ese último gran filme que levantó como una gran y última feria multialusiones en su obra.

 

Godard, desde su Facetime, hecho un puro parlante, transmitido a una audiencia de cientos de periodistas por un teléfono pequeñito respondió a Pepa Blanes, en la conferencia de prensa en Cannes, a pregunta expresa sobre el reconocimiento a la nación catalana:

 

–Quería referirme al libro Homenaje a Cataluña, que George Orwell escribió en 1938. El cine clásico que me interesa, el de Eisenstein, por ejemplo, es anarquista, como lo era Orwell. Pero, además, mientras creaba mi filme, ocurrieron los hechos de Cataluña… El cine, como yo lo concibo, y la pequeña Cataluña tienen dificultades para existir hoy.

 

Irreductible hasta en su última película, la más audaz, el autor de Pierrot, el loco (1965) jugaba con su discurso transmediáticamente. No es una película “pequeña”, y el aviso de Orwell es también un recordatorio de lo que logró hacer en Alphaville, ese momento en que murió y renació, como ya habíamos quedado. También cerraba ese ciclo luminoso con El Gran Hermano.

 

Y además, hay que recordar que la película de 2018 es una suerte de masa informe, mapa invisible de la mente de un cineasta que se reservó el derecho de liberar a las referencias de sus autorías, de no llamar a las cosas por su nombre. Era su despedida y nos invitó a una revolución íntima, la libertad absoluta se asomaba en cada viñeta, en cada carga de luz; ya también en cada pixel se escondía una crónica de sus pensamientos a través de los otros, del otro. En 2020, la ensayista Adriana Bellamy atinó en Correspondencias una, otra, manera de revelar esta obra:

 

Entre los mecanismos reflexivos de la cinematografía godardiana […] más evidentes en esta película está la cita. En varios textos siempre se señala que Godard cita compulsivamente de múltiples fuentes […]. No obstante, pocos son los que se adentran a seleccionar alguna o algunas referencias que puedan iluminar en cierta forma de qué manera emplea Godard la cita y por qué. Pues, a mi parecer, Godard aprovecha la cita […] en su sentido etimológico primero, de citare: poner en movimiento. La cita es un camino para convocar otras voces, dialogar con ellas en ese tránsito del sí mismo y del sí mismo con otros.

 

El cineasta que en El desprecio (1963) construía un laberinto homérico sobre las voces autorales del cine, elige dar la palabra, dar el valor a liberarla en imágenes para despedirse de las pantallas. “Espero el fin del cine con optimismo”, escribió en 1966 porque, ahora nos ponemos a entender, lo había divisado ya en la sala oscura.

 

FOTO: El libro de las imágenes, uno de los últimos experimentos cinematográficos de Godard/ Especial

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