Colette, una escritora libertina: a 150 años de su nacimiento

Feb 4 • Reflexiones • 678 Views • No hay comentarios en Colette, una escritora libertina: a 150 años de su nacimiento

 

A 150 años de su nacimiento, esta radiografía permite ver la complejidad de la autora francesa, pionera en explorar las contradicciones de la sexualidad femenina

 

POR DANIEL GIGENA
LA NACIÓN/GDA

Fervorosa lectora de Balzac, Dumas, Daudet y Zola, periodista, vedette de music-hall, actriz (hizo de gitana, gigoló y gato), conferencista, guionista, crítica teatral, novelista consagrada, bisexual, afecta al matrimonio (se casó tres veces), amante de la naturaleza y los animales (en especial, los gatos), madre de una hija, integrante de la Real Academia de la Lengua y Literatura Francesa de Bélgica y presidenta de la Academia Goncourt de 1949 al año de su muerte, en 1954, Sidonie-Gabrielle Colette —Colette para todo el mundo y la eternidad— nació en Saint-Sauveur-en-Puisaye, el 28 de enero de 1873, 150 años atrás. Fue la hija menor del matrimonio de Sidonie Landoy y Jules-Joseph Colette, retratados en la hermosa novela Sido. Colette no tuvo pruritos a la hora de transformar su vida y las de sus allegados en material literario.

 

Comenzó a escribir a los 20 años y jamás se detuvo. En un resonante caso de travestismo de autor, su primer marido, el falso escritor Henry Gauthier-Villars (Willy), se apropió de las primeras obras de Colette. “La vida tuvo la costumbre de maltratarme con bastante brusquedad desde muy pronto y, aun a riesgo de que me considerasen un animal pasivo, no pude hacer otra cosa que no oponer resistencia”, declaró la escritora en su madurez.

 

Autora de una vasta biblioteca de novelas cortas, que en muchos casos formaron series (como con la rebelde y seductora Claudine, que impuso una moda en Francia) o dípticos (como pasa con las recomendables La vagabunda y El obstáculo), también colaboró con artistas tan grandes como ella. Con Maurice Ravel, en la fantasía lírica El niño y los sortilegios, donde un chico aburrido de una vida feliz y demasiado tranquila es presa de un frenesí destructivo que le dejará algunas enseñanzas; con Max Ophüls, en el guion de la película Divine (Traficantes de opio).

 

 

Las historias de Colette saltaron del papel al cine en varias ocasiones. En 1918, la actriz y directora francesa Musidora adaptó La vagabunda al cine; en 1937, el realizador francés Serge de Poligny filmó Claudine en la escuela; en 1949, su compatriota Jacqueline Audry entregó la primera versión de Gigi (en 1950 dio a conocer Minne, la ingenua libertina); en 1954, el director francés Claude Autant-Lara filmó El trigo joven. Ese mismo año, nada menos que el italiano Roberto Rossellini estrenó Te querré siempre, basada en la novela Dúo (que en la versión de Anagrama tiene un prólogo de Milena Busquets), y en 1958, el estadounidense Vincente Minnelli transformó a Gigi (protagonista de la novela homónima) en un ícono mundial, con Leslie Caron y Maurice Chevalier. En 2009, el británico Stephen Frears ofreció una versión de Chéri, con Michelle Pfeiffer y Rupert Friend como héroes sensuales y decadentes —hasta un ballet se hizo con ese título, que en la Argentina interpretaron la italiana Alessandra Ferri y el argentino Herman Cornejo—. En 2018, el británico Wash Westmoreland presentó Colette, liberación y deseo, biopic con Keira Knightley como la audaz escritora francesa.

 

Si bien es considerada una de las pioneras literarias del siglo XX, su obra es difícil de asir para el feminismo. Como indicó la escritora española Laura Freixas en una conferencia, Colette “no tuvo interés en la igualdad o en asuntos públicos, estaba obsesionada con la dependencia amorosa del hombre y era antiintelectual; reafirmaba clichés patriarcales y no soportaba a las sufragistas”. En el apasionante Secretos de la carne. Vida de Colette, la biógrafa estadounidense Judith Thurman sostuvo que la autora “escenificó” su rebelión en público. “En realidad, gracias a Dios, tal vez lo más meritorio que tengo es que he sabido escribir como una mujer, sin moralizar ni teorizar, sin sermonear”, dijo Colette.

 

El legado de Colette en la Argentina se mantiene vigente. “A dos cuadras de mi primera casa en París, está el Palais Royale —cuenta la escritora y traductora Vivian Lofiego a LA NACIÓN—. Lo adopté como mi jardín. No sólo por sus árboles y fuentes, sus sillas verdes instaladas en círculos para leer confortablemente, o para deleitarme con las columnas de Buren. Iba allí a ‘dialogar’ con Colette. La ventana de Colette siempre estaba entreabierta. Ella, que no se consideraba escritora, fue para mí, en mi adolescencia, el mundo de Claudine y el de Gigi; a través de esta saga, volaba mi imaginación de chica educada en escuela de monjas. Con su vida y su defensa de la libertad no sólo en la escritura, al liberarse del marido explotador y del yugo de ser escritora fantasma, reafirmó el lugar de la mujer, la igualdad entre sus pares, su sexualidad libre. Su escritura es exquisita, simple, haber sido una chica educada en el campo, en Borgoña, la conectó profundamente a la naturaleza. Era una gran lectora de libros de ciencias naturales. Fue amiga de muchas celebridades, pero me detengo en una, Marcel Proust. Proust confiesa en una de sus cartas con la autora haber llorado después de mucho tiempo, al haber leído la última frase de Mitsou au comment l’esprit vient aux filles (Mitsou o la iniciación amorosa), publicado en 1919″”.

 

La profesora y traductora Florence Baranger-Bedel recuerda con claridad su primer encuentro con Colette. “Debía tener diez años cuando mi abuelo, que también se llamaba Willy, me regaló Claudine à l’école —dice—. Enseguida me llamó la atención que estuviera firmado Willy et Colette. Es el primero de la saga de las Claudine que vendrían a sumarse a continuación: Claudine à Paris, Claudine s’en va, La maison de Claudine, siempre firmados por la dupla. Y, aunque se sabe que Willy, su marido, no era el verdadero autor, Colette mantuvo durante mucho tiempo la promesa de no develar aquel secreto. Ella lo había escrito a pedido de Willy, pero en un primer momento estos escritos no parecieron entusiasmarlo, cosa que Colette aceptó, justificando para sí misma que sus memorias de escolar no debían presentar mayor interés. Cuenta Colette que tiempo después Willy estaba ordenando sus cajones y encontró por casualidad los cuadernos escolares en los que Colette había escrito Claudine… y al releerlos en esta segunda instancia les encontró un gran valor. Ella, por su parte, sostuvo que de no ser por ese hallazgo no hubiera devenido escritora. De modo que mucho le debemos a esta relación compleja en la cual muchas veces Colette ‘hizo de negro’ para Willy y que la llevó en un momento a perder los derechos de su obra por una maniobra de Willy y a luchar por recuperarlos”.

 

Para Baranger-Bedel, Colette representa un estilo de escritura y también un estilo de vida. “Encarna a la mujer libre —sostiene—. Sin ser feminista, introduce a través de sus libros temas tan sensibles como el aborto o el deseo femenino. Esto de alguna manera la erige en estandarte del feminismo, aun habiéndose mantenido al margen de la política, a la cual era bastante indiferente. A Colette le interesa mucho más el amor, la amistad, la naturaleza, los animales y los gatos, en particular. Mantiene con el mundo un contacto mucho más carnal, más cerca de los sentidos y que tan bien traduce en una escritura muy sensual. En su época se empleaba el término ‘cosmopolita’ para referirse a una mujer que tenía relaciones con otras mujeres; el término ‘lesbianismo’, aunque existía, no estaba tan difundido. Sea como fuere, Colette escapa a todas las etiquetas, no se la puede encasillar. Cuando pienso en ella, pienso en transgresión, pero me evoca también la tolerancia y la alegría de vivir. Una mujer que hizo un culto de la amistad, una escritora eminentemente feliz a pesar de los penares que haya podido tener a lo largo de su vida”.

 

 

Colette también escribió cuentos en los que (como en la novela La gata, que narra un ménage à trois interespecies) dio protagonismo a los animales. “En Los zarcillos de la vid logra crear su visión del mundo en la literatura: la vitalidad de la naturaleza y lo humano, que es lenguaje y, a su vez, parte de la animalidad —dice la licenciada en Letras Vivian Acuña—. Ni domesticación ni pulsión devastadora: cuando los animales hablan en sus diálogos surgen los sentimientos más intensos: ‘En el lugar sin color donde no he cesado de esperarte, para mí las lágrimas se acabaron, ¿sabes? Esas lágrimas idénticas a las lágrimas humanas, y que temblaban en mis ojos color de oro’, le hace decir a uno de ellos. Fue una conciencia despierta, y su propia voz persiste en el arte: la literatura se compromete con la vida y vence a la muerte, transgrede los límites de la naturaleza y el destino convencional de las mujeres, entrelaza la vida erótica y la creación poética hasta la ebriedad del cuerpo, animal humano de la libertad”.

 

FOTO: Colette tomó como eje de su producción literaria la reivindicación de los derechos de la carne por sobre los del espíritu/ ESPECIAL

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