30 años de “Espectros de Marx”

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Christopher Domínguez Michael recupera la importancia de la Deconstrucción que Jaques Derrida articula en torno al marxismo como corriente política, social y filosófica

 

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
“Un fantasma no muere jamás, siempre está por aparecer y por (re)aparecer”, escribió Jacques Derrida en Espectros de Marx (1993), donde, haciendo eco al célebre íncipit del Manifiesto del Partido Comunista, el filósofo francés espantaba a las hienas del pretendido cadáver de Karl Marx, una vez que la caída del muro de Berlín parecía condenar al marxismo entero a la descomposición orgánica y al olvido metafísico. Valiéndose de lo fantasmagórico, Derrida encontraba respuesta al fin de la Guerra Fría en la propia expectación espectral del autor de El Capital, invitándonos a “contar espectros” con “los dedos del propio Marx”.

 

Y si Espectros de Marx es, como lo creo, el mejor de los libros de Derrida (1930-2004), no lo digo porque me guste esa enésima rehabilitación de un Marx sin caducidad posible o tan siquiera imaginable, sino porque esa “dispersión” del gusto del gramatólogo, tan fastidiosa de leer, se esfuma ante el contra peso de una poderosa figura retórica que pone a la Deconstrucción contra las cuerdas y la obliga a sublimarse políticamente en el combate.

 

Espectros de Marx deja ver, en el largo subtítulo (“El Estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional”), sus orígenes periodísticos —periodismo del mejor, como el del propio Marx— al hacer un inventario veraz del estado del mundo tras el hundimiento de un comunismo al que no duda en llamar “monstruosidad totalitaria”, burlarse de la ingenuidad de Fukuyama al proclamar finalizada la Historia hegeliana con una victoria irremontable de la democracia liberal y disociar por completo (viejo truco) la obra teórica y política de Marx de los regímenes fundados en su nombre.

 

Derrida está convencido de que no hay ningún nexo entre Marx y el Gulag, extraña ligereza en quien se convirtió en un tardío hermeneuta político a la sombra de un filósofo de la responsabilidad ética como lo fue Lévinas, un justo. Ese platonismo exime por completo a los pensadores de las consecuencias prácticas de sus ideaciones y teorías en manos de la posteridad. La “mala interpretación” ni siquiera aparece en Derrida como excusa del genocidio ejecutado —de principio a fin— en nombre del economista renano, omitiendo la mala prensa que el camarada Marx tenía entre sus rivales anarquistas, quienes desde la primera hora alertaron sobre la autoritaria política marxiana y de sus consecuencias totalitarias de caer en manos de déspotas orientales. No se trata, desde luego, de afirmar que el Gulag haya sido el único —ni siquiera era el más probable— desenlace del pensamiento de Marx, ni la consecuencia de su militancia obrerista; pero era una posibilidad entre varias y la fatalmente llevada a cabo por el leninismo. Hubo —hay— un Marx socialdemócrata y hasta un Marx liberal, como de Nietzsche —más que de Marx, por cierto— viene lo que en nuestro siglo suele considerarse el “ser de izquierda” y no, por supuesto, de sus lecturas nacional socialistas. Pero esa tragedia —la de la responsabilidad intelectual, así sea póstuma— debatida sin cesar después de la Revolución rusa (o francesa, si al legado ilustrado nos remitimos), a Derrida, en Espectros de Marx, le tiene sin cuidado.

 

Sin el fardo de aquel eufemismo llamado “socialismo real”, tras 1989-1991, se creyó que el marxismo estaba en libertad, al fin, de realizar su obra de emancipación, y como parte de esa esperanza, Espectros de Marx fue una obra crucial. Sin los soviéticos y su espantoso universo expandido, el campo de batalla quedaba libre de humo para localizar al verdadero enemigo y artillarlo: la ilusoria “democracia liberal, parlamentaria y capitalista”, con todos sus pecados de inequidad y taras intelectuales enumerados puntualmente por Derrida. Con la Deconstrucción, radicalizada como superación, no sé si dialéctica, del marxismo, en Espectros de Marx, se nos anima a ir más lejos —mucho más— contra el esencialismo, el logofalocentrismo, el fonologismo o “la desedimentación de la hegemonía autonómica del lenguaje”, es decir, contra todo aquello que legitimó (para decirlo a la antigüita) al concepto burgués del hombre, proclamando una nueva Internacional “comunista” para los nuevos desposeídos y discriminados.

 

Envanecido de no haber sido marxista “aun cuando todo mundo lo era”, según leemos en el Derrida (2010), de Benoît Peeters, el autor de Espectros de Marx sí fue, durante el mayo de 1968, un silencioso y obsecuente compañero de viaje de Tel Quel del recientemente fallecido Philippe Sollers, revista que, pese a su fama vanguardista a la medida de todos los cortes epistemológicos al gusto del cliente, cerró filas con el Partido Comunista Francés. Más tarde, cuando los telquelianos se emborracharon con el maoísmo, Derrida no los siguió; su agenda antiliberal era más cuerda y más certera. El nuevo feminismo, la teoría del género y los estudios decoloniales, hoy en el corazón de la izquierda identitaria, tienen motivos para celebrar los treinta años de Espectros de Marx.

 

El duelo freudiano por la caída del comunismo —lo dice un Derrida quien fuera víctima ocasional de la policía secreta checoslovaca en 1981— se cura exaltando a Marx fuera de toda proporción. Sacadas de su contexto (pero no sé si Derrida merezca el beneficio de la duda) hay frases enteras de Espectros de Marx que remiten, en el mejor de los casos, al Sartre de 1960 diciendo que “el marxismo era la filosofía insuperable de nuestro tiempo”, y en el peor, a las manuales estalinistas. El marxismo, escribe Derrida, es un “acontecimiento singular, total e imborrable” y no “hay ningún precedente de semejante acontecimiento”. Flotando como un ángel entre “tierra y cielo”, libre de los pecados de sangre cometidos por quienes resultaron indignos de invocarlo, Marx sigue siendo “un inmigrado glorioso, sagrado, maldito pero aún clandestino”, dueño de “un nuevo pensamiento de las fronteras, una nueva experiencia de la casa, del hogar y de la economía”.

 

Sorprende, releyendo Espectros de Marx, la incapacidad —muy propia de un descreído de lo histórico en favor de lo fenoménico— de Derrida de situar a Marx en la historia, como lo están Aristóteles, Spinoza o Hegel, etc. Para deshistorizar a Marx (porque para Derrida opera el principio esperanza), el filósofo de origen argelino, como judío orgulloso de su ateísmo que siempre fue, recurre, empero, a un mesianismo cuya consistencia es “un vacío indeterminado y abstracto” que será llenado… por el propio “marxismo emancipador”. No ha ido, ya se ve, mucho más lejos Derrida que Walter Benjamin medio siglo atrás, salvando al marxismo de su complicidad con la Historia mediante el auxilio de los ángeles. No obstante, hay en Espectros de Marx, un verdadero fantasma, ese personaje secreto, shakesperiano, al cual podemos escuchar gracias a las mesas parlantes que hicieron las delicias del Victor Hugo espírita, a quien Derrida leyó bien. Espectros de Marx forma parte de la política contemporánea; pero si ha de escribirse una historia del marxismo como literatura esotérica habrá, también, un lugar para esta obra maestra de Jacques Derrida.

 

 

FOTO: Exposición de Arte totalitario en la Galería Nacional de Arte en la capital búlgara, Sofía. Crédito de imagen: AP

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