La novela, los diálogos, las cartas

Ago 19 • destacamos, principales, Reflexiones • 1771 Views • No hay comentarios en La novela, los diálogos, las cartas

 

Una obra escrita que nació como una necesidad, que durante 40 años la autora vio crecer y desmoronarse, pero que al fin publicó

 

POR ETHEL KRAUZE

Cosecha de mujeres

 

Primera parte

Las tres que nombran este título me retuvieron en una ausencia de seis meses en estas páginas, pero lejos de detener la cosecha de mujeres que me he propuesto como activismo literario de los tiempos presentes, me permitieron profundizarla, y recoger nuevos frutos. Acá la historia:

 

La novela se llama Samovar, publicada en Alfaguara en enero de este año. La perseguí, ¿o me persiguió? durante 40 años, justo desde octubre de 1980, cuando escribí la primera frase, hasta octubre de 2020, cuando puse el primer punto final. Después vino la consabida revisión, y la lectura acuciosa de la editorial con sus comentarios hasta la versión definitiva; finalmente la presentación en sociedad, que ha continuado a lo largo del año y tiene visos de seguir floreciendo en distintas ciudades, plataformas, ferias, círculos de libro con la maravillosa experiencia de enfrentarse con el público lector. ¿Por qué me detengo acá a hablar de una novela que escribí yo misma, si esta labor es territorio de los críticos? Lo he pensado detenidamente, opto por hablar de este proceso que inició en semilla y cuyo fruto creí no ver jamás, porque ahora entiendo que yo buscaba algo más que una novela, necesitaba entender quién, en realidad, era yo. Fui al pasado más remoto que me fue posible y desperté en la Rusia zarista de finales del siglo XIX donde nació mi abuela Anna, conversé obstinadamente con ella en su departamento de la colonia Condesa, en la Ciudad de México, durante los dos últimos años de su vida, siendo ya una anciana, todos los miércoles, acompañadas de su hermana mayor y de Modesta, la mujer náhuatl con la que convivió durante 40 años desde que ambas se encontraron perdidas, sin raíz y sin idioma en una ciudad desconocida.

 

Me descosí a fuerza de palabras, arrancándome máscaras y ropajes de escritora con nombre y trayectoria. Las tres mujeres me deslumbraron con sus historias extraordinarias de sobrevivencia y cotidianidad, yo las seguí con una humildad rampante, desoí todos los consejos y opiniones, muchas veces de buena fe, que me aconsejaban no seguir por ahí, a nadie le interesaría una obra de esa naturaleza, escrita en parte en un español mezclado de ruso y de idish, ¿idish? ¡qué es eso!, exclamaban, a lo que yo debía explicar que era el idioma de la diáspora ashkenazi de los judíos de Europa del Este que fueron expulsado de Alemania en el siglo XII, pero se llevaron dialectalizado el alemán y lo escribieron con el alfabeto hebreo… ante los ojos de pasmo, tuve que agregar que Bashevis Singer fue un escritor que ganó el Premio Nobel de Literatura y escribía en idish. La gente no lee esas cosas, nadie lo va a publicar, será un fracaso editorial. Mejor busca algo más atractivo para el mercado lector.

 

“No niego que vi negro, que una culebra se me metió desde el cerebro hasta el estómago. Tomé aire, muy profundo”

 

Llegué a envenenarme con el bombardeo en las redes sociales sobre lo que vende, lo que se premia y lo que tiene éxito. Yo veía una estrella entre las nebulosas, me llamaba con su tenue parpadeo, deshice muchas veces lo escrito y me rendí tantas otras, pausé, pero la estrella empezó a susurrarme, me hablaba en la oscuridad, me sacaba lágrimas, me arrinconaba en una zona desconocida de mí misma. Fui a tientas, a ciegas, hambrienta de su lumbre.

 

Un día, en el fragor más oscuro de la pandemia, con un manuscrito de más de 200 páginas ya redactado, a punto de mandarlo a dictamen en la editorial, me oí decir ¿o alguien lo dijo dentro de mí?: no, esto no sirve, no es auténtico, así no. No niego que vi negro, que una culebra se me metió desde el cerebro hasta el estómago. Tomé aire, muy profundo. Imprimí todo el documento. Lo ordené, lo metí en un fólder y lo puse a un lado. Basta. No fue un basta final. Fue un basta inicial.

 

Me habría gustado mirarme o que alguien me hubiera tomado una fotografía para ver qué cara tenía yo cuando, con una tranquilidad inusitada, abrí un nuevo archivo de Word, y me dispuse a empezar de cero absoluto. Algún dios o diosa, no me lo explico de otro modo, me dictó la primera frase y completó el párrafo. No tenía nada que ver con el inicio anterior que acaba de desechar. Para el segundo párrafo ya me había quebrado el enamoramiento por lo que estaba escribiendo, seguí sin parar, eran mis dedos solos los que se movían por el teclado como abejas tras su néctar. La estrella iluminó las páginas en la pantalla y me llevó al encuentro con mi historia. Mi abuela me enviaba el samovar que rescató de su naufragio durante la persecución nazi y yo lo honré titulando así la historia de cómo mi Samovar tendría que rescatarme de mi propio naufragio durante los venenos existenciales de la pandemia.

 

En tropel corrieron las páginas y en poco más de un año ya tenía la nueva versión de Samovar. Nadie en el mundo pudo hacer que yo cambiara ese título por otro más “comercial”, nadie sabe ni pronunciar esa palabra ni conocen el significado, pues no hay otro título, el samovar de mi abuela es el símbolo de la cosecha de mujeres que han recorrido más de un siglo, salvando al mundo de la necedad de los hombres que se empeñan en destruirlo. El samovar de mi abuela es el canto de amor por la vida en medio de la desolación y la injustica contra las mujeres. El samovar de mi abuela me ha guiado para reconocerme de cuerpo entero, sin tener la necesidad de sentirme fragmentada y ocultar pedazos de mí en el clóset o camuflar otros a fuerza de mover el abanico en la sociedad literaria. Mi abuela no era mi pasado, sino mi futuro: esa mujer que es todas las mujeres en todas las épocas de todas las cosechas.

 

En la próxima cosecha de mujeres, hablaremos de los diálogos y las cartas, dos antologías de autoras que ha inspirado la novela y que están por ser publicadas.

 

 

 

FOTO: Fruto de una indagación con su pasado, Ethel Krauze publicó este año Samovar, editada por Alfaguara. Crédito de imagen: Archivo El Universal

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