Los relatos fílmicos de Carlos Fuentes

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La incursión del autor de La región más transparente en la industria cinematográfica fue producto de la afición de su padre Rafael Fuentes; una exploración a los guiones y cinta en las que participó, en menor o mayor medida

 

POR AUGUSTO CRUZ

1. Los inicios: el nacimiento del (en el) cine de Carlos Fuentes

 

En Pantallas de plata, su libro póstumo, Carlos Fuentes relata como estuvo a punto de nacer en el cine Belisario J. Porras de Panamá, un 11 de noviembre de 1928, mientras sus padres disfrutaban de la representación fílmica de la ópera de Puccini La bohème. La partida presurosa rumbo al hospital, dejaría la película inconclusa para el pequeño espectador desde el vientre materno, y ese filmis interruptus, muy seguramente detonaría su avidez y amor por el cine. Su padre, el diplomático Rafael Fuentes Boettiger, (“no me quites mi apellido alemán, porque ahora soy el papá de Carlos Fuentes”, le diría a Elena Poniatowska), acostumbraba llenar decenas libros de la Standard Blank Book, no con información sobre la contabilidad de la familia, sino con comentarios de las películas vistas: actores, directores, su calificación, todo con un rigor enciclopédico. Más allá de sus condecoraciones y trabajo consular, destacan dos curiosidades en la vida del diplomático: una calle de Xalapa con su nombre, de la que ignoramos si alguna vez fue recorrida por Carlos Fuentes, y que sus libretas de cine se conservan en la biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton. Fuentes intentaría continuar con la tradición de las libretas de cine, pero el esfuerzo claudicó al año, no así su amor por el séptimo arte, ni las palabras de su padre: al cine se viene a soñar.

 

Por su niñez y juventud, además de buenos libros, pasaron lo mejor del cine y sus estrellas, a las que definió con su particular estilo: “la facilidad de Cary Grant para pasar de la comedia al drama, la naturalidad de James Stewart, el surrealismo de los Hermanos Marx y la anarquía de El Gordo y el Flaco”.  Del amor al cine, el salto lógico sería al amor a las estrellas, esas majestuosas divas que bajaban las escaleras sin mirar los peldaños: “la dorada inocencia/santidad de Lilian Gish, los ojos de orgasmo nómada de Greta Garbo, Mae Murray la chica de los labios picados por abeja, la palidez magiar de Vilma Banky o Clara Bow la It Girl”.  La literatura llevaría a Carlos Fuentes a convivir y amar a algunas de esas estrellas: visitar el departamento de Joan Crawford, quien entre mordida y mordida de sándwiches fríos le revelaría el rencor de toda diva: “las actrices de hoy se creen reinas de Hollywood. No saben de lo que hablan. Las reinas éramos nosotras”, y experimentar en la vida real crueles paradojas fílmicas: amar a dos actrices Rita Macedo (quien fuera su esposa) y Jean Seberg (Sin Aliento, Godard, 1960) quienes se suicidarían dentro de sus respectivos automóviles. Fuentes contagiaría a su literatura de divertimentos y juegos privados: en La cabeza de la hidra, utiliza comparaciones actorales para describir personajes o situaciones: “Sara tan enigmática como Louise Brooks en La caja de Pandora, Ruth le había implorado no vayas a esa fiesta como Mary Astor en la escena final del Halcón Maltés, Félix cinéfilo de la Calle 53 recordó a Raimu en La mujer del panadero.

 

2. El amor obsesivo/prohibido/incestuoso y el vacío existencial

 

Carlos Fuentes, además cinéfilo embrionario, accedería al cine como inspirador, adaptador y creador. A mediados de los años sesenta, adaptó dos de sus cuentos que Juan Ibáñez filmo como cortometrajes: Un alma pura (Ibáñez, 1965), y Las dos Elenas. (Ibáñez, 1965). Estas primeras incursiones al cine, abordarían uno de los tres temas que impregnarían sus obsesiones fílmicas: el amor obsesivo/prohibido/incestuoso y el vacío existencial. Sus personajes no tienen problemas económicos, pero sí vacíos que ni los cocteles, las fiestas de intelectuales, los viajes por el mundo o el trabajo en las Naciones Unidas, logran atenuar. Esta fijación obsesiva llegará a su mayor punto en Un alma pura, argumento de Carlos Fuentes y adaptado en conjunto con el director Juan Ibáñez, donde el personaje principal huye del país debido por ese vacío y sin que lo revele, por la peligrosa cercanía afectuosa que siente por su hermana. Al “Somos hermanos”, de Juan Luis, Claudia, su hermana, responderá con un devastador: “Sí, pero eso es un accidente”. Alejado de México, Juan Luis verá el rostro de su hermana, en Clara, su nueva relación amorosa. Este artificio metafórico, propio de la literatura, Ibáñez y Fuentes lo solucionan visualmente al otorgar —a petición de Fuentes—, y a la manera de un incestuoso/seductor doppelgänger, el papel de hermana y novia a la misma actriz: Arabella Árbenz. Dicen que quien ve a su propio doppelgänger muere. Años después, como lo hicieran Rita Macedo y Jean Seberg, Arabella Árbenz escaparía de ese vacío existencial por medio del suicidio. Se pegaría un balazo frente a su pareja, el torero Jaime Bravo Arciga, durante la cena en un lujoso restaurante. El tema del incesto, también será abordado en la adaptación de otros sus cuentos llevados al cine como mediometraje, La vieja moralidad (Merino, 1988), que cuenta la historia de un joven, al que sus tres tías de convicciones religiosas arrancan del cuidado de su anticlerical abuelo, sólo para que el joven sobrino terminé en una relación con su tía solterona. En Las dos Elenas, con argumento y adaptación de Carlos Fuentes, los personajes de los recién casados (Elena y Víctor), interpretados por Julissa y Enrique Álvarez Félix, funcionan como un antecedente de la pareja de novios de clase alta en Los caifanes. El liberalismo de Elena, inspirado por el Jules y Jim (Truffaut, 1962), moldea su pensamiento ante el rechazo de sus padres: “Si un ménage á trois nos da vida y nos hace mejores en nuestras relaciones personales entre tres de lo que éramos en la relación entre dos, ¿verdad que eso es moral?”, justifica Elena, frente al formalismo de Víctor —arquitecto—, el convencionalismo de su madre —la segunda Elena—. El concepto de: “una mujer puede vivir con dos hombres para complementarse”, tendrán un giro inesperado y revelador.

 

Los cambios en el país a nivel de concepciones artísticas no dejaban de ocurrir, la generación de la ruptura, el mural efímero de José Luis Cuevas concebido en 1967, el teatro pánico de Alejandro Jodorowsky, invitaban a ver el arte desde una nueva perspectiva, y dejaban atrás guías paternales: “no hay más ruta que la nuestra”. Ya no bastaba expresar ese vacío existencial, la confusión de una nueva generación con respecto a lo que la anterior esperaba de ella, era preciso escapar de alguna forma: “quieren deformarnos, hacernos como ellos”, acusará Juan Luis en Las dos elenas. El cine no escapó a esta corriente, y cintas como El graduado (Nichols, 1967), expresaban esta confusión y el deseo de romper/escapar del orden establecido.

 

La dupla creativa Fuentes-Ibáñez, tomaría un nuevo riesgo con una película disruptiva en la historia del cine mexicano: Los caifanes (Ibáñez, 1967). Una pareja de novios de clase alta (interpretados por Enrique Álvarez Félix y Julissa), tras a interrupción de una fiesta, tienen un escarceo amoroso en un auto que presumen abandonado, situación que les hará entrar en contacto con los cuatro caifanes (El Capitán Gato (dueño del auto), El Mazacote, El Estilos, y El Azteca), provenientes de las clases menos favorecidas de la ciudad de México, y con quienes compartirán un revelador descenso a un México desconocido para ellos. Lo que inicia como una inmersión por puro divertimento, terminará por cuestionar a la pareja de novios acerca de su relación y sus orígenes burgueses.

 

3. La colisión de culturas y clases sociales diferentes

 

Es en Los caifanes, donde aparecerá el segundo tema constante en el cine de Carlos Fuentes, sea como generador de obra o adaptador: la colisión de culturas y clases sociales diferentes, donde los personajes ascienden o descienden peldaños sociales, forzados o por decisión propia, y terminan encontrando destinos inciertos, poco favorables, o regresiones al estado original.

 

En El gallo de oro (Gavaldón, 1964), adaptación de un texto de Juan Rulfo, por Roberto Gavaldón, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, el pregonero Dionisio Pinzón, tras salvar a un gallo de pelea perdedor, como él, lo rehabilita volviéndose ambos victoriosos, escalando peldaños que lo llevaran a una exitosa pero fugaz alianza con la cantante La Caponera y al tahúr Lorenzo Benavides, para recaer nuevamente en desgracia, cargando un ataúd, mientras pregona su propio destino/infortunio: “Tengan presente todos que aquí en San Pedro de la pasión, en el año que corre, uno llamado  Dionisio Pinzón salió con su gallo de oro a buscar las ilusiones del mundo. ¡Ay, Dionisio Pinzón!, sólo juiste a buscar lo que nunca habías tenido, el que nace pa´ maceta no sale del corredor”.

 

La adaptación al cine de El gallo de oro (1964) , de Juan Rulfo, corrió a cargo de Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez. En la imagen, Ignacio López Tarso y José Chávez. Crédito: Especial

 

En Las cautivas (José Luis Ibáñez, 1970), el guion de Fuentes adaptado por Ibáñez, explora la confrontación de una sirvienta (Julissa) contra su patrona (Fanny Cano), a quien chantajea con revelar que esta envenenó a su esposo para vivir con su amante. El sometimiento de los de abajo, de esa servidumbre obligada a callar los excesos de sus empleadores/dueños, se verá roto cuando la sirvienta disfrute de la impostura al usar el nombre y ropas de su patrona. El sabor de la opulencia, una vez probada, se convierte en un elixir intoxicante e irresistible. En una cinta que ronda las fronteras del thriller psicológico y el cruel juego de roles, los papeles se invierten, tanto emocional, económica, como visualmente (la patrona con uniforme de servidumbre y la sirvienta con estolas de mink, pero ambas sin poder salir de la mansión). La patrona, peldaños abajo, se verá obligada a recitar el credo doméstico, que acompaña a las clases desfavorecidas o sojuzgadas desde la Conquista, los latifundios porfiristas, el paternalismo/caudillismo posrevolucionario y el asistencialismo populista de los años setenta: “la patrona me cuida, la patrona me da de comer, yo debo obedecer a la patrona”. Esta nueva realidad social, de los de abajo tomando el control de una casa, de un espacio interior y reducido, esa justicia social por mis pistolas, conlleva un agravio guardado desde la época colonial, que en voz de la sirvienta se compone de rencor y revancha aspiracionista. Este proceso destructivo del establishment, del orden social, no implica sólo la toma de posesiones —en la lógica de que para los poderosos el dinero va y viene—, sino en quebrantar el orgullo y doblegar a la clase superior. “¿Qué no le basta con lo que ya le he dado? No tengo más”, suplica la patrona. “Todavía tienes más… tu dignidad… En este juego yo soy la gata, pero tú eres el ratón”, revira la sirvienta, quien, a su vez, también sufrirá de esa victoria social pírrica que no abarca más allá de los límites de la mansión: “¿de qué sirve la lana, encerrada aquí?”. Esta victoria geográficamente limitada a cuatro paredes, será extrapolada décadas después por Michel Franco a la insurrección de hordas de inconformes, que toman lo que a su juicio sus gobernantes y clase alta, les han negado por siempre. (Nuevo orden, Franco, 1990).

 

En Gringo viejo (Puenzo, 1989), basada en su novela, con guion Aída Bortnik y Luis Puenzo, tres personajes (Arroyo general revolucionario, Harriet Winslow institutriz y el escritor Ambrose Bierce, estos dos últimos norteamericanos), confluyen en el agitado ambiente de la revolución mexicana. A la novela se le cuestionó casi de inicio, y de manera maliciosa e injusta como un bestseller, o una novela por encargo, a pesar de que testimonios del propio autor sitúan su génesis desde los años sesenta. Nada parecería más alejado, la novela ocurre en espacios y tiempos muy definidos y limitados, con una narrativa y atmósfera poderosa, poética y en donde la progresión dramática es hacia dentro de los personajes. Por tal motivo, en palabras del director Luis Puenzo, este tuvo que construir la película: “a partir de las escenas ausentes de la novela, definir cuáles eran y qué eran las escenas ausentes… en el hecho de que Fuentes en realidad no escribió una novela sino un poema largo, donde la esencia está en la textura”. Gringo Viejo es también, una reflexión sobre los temas que preocuparon a Fuentes: la idiosincrasia, las fronteras, la identidad, la relación binacional con Estados Unidos, en donde todos los personajes, a su manera, traspasan fronteras dolorosas y significativas, con resultados devastadores o sanadores.

 

El joven general revolucionario Tomás Arroyo, encuentra en el levantamiento armado una excusa para regresar a su terruño a recuperar lo que le fue arrebatado por los latifundistas de la familia Miranda (clase alta), sus tierras (de las que atesora títulos de propiedad que los poderosos ignoraron), así como la dignidad y el respeto. Sin embargo, una vez obtenido lo que a su juicio le pertenecía por partida doble: como desposeído y como hijo bastardo por violación del hacendado Miranda, Arroyo no puede seguir adelante, y tiene a sus tropas esperando, pues se ha convertido en rehén de lo que siempre creyó suyo (la hacienda en ruinas, las tierras, el lujoso tren que él mantiene estático —como su propia persona—, sin hacerlo avanzar para apoyar a Villa; mientras que Harriet, la maestra norteamericana contratada por esos mismos latifundistas que han huido, se encuentra sola, enfrentada con Arroyo, culturalmente más bajo que ella, en medio de una revolución que ha cambiado el orden establecido. La colisión de clases y cultura será inevitable desde el aspecto físico de Arroyo, quien espeta a Harriet: “No les gusta llamarme general, porque la señorita solo conoce generales que estudian en la escuela, ganan batallas en mapas. Yo soy un general de la revolución, las batallas me han hecho general”. Por su parte, el personaje de Ambrose Bierce no busca a Pancho Villa para entrevistarlo, ni para unirse a sus hombres, traspasar la frontera geográfica de estos dos países tan diferentes entre sí, es para Bierce, proveerse de una decorosa eutanasia:

 

Harriet: Debe ser horrible morir asustado, solo.

Bierce: Pocos tienen la visión o la oportunidad de planear otra clase de muerte.

Harriet: Es muy elocuente, pero dice terribles cosas.

Bierce: Esa ha sido siempre la historia de mi vida. Todo el mundo aprecia la forma, pero se asusta del contenido.

 

El tema de las colisiones de cultura y clases sociales, había llamado la atención de Carlos Fuentes desde su visión de cinéfilo. En Humoresque (Jean Negulesco, 1946), se relata la complicada relación entre una dama de sociedad (Joan Crawford) que es mecenas de un joven violinista (John Garfield), de espíritu salvaje y callejero, en donde ninguno de los dos puede descender/ascender al nivel del otro, con trágicos resultados. Tengo la sospecha, escribe Fuentes en Pantallas de plata, de que, despojados de su posición social, Crawford y Garfield se hubiesen amado para siempre. Sólo que, entonces, no habría película.

 

4. El agravio recompensado/la recompensa tardía

 

A la colisión social en el cine de Carlos Fuentes se suma otro tema relevante: el agravio recompensado/la recompensa tardía. Esta rabia por la afrenta personal, a los antepasados y al propio país. La sirvienta a la patrona en Las cautivas: “alguien tiene que pagarme mi vida, el cuartito donde dormíamos dos familias en la vecindad, la mugre, las tortillas secas, la violación a los doce años, alguien”. En La cabeza de la hidra, Félix Maldonado, recuerda el agravio a su padre, que trabajó como contador para las empresas petroleras extranjeras: “el gerente recibía a mi padre dos veces al mes. Pero mi padre nunca le vio la cara. Cuántas veces entró al despacho, encontró al gerente sentado dándole la espalda. Era la costumbre, recibir a los empleados mexicanos, hacerles sentir que eran inferiores, igual que los empleados hindúes del raj británico”. Tomás Arroyo, tras destruir y tomar la hacienda de los Miranda, rememora a Harriet los agravios sufridos y la venganza contra el hacendado: “cuando tenía 18 años maté al hombre (Miranda) que violó a mi madre y me hizo un bastardo. Ella era una campesina y el patrón era mi padre. ¿Quiere saber cómo crecí en esta hacienda? viendo a los Miranda reunir y arrear a las mujeres débiles de esta hacienda como si fueran ganado, y violarlas frente a todos. Como castigaban a los peones con sus fuetes y los hacían pedazos por mirar al patrón a los ojos. Ese infierno era lo mismo en todo México. No solo era mí historia era la historia de todos”.

 

En Pedro Páramo (Velo,1967), una complicada adaptación fílmica de la obra maestra de Rulfo, el agravio por lo negado: el amor imposible de juventud por Susana San Juan, será finalmente obtenido a cualquier costo, mientras que la fiesta que realiza el pueblo, en el momento más doloroso en la vida de Pedro Páramo, terminará por desatar su rencor e ira, y nos regalará una de las mejores frases que condensan el cacicazgo en México: “me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre”.  Mientras que en Tiempo de morir (Ripstein,1966), un argumento de Gabriel García Márquez, adaptado y dialogado por él y Carlos Fuentes, el agravio familiar de los hijos por la muerte de su padre (Raúl Moscote), alcanzará a Juan Sayago, quien a pesar de actuado en defensa propia y cumplido su condena, deberá, al volver al pueblo, enfrentarse a las provocaciones de los hijos para forzarlo a un duelo a muerte.

 

En Aquellos años (Felipe Cazals, 1972), un argumento de José Iturriaga y Carlos Fuentes, adaptado y dialogado por este último, la afrenta provendrá de una invasión extranjera por parte de los franceses a México. Benito Juárez, interpretado por Jorge Martínez de Hoyos, deberá resistir las tentaciones de pactar con el invasor, la traición de propios mexicanos, y soportar el orgullo francés que ve México como tierra de salvajes: “Nosotros estamos defendiendo la independencia y la dignidad de nuestro país. Y si Maximiliano es de buena fe, que se vaya de México y nos dejé gobernarnos solos”.  Para Carlos Fuentes, el cinéfilo, el filme Juárez (Dieterle,1939), mostraría a un Paul Muni cada vez más tieso, quien: “parece no respirar detrás de su máscara de indio zapoteca, y que se va momificando con cada frase célebre”. Desafortunadamente, Aquellos años, resultaría una cinta ambiciosa, rígida, extensa, en donde los diálogos, sobre todo los del presidente Juárez, parecen apotegmas más para ser grabados en mármol, que para construir una progresión dramática; en la que logran destacarse algunas reflexiones interesantes sobre la condición del mexicano. A la acusación de que México necesita un hombre de acción en el poder, Juárez responderá que: “en México no hay poder, hay resistencia, el pueblo resiste, ese es nuestro único poder”.

 

5. ¿La película qué no quieren que veamos?

 

En La cabeza de la hidra, titulada Complot petróleo: la cabeza de la hidra (Leduc, 1981), la más cinematográfica y menos valoradas de sus novelas, dirigida por Paul Leduc con guion de Héctor Aguilar Camín (quien años después publicaría Morir en el golfo, sobre un cacique petrolero), recrea una suerte de Halcón Maltés, película de espionaje petrolero con burócrata/agente secreto del tercer mundo (Félix Maldonado), desconcierto de identidades al estilo de El Prisionero y homenaje a Hitchcock con McGuffin —anillo/espía— incluido, y una delirante persecución a un cambujo veracruzano que lo ha robado. La propia dedicatoria de La cabeza de la hidra es un casting/reparto anhelado: Conrad Veidt, Sidney Greenstreet, Peter Lorre y Claude Rains. El tema del conflicto entre palestinos, árabes, judíos, el abasto/desabasto petrolero, con los Estados Unidos como taimado espectador, y a México con estratégicas reservas de oro negro, no parece tan ajeno a nuestros días, tomando en cuentas las recientes guerras y los movimientos geopolíticos, pero debió causar inquietud e incomodidad en el gobierno por incluir a PEMEX como una suerte de Casablanca (Curtiz), en cuyo edificio y a su amparo, se gestan espías dobles, triples, contra espías, un jefe de inteligencia privado y nacionalista, a lo M de las películas de James Bond. Pensada como una serie de televisiva, por su duración, la cinta llegó a proyectarse en España, pero a la fecha, su exhibición pública como privada, comercialización en video o plataformas es prácticamente nula, salvo alguna repetición aislada en algún canal de cine mexicano por cable.  Se tuviera la sospecha que su tema resulta incómodo para una retransmisión.  En el ciclo de la Filmoteca de la UNAM y Petróleos Mexicanos, del 20 al 25 de marzo de 2018, con motivo del aniversario de la expropiación petrolera, de las seis películas elegidas, La cabeza de la hidra, y el crítico documental Chapopote/Historia de petróleo, derroche y mugre (Mendoza/Cruz, 1979) fueron excluidas, cediendo su lugar a Los millones de Chaflán (Aguilar, 1938) y Gran Casino (Buñuel, 1947), con Jorge Negrete.

 

6. ¿Del traduttore traditore al adattatore traditore?

 

El cine de Carlos Fuentes, pasaría por momentos de altibajos, no sólo por adaptadores, sino por propia mano. Aura, uno de los libros más reconocidos del autor, sería adaptado en Italia en 1966, titulado La strega in amore, dirigido por Damiano Damiani, adaptado por el propio director y Ugo Liberatore, prolífico guionista y directore italiano, y actuado por Richard Johnson y Rosanna Schiafino. El personaje principal es una suerte de playboy que escapa de relaciones amorosas complicadas, y termina en la casa, donde reinará un ambiente gótico, extraño, un bibliotecario enamorado de Aura, y una atmósfera sofocante. La cinta sería titulada en español La bruja enamorada, y The Witch, para el mercado norteamericano, y con poca difusión, actualmente, puede hallarse una versión en italiano en internet. Damiani, con experiencia en el cine policíaco y de horror (Amityville II: La posesión,1982), desarrollaría una cinta más cercana al estilo de la productora de terror Hammer, con final inquisitorial, que al espíritu poético de la obra. Fuentes señalaría, que hubiera preferido a Luis Buñuel para la realización, sin embargo, los contactos con los productores italianos se mantendrían para futuros proyectos. Los quince mil dólares cobrados por los derechos de Aura, le permitirían, en palabras del autor, llevar una vida a los Somerset Maugham, y alquilar una villa en la Costa Amalfitana, cerca de Positano, donde transcurre el inicio de su novela Zona sagrada.

 

La adaptación de Muñeca Reina (Olhovich, 1972), correría a cargo del propio director Sergio Olhovich y del guionista Eduardo Luján (La casta divina, Coronación), sin embargo, las propias características del cuento, obligaron a añadir subtramas para terminar de contar, con resultados desiguales para la crítica, la historia de un hombre que buscar recuperar una amistad infantil, con resultados reveladores y alucinantes. Otra cinta que recibiría críticas negativas sería ¿No oyes ladra a los perros? (Reichenbach, 1975), resultaría una fallida y muy criticada adaptación por parte de Noel Howard, Carlos Fuentes y Jacqueline Lefevre, sobre el cuento de Juan Rulfo de un hombre anciano que carga a su hijo en busca de atención médica. Más allá de la brevedad del cuento, y de su poderosa anécdota literaria, pero mínima, en términos cinematográficos, la cinta recurre a un collage etnográfico que deriva en el folklorismo, y que pareciera resultar más interesante para el extranjero que para el espectador mexicano. Es muy probable, que la película tuviera un desarrollo propio más interesante, sin la necesidad de recurrir al cuento de Rulfo como columna argumental. Los temas que preocupan a Fuentes ahí están, la colisión social, la perdida de la identidad, la migración a la ciudad, que ya había expresada veladamente en novelas como La cabeza de la hidra: “no le iba esa mezcla indecisa de gente que había abandonado hace poco el traje blanco del campesino o la mezclilla azul del obrero y se vestía mal, remedando las modas de la clase media… Los indios, tan hermosos en sus lugares de origen, esbeltos, limpios, secretos, se volvían en la ciudad feos, sucios, inflados de gaseosas”. La cinta participaría, a pesar de todo, en la selección oficial del Festival Internacional de Cine de Cannes en 1975.

 

7. La pantalla de plata que agoniza

 

Carlos Fuentes logró crear una literatura amplia y vasta en géneros y temas: la Historia, el realismo, los mitos, la sátira, la identidad, el horror, la aventura, México y los mexicanos, entre otros, los cuales abordó con una capacidad narrativa y de construcción que lo convertiría en uno de los grandes narradores hispanoamericanos. El cine derivado de su literatura, sea como inspirador, adaptador o creador original, no estuvo libre de la crítica que siempre acompañó a la obra del escritor.  Quiso el destino, que uno de los libros póstumos de Carlos Fuentes, Pantallas de plata, fuera sobre el cine. El propio escritor reconoció ante el periodista James Fortson, sus limitaciones con respecto al séptimo arte que tanto amó: “cuando he escrito para el cine, tengo una carga literaria excesiva; no tengo el fluir del cine”. La pregunta es, ¿por qué aventurarse en un arte-negocio dominado por el dinero, la vanidad, los altos costos, la crítica despiadada, cuando desde la literatura se pueden construir mundos, ciudades y universos sin más limitantes que el talento y la imaginación, y se es uno de los grandes novelistas de Hispanoamérica? Tal vez la respuesta tenga que ver con un amor gestado desde el vientre materno en un cine de Panamá, en meticulosas libretas que resguardaban no sólo datos fílmicos, sino a estrellas de cine, aventuras míticas y convivencias familiares en cines por el mundo, y en una frase paternal que acompañaría a Carlos Fuentes cada vez que las luces del cine se apagarán y corrieran los créditos: al cine se viene a soñar.

 

En una pantalla de plata celestial, don Rafael, doña Bertha y Carlos, se reúnen a ver un viejo filme clásico, sabiendo que ahora, nada interrumpirá la función.

 

 

 

FOTO: Escena de Los caifanes (1967), de Juan Ibáñez y Carlos Fuentes, donde aparecen Sergio Jiménez, Eduardo López Rojas, Ernesto Gómez Cruz y Óscar Chávez. Crédito de imagen: Especial

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