¿Qué hay en un palacio?; adelanto editorial de “Emperador de Roma”
Con autorización de Editorial Crítica, ofrecemos un fragmento de Emperador de Roma, de la investigadora clasicista Mary Beard, una nueva visión de la historia de esta milenaria civilización
POR MARY BEARD
Los majestuosos diseños
de Calígula
En el año 40 e. c., se reclamó al emperador Calígula que ejerciera de árbitro entre facciones beligerantes de la ciudad de Alejandría, situada en la provincia romana de Egipto. Allí, una combinación de xenofobia, antisemitismo, disputas sobre derechos civiles locales y un gobernador que (consciente o inconscientemente) estaba empeorando las cosas había provocado un violento enfrentamiento entre las comunidades griega y judía. Ambos bandos enviaron delegaciones a Roma para ganarse al emperador. Conocemos algunos detalles de lo que sucedió cuando las diferentes facciones se presentaron ante él gracias al vívido —aunque también interesado— relato testimonial del pleito ofrecido por uno de los delegados judíos. Se trata del erudito filósofo Filón, probablemente mejor conocido por sus argumentaciones sobre la Biblia hebrea y sobre los aspectos más resbaladizos de la teología que por su encuentro con Calígula.
No debió de ser una situación cómoda para ninguna de las delegaciones rivales, que habían sido conminadas a presentarse al mismo tiempo para exponer sus respectivos casos. El emperador les hizo esperar durante meses antes de concederles una audiencia, y eso que ya habían realizado un viaje fallido para alcanzarlo en el sur de Italia (las molestias implícitas, el gasto y el conocimiento del terreno o los contactos necesarios para fijar un encuentro son temas a los que volveremos en el capítulo 6). No hay constancia de que Calígula emitiera sentencia alguna antes de ser asesinado al año siguiente. Durante el breve tiempo en que estuvieron frente a él, los judíos se convirtieron en el blanco de las burlas hostiles de Calígula o, como lo explicaría Filón, en víctimas de su tiránica amenaza. El emperador los acribilló a preguntas sobre su religión y sobre sus restricciones alimenticias. “¿Por qué no coméis cerdo?”, preguntó en un determinado momento, provocando un estallido de carcajadas demasiado efusivas por parte de los griegos, que fueron amonestados con firmeza por el personal imperial. Filón afirmó, sin demasiado conocimiento directo, imagino, que incluso una sonrisa era peligrosa en presencia del emperador, a menos que fueras un amigo íntimo. No obstante, la juiciosa respuesta de los judíos no contribuyó a su causa. Tras explicar pacientemente que las diferentes culturas tenían diferentes costumbres y prohibiciones —una lección de antropología elemental que el emperador no supo apreciar—, un miembro de su delegación señaló, a guisa de ejemplo, que muchas personas preferían no comer cordero. Calígula, que obviamente no era aficionado a la carne, se echó a reír con la intención de trivializar el tema: “No me sorprende —replicó—, en realidad no sabe muy bien”.
Un insulto añadido, y dirigido a ambos bandos, fue el hecho de que el emperador no estaba totalmente por la labor y dejó claro que sus prioridades eran otras. Aquella no era una audiencia formal, y las dos delegaciones tuvieron que seguir los pasos de Calígula mientras este inspeccionaba su propiedad —los diferentes pabellones, las habitaciones de los hombres y de las mujeres, la planta baja y las habitaciones superiores—, señalaba las reparaciones necesarias y sugería una serie de mejoras. En mitad de una intervención de los judíos, los cortó secamente para dar instrucciones de que se “acristalasen” las ventanas de una gran sala con piedras transparentes “para que no obstruyesen la luz, pero protegiesen del viento y del sol ardiente”. En la siguiente sala, los volvió a interrumpir cuando se volvió para encargar unas “pinturas originales” para las paredes. Al incluir estos rodeos en su informe, Filón está obviamente criticando a Calígula por concentrarse en frivolidades de la decoración de interiores antes que en los serios agravios que sufrían los judíos en Alejandría. No obstante, su relato nos ofrece también la insólita oportunidad de relacionar al emperador directamente con la estructura de una de sus propiedades, y de tener algún indicio de su majestuoso diseño. De hecho, a comienzos de este siglo se excavó una pequeña sección de esta propiedad imperial en concreto, no lejos de lo que hoy es la estación principal de tren, y recientemente, en el mismo emplazamiento, se ha abierto un museo que expone algunos de esos hallazgos que casi nos permiten seguir los pasos del emperador.
Este capítulo amplía nuestro foco y deja atrás los comedores imperiales para explorar las propiedades reales de forma más general, desde los pasillos de servicio hasta los lagos ornamentales, desde las costosas obras de arte hasta la colección de curiosas baratijas procedentes de todo el mundo romano, por no mencionar las numerosas sorpresas con las que tropezaremos (por ejemplo, poca gente sabe hoy en día que la más antigua representación conservada de una crucifixión cristiana fue descubierta en los aposentos de los esclavos del emperador en la colina Palatina en Roma). Uno de los grandes interrogantes es dónde vivían los emperadores y a qué llamaban “hogar”. Además de centrar la atención en los vestigios conservados, trataré de reconstruir el aspecto que tenía originalmente un palacio romano y lo que allí ocurría, y también intentaré explicar cómo fueron cambiando a lo largo del tiempo las residencias imperiales. ¿Era la residencia de Augusto similar a la de los emperadores del siglo posterior? ¿Cuándo surgió la idea de “palacio”?
Hay cuestiones que van más allá del ladrillo y el mortero. ¿Qué transmitía el palacio sobre el emperador y su poder? ¿Qué clase de ambiciosas declaraciones, más allá del ostentoso exhibicionismo (o de la igualmente ostentosa modestia) estaban inscritas en su estructura? ¿Qué conflictos provocaban estos edificios? (“Fuera de aquí, ciudadanos. Roma se está convirtiendo en la casa de un solo hombre”, proclamaba un antiguo grafitero anónimo, citado por Suetonio, que satirizaba la inmensa nueva mole de Nerón en la ciudad.) ¿Cómo lo veían los propios emperadores? ¿Era Domiciano el único que percibía el peligro en su propia casa cuando hizo revestir las paredes de los pórticos privados del palacio con una piedra especial reflectante, supuestamente para poder ver lo que sucedía detrás de él y quién se acercaba? Y como última escala, al final del capítulo visitaremos una residencia imperial, que puede ser vista casi como un duplicado de un microcosmos del Imperio romano en su conjunto, una réplica en miniatura, cuidadosamente construida, del mundo del emperador.
Casas y jardines
El edificio que Calígula estaba empeñado en rediseñar no era el palacio (o palatium) del centro de Roma, así denominado por la colina Palatina en la que estaba ubicado. A lo largo de la historia, muchos monarcas se han movido entre varias residencias, y el emperador romano no era ninguna excepción, pues disponía de docenas de propiedades imperiales repartidas por toda Italia. En realidad, el encuentro de Calígula con las delegaciones rivales de Alejandría tuvo lugar en uno de los numerosos jardines de recreo (horti) que poseía el emperador en las afueras de la capital, a unos tres kilómetros del centro de la ciudad (p. 15, “Antigua Roma”). Más que zonas verdes, estas fincas incluían chalets y pabellones, aposentos para dormir y salas de ocio, y, por supuesto, salas de banquetes e intrincados elementos acuáticos. Estaban también llenas de obras de arte. Las “pinturas originales” y las ventanas translúcidas que pretendía instalar el emperador en el año 40 e. c. formaban parte de todo aquello. Los arqueólogos han estado desenterrando durante siglos centenares de esculturas y otros tesoros en el yacimiento de estos horti: cristales primorosamente tallados; incrustaciones doradas y joyas que en su momento estuvieron insertadas en paredes o muebles (lám. 20); estatuas que debían de ser ya antigüedades cuando llegaron a Roma, adquiridas o robadas en Grecia y Egipto; y algunos de los retratos más extravagantes de los propios emperadores romanos hallados en otros lugares (fig. 56). Estos jardines tenían por objeto proporcionar un estilo de vida más relajado y amplio del que era posible en el centro de la ciudad, sin que ello supusiera alejarse del corazón de la actividad metropolitana: una cómoda mezcla de finca rural y centro de poder urbano.
La mayoría de los primeros horti habían sido creados por aristócratas romanos millonarios que vivieron a finales de la República o durante los reinados de los primeros emperadores, y continuaban llevando el nombre de aquellos primitivos propietarios. Eran los horti Lamiani los que Calígula quería reformar cuando debería haber concentrado su atención en las disputas de los alejandrinos. Se llamaban así por su primer propietario, un amigo del emperador Tiberio, Lucio Elio Lamia. Sin embargo, en la segunda mitad del siglo i e. c., todas las fincas de este tipo habían “caído en manos del emperador”, para usar el eufemismo habitual que lo abarca todo, desde un generoso regalo hasta el robo descarado. A lo largo de este proceso, además del palacio situado en el centro, la ciudad había quedado casi totalmente rodeada por los horti imperiales, que cubrían acres y acres de las mejores propiedades. Puede que hubiera cierto acceso semipúblico a algunas zonas, lo que permitía a la plebe un breve atisbo de zonas verdes y construcciones lujosas. Pero en una ciudad de un millón de habitantes, donde la mayoría vivía hacinada en alojamientos abarrotados o en precarios tugurios, o incluso dormía al raso, la enorme “huella” del emperador en el paisaje urbano era una muestra de su poder.
Los jardines imperiales de recreo eran solo el inicio de una red de residencias que se extendía hasta el golfo de Nápoles y Capri, la isla privada de los emperadores, que aún era más exclusiva de lo que lo es hoy en día. En cierto modo, esto no hacía más que seguir la pauta general de posesión de tierras de la aristocracia. Plinio tenía como mínimo cuatro propiedades rurales además de una casa en Roma. Sin embargo, las posesiones imperiales eran de mayor tamaño y más majestuosas, e iban creciendo a lo largo del tiempo a medida que cada emperador heredaba las propiedades de sus predecesores, aunque el nuevo gobernante siguiera erigiendo nuevas construcciones. Solo en los alrededores de Roma (el actual Lacio), se han llegado a identificar unas treinta residencias imperiales, que empequeñecen incluso la tenencia de tierras de la familia real británica en su máximo apogeo.
Los restos de algunas de estas fincas han sido un atractivo turístico durante siglos, desde el “Grand Tour” del siglo XVIII o incluso desde antes. Este es el caso de la villa de Adriano en Tívoli, o de las múltiples villas imperiales de Capri donde Tiberio se retiró en el año 26 e. c. y donde estuvo la última década de su vida, con todos los posteriores y fantasiosos rumores de juegos sexuales en la piscina y enemigos arrojados desde lo alto del acantilado. Según Suetonio, la principal residencia del emperador en la isla contaba con dormitorios cubiertos de pinturas eróticas y una biblioteca de manuales sexuales, por si a los agotados juerguistas se les acababa la inspiración. Los modernos arqueólogos, más realistas, no están tan interesados en las supuestas orgías como en las cisternas, que resultan asombrosas por el modo en que los ingenieros consiguieron suministrar agua suficiente para los jardines, piscinas y baños en lo que no era más que un farallón rocoso carente de agua con una vista espectacular.
Otras residencias son menos célebres o de difícil acceso, pero igualmente dignas de consideración por diversos aspectos. Una de las propiedades de Cómodo, justo en las afueras de Roma, a unos pocos kilómetros siguiendo la Vía Appia, rivalizaba en tamaño con la finca de Adriano en Tívoli; era tan grande que se llegó a pensar que era una ciudad completa (“Vecchia Roma” o “Vieja Roma”, igual que la villa de Adriano se llamaba “Vecchia Tivoli”). Hoy se la conoce como la Villa de los Quintilii, porque solo “cayó en manos de Cómodo” después de que este eliminara a sus acaudalados propietarios, los hermanos Quintilii. Si hablamos del enclave más espectacular, el premio recae en una de las casas rurales de Nerón. Fue construida en unas colinas pintorescas a unos ochenta kilómetros de la capital, cerca del moderno Subiaco, y los arquitectos del emperador mejoraron el entorno —y la vista desde la villa— construyendo una presa en un desfiladero para crear un lago artificial.
FOTO: El papa Juan XXIII examina algunos de los restos romanos de la villa de Domiciano en su residencia de verano en Castel Gandolfo. Crédito de imagen: Editorial Crítica
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