Centenario de Dublineses: Un libro de una escrupulosa maldad
POR ALEJANDRO TOLEDO
Junio es un buen mes para celebrar a James Joyce (1882-1941). Fue en junio cuando este conoció a Nora Barnacle, la recamarera de un hotel de Dublín con la que se fugaría de Irlanda; y el Bloomsday, el día de Leopold Bloom en la novela Ulises (1922), recuerda justamente la fecha en que tuvieron su primera cita formal: el 16 de junio de 1904. Diez años más tarde de ese encuentro, en junio de 1914, publica Joyce su libro de relatos Dublineses.
Como sucede con los clavadistas en las competencias de alto nivel, título a título James Joyce irá aumentando el grado de complejidad de su narrativa. Esta arranca precisamente con Dublineses, colección de estampas sobre la vida en la ciudad construida a partir de la idea literaria de la epifanía: inesperados momentos de revelación que ocurren en lo cotidiano. Sigue con una autobiografía indirecta, Retrato del artista adolescente (1916); y el protagonista, un alter ego de Joyce llamado Stephen Dedalus, se integrará, junto con los personajes del primer libro, al elenco de Ulises, que es, como su título lo insinúa, una versión moderna de la Odisea homérica, aunque concentrada en sólo unas horas y una sola ciudad, y con una Penélope generosa de formas (como lo será también la novela) que accede sin dudarlo a los deseos más alocados de sus pretendientes.
El cuarto ejercicio narrativo de Joyce es Finnegans Wake (1939), en donde el clavadista/escritor no sólo ejecuta piruetas imposibles en el aire sino que las realiza a oscuras, en la noche de los tiempos, y logra lo inaudito: saltar desde el agua para caer de pie en la plataforma o el trampolín.
En el principio fue Dublineses, como proyecto que nace en ese año fundacional que es 1904, cuando George Russell publica a Joyce en The Irish Homestead tres cuentos de la serie, entre ellos “Eveline”… La respuesta desfavorable de los lectores interrumpe esa publicación y a partir de entonces Joyce, para seguir con las metáforas acuáticas, deberá nadar a contracorriente. Es el inicio de una década oscura, una larga pesadilla, en que estuvo a punto de ahogarse o naufragar, como se prefiera, en el río revuelto o el mar profundo de lo inédito. En 1905 entrega al editor londinense Grant Richards su libro, conformado entonces por doce relatos, lo que da inicio a un extraño conflicto a partir del rechazo del impresor por avalar algunos de los cuentos. Había una ley, entonces, que hacía recaer en los impresores la responsabilidad de lo que se publicara, por lo que la censura, o la autocensura, era férrea. Y los textos de Dublineses contenían algunos momentos que parecían problemáticos.
Joyce se defiende por correspondencia. En carta del 5 de mayo de 1906 explica a Grant Richards: “Mi intención era escribir un capítulo de la historia moral de mi país y escogí como escenario Dublín porque esa ciudad me parecía el centro de la parálisis. He intentado presentarla al público indiferente bajo cuatro de sus aspectos: infancia, adolescencia, madurez y vida pública. Los relatos están dispuestos en ese orden. En su mayor parte los he escrito con un estilo de escrupulosa maldad y con el convencimiento de que el hombre que se atreve a alterar, y más aún a deformar, en la presentación lo que ha visto y oído es muy audaz”.
Y sigue: “No puedo hacer más. No puedo alterar lo que he escrito. Todas esas objeciones cuyo portavoz es ahora el impresor se me ocurrieron, cuando estaba escribiendo el libro, tanto en relación con los temas de los relatos como con su tratamiento. Si les hubiera prestado oído, no hubiera escrito el libro. He llegado a la conclusión de que no puedo escribir sin ofender a algunas personas” (Cartas escogidas, pgs. 175-176).
Los retrasos ocasionados por la censura fueron a la larga benéficos, pues en el camino se agregarán “Dos galanes”, “Una pequeña nube” y, sobre todo, “Los muertos”. No obstante la desesperación de Joyce por sacar adelante Dublineses, los contratiempos darán una más lograda estructura al libro, que de haberse publicado como estaba en 1905 no tendría la grandeza que llegó a alcanzar. La introspección de Gretta Conroy, en el relato final, parece un anticipo del monólogo de Molly Bloom, como si Dublineses se hubiera convertido, mientras tanto y acaso sin sospecharlo el autor, en una primera maqueta de lo que sería, años después, Ulises.
Cuando Ezra Pound contacta a Joyce, hacia 1913, aún lo encuentra, cual Enoch Soames, penando por dar vida pública a su trabajo. Cede Pound su espacio en la revista literaria The Egoist (del 15 de enero de 1914) para presentar, bajo el título “Una historia extraña”, una carta en la que el irlandés cuenta lo ocurrido a Dublineses primero con Grant Richards y luego con los señores Maunsel, editores de su ciudad natal, que también sugirieron cambios y supresiones. Al fin el libro fue impreso por ellos, pero no distribuido; los planchas de tipografía fueron destruidas y los ejemplares llevados a la hoguera. Cierra Joyce: “Al día siguiente abandoné Irlanda, llevando conmigo una copia impresa que había obtenido del editor”.
Esta historia verdaderamente extraña concluye el 15 de junio de 1914, cuando por fin aparece Dublineses, editado no por los señores Maunsel sino por Grant Richards, quien se mostraba arrepentido por el trato dado a Joyce, cuya fortuna literaria cambia a partir de entonces: por Pound, en The Egoist empieza a aparecer de forma seriada Retrato del artista adolescente; por Pound recibe Joyce algunos apoyos económicos para dedicarse por entero a la escritura… Y es de Pound, por cierto, la primera reseña de Dublineses (The Egoist, 15 de julio de 1914), que así arranca: “Tan poco de la prosa literaria inglesa escapa al desaliño que bastaría decir ‘el libro de cuentos cortos del señor Joyce es prosa libre de desaliño’ para que el lector inteligente salga corriendo enseguida de su estudio a gastar los tres chelines y seis peniques que vale el ejemplar”.
Aún hoy, cien años más tarde, los lectores inteligentes acuden a James Joyce y sus Dublineses para aprender sobre la vida.
*Fotografía: Retrato de James Joyce./ ESPECIAL